La gran farsa del “hágalo usted mismo”
El mundo se divide en dos clases de personas: aquellas que nacieron con un talento natural para las manualidades y para los arreglos caseros, y las que entran en pánico cuando hay que cambiar un foco de luz.
La primera categoría resuelve en minutos problemas cotidianos que hacen al funcionamiento de los artefactos y del hogar, mientras que la segunda es incapaz de cambiar el cuerito de una canilla sin asistir a un curso intensivo de plomería (y sin que eso sea garantía de lograr cambiarlo).
De todos modos, lo más complejo de encarar no es la imposibilidad de comprender cómo limpiar un resumidero tapado, sino la incertidumbre que despierta esa posibilidad: ¿Cómo se hace? ¡Qué asco! ¿Por dónde se abre? ¿Romperé algo en el intento?
Otro problema: no hay una frontera clara entre un problema simple y otro extremadamente complejo, ya que esto último es la norma.
La mejor solución es imbatible: llamar a un especialista. El tema es que estos no siempre toman con seriedad a alguien que les pide presupuesto para colgar un cuadro.
A esta altura, supongo que está suficientemente clara la categoría a la que pertenezco.
Maldito escritorio
Uno de los acontecimientos más traumáticos ocurrió en plena pandemia, cuando a muchos se nos dio por ocuparnos de asuntos del interior de la casa, y a los que jamás les hubiéramos dado importancia de no ser por el encierro obligatorio.
Uno de estos fue la dudosa necesidad de contar con un pequeño escritorio extra para colocar frente a una ventana, en el living, de modo que el teletrabajo o la escuela virtual –según el horario– se hiciera más luminoso y llevadero.
Era fin de semana, así que lo único abierto y cercano era uno de los grandes centros comerciales de la ciudad. El mejor precio estaba en el supermercado de esa gran superficie. Era el de una marca clásica de muebles de oficina, una de las pocas que sobrevive desde hace décadas.
Observé el mobiliario en exhibición: se trataba de un “escritorio para notebook” de un metro por 45 centímetros y de 75 centímetros de altura, adecuado para espacios reducidos y muy simple: constaba de un tablero para apoyar papeles o compu, con un cajón abajo.
Observé que para trasladarlo no entraba en el auto, pero era muy fácil encontrar un flete a la salida.
El diálogo con el vendedor duró menos de un minuto: llevo ese, le dije.
El hombre fue hasta el depósito y a los 10 minutos volvió. Primera sorpresa: no era el escritorio bien armado que se exhibía, sino una caja cerrada y encintada con todos los elementos que, se suponía, se integraban para formar lo mismo que se veía en los anaqueles.
Debí prestar mayor atención a esa incomodidad que sentí en el estómago al ver el bulto cerrado, pero no fui lo suficientemente sabio. Tan difícil no debe ser, pensé.
Incluso ahorraría el dinero del flete, ya que la caja entraba cómodamente en el auto.
Ayuda, por favor
De regreso a casa, me di cuenta de que no tenía ni una tijera para abrir la caja con propiedad. Lo hice hundiendo el tramontina, a cuchillada limpia, varias veces, en una lucha desigual con la cinta engomada que, por momentos, me ganaba la contienda. Hasta que pude desembalar todo y acomodarlo en el piso.
Hice dos pasos para atrás, miré el panorama y tomé real conciencia de lo que pasaba. Había placas de madera de cinco o seis tamaños distintos, tuercas, tornillos y otras piezas desconocidas para mi catálogo mental, junto a un papelito tamaño A4.
Esa paginita era, en una de las caras, una especie de “paso a paso” para armar el mueble, con flechas e indicaciones similares, para mí, a las de la piedra Rosetta, la estela egipcia inscrita en el 196 antes de la era cristiana y encontrada en el siglo XVIII.
Del otro lado del papel, figuraba cada uno de los elementos, con su nombre correspondiente. Fue cuando descubrí que un clavo podía ser común, de cabeza plana, doble, anillado o Brad, entre otras categorías. Y que existían elementos como tarugos de madera, patín, guías y minifix (una caja excéntrica de tamaño pequeño en forma cilíndrica, y un perno también cilíndrico cuya función es la de realizar un giro dentro de la caja para permitir la unión de dos piezas).
La primera hora fue para develar qué inscripciones del papel correspondían a qué elementos, y la segunda para tratar de unir las primeras dos tablas.
No había forma de que los tarugos encajaran donde debían, ni que las tablas quedaran a 90 grados una de otra, de modo que cada vez que ajustaba de un lado se aflojaba el otro. La parte floja caía hacia la pared más cercana, donde hacía saltar la pintura y el yeso en varias partes, una y otra vez. Sin contar las marcas que, con cada caída, se iban formando en las tablas del potencial escritorio.
El momento más complicado surgió al promediar la tarea, como a las tres horas de inicio del armado, cuando logré incrustar la mesada con uno de los bordes del cajón, para descubrir que este último estaba al revés, lo que me obligaba a deshacer todo el proceso para comenzarlo de nuevo.
Entonces todo estalló. Pateé las tablas que quedaban en el piso, arrojé los tornillos Brad y los minifix contra una ventana, insulté a los fabricantes en idiomas que desconocía poseer, y me maldije a mí mismo y a la estupidez infinita de haberme dejado influenciar por tantos tutoriales de un minuto que, de manera inconsciente, me hicieron pensar que cualquiera podía acceder a tales habilidades.
En esos segundos odié todos los escritorios del mundo, todos los manuales para armar y toda la farsa comercial del “hágalo usted mismo”.
Cuando amainó la furia, llegó la calma, sequé la transpiración, limpié la espuma que aún caía sobre el mentón y salí a caminar. Volví y no descansé hasta armar el escritorio. En total, fueron siete horas de martirio, mechadas con instantes de pánico y pizcas constantes de frustración.
Fue un episodio traumático, pero no el único al que estamos sometidos los inútiles manuales. Sólo nosotros conocemos el pavor de que el inodoro se atasque o de que el flotador se suelte.
Sólo nosotros sabemos lo que significa decorar la pared con perforaciones mal hechas por intentos fallidos de colocar un fisher.
El resto también
La experiencia no se agota en lo casero. En relación con el cuidado de un auto, sólo sé que hay que cargar nafta y cambiar el aceite cada 10 mil kilómetros.
Hace poco, en una reunión de varones en la que se hablaba de vehículos, la necesidad de ser aceptado por los pares me hizo elaborar un comentario de erudito con un dato que alguna vez escuché: “Estoy cerca de los 70 mil kilómetros, así que debería cambiar la correa dentada, ¿no?”. Gracias a sus risas, supe que mi auto no tiene correa dentada sino cadena, y que esta por lo general no se cambia.
El hecho es que, más allá de las habilidades que natura no da, para algo se inventó la división internacional del trabajo. Lo justo es que cada quien haga lo que mejor sabe, para lo que está preparado.
¿Por qué meternos en la actividad de un plomero, de un electricista o de un carpintero? ¿Acaso ellos se entrometen en nuestra tarea?
El imperativo del “hágalo usted mismo” es una afrenta injusta para la población respetuosa de su lugar en el mundo.
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