La dura encrucijada de Venezuela
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, no deja de ser quien es. Fiel como pocos a su propia historia, acaba de anticipar la Navidad para octubre, porque los venezolanos “se merecen un poco de felicidad”. Ya lo había hecho antes, siempre dispuesto a emular al Tirano Banderas de la novela con la que Ramón del Valle Inclán inauguró hace un siglo el ciclo de los dictadores latinoamericanos en la literatura. Porque Maduro es, a esta altura, un personaje de ficción. Trágica y lamentable, debe decirse.
En medio de este delirio violento que es la dictadura chavista, Maduro va liquidando en Venezuela hasta el más insignificante atisbo de esperanza. La persecución del principal candidato opositor en las recientes elecciones generales Edmundo González Urrutia, flamante exiliado en España, lo corrobora. Su crimen es haber sido el candidato que relevó a María Corina Machado cuando esta fue inhabilitada por el régimen y haber tenido, para peor, un éxito que hoy casi nadie cuestiona en el mundo.
Occidente todo es puesto a prueba por un dictador que, pese a parecer un sujeto elemental, no debería ser subestimado, pues ha entendido la notoria debilidad del mundo donde habita: que todo está permitido para quien transgrede todas las leyes, esas leyes que de alguna manera limitan la posible reacción de quienes quieren –y no pueden– poner punto final a una orgía que ya ha expulsado del país a ocho millones de personas, mientras sigue empoderando a una casta de burócratas ineficientes.
La llave de la cuestión está hoy en manos de un trío en el que es difícil confiar: un Gustavo Petro atado por el temor de que la crisis venezolana lo alcance, frontera de por medio; un Lula da Silva limitado por su partido y por su ideología, y un Andrés López Obrador desbordante de convicciones populistas.
Las sanciones del Departamento de Estado de Estados Unidos, por otra parte, son ya para Maduro como una suerte de celebración folklórica. El dictador no ignora que es materialmente imposible que la OEA, el organismo que debería afrontar la crisis, está atada de pies y manos por haber aceptado hace mucho que tengan voz y voto naciones que hace tiempo abjuraron de la democracia.
En resumen, nada permite siquiera una cuota de optimismo. Al fin y al cabo, Maduro sólo puede hacer lo que está haciendo y, como el escorpión de la fábula, seguirá aguijoneando a la rana. Porque es su naturaleza y porque no tiene más remedio, ya que su problema no son los de afuera, sino los de adentro. Demasiados socios que quieren garantías y no lo dejan hacer otra cosa que lo que hace, sabedores de que ninguna negociación los incluye. Y ese es otro problema para Occidente, dado que no pocos podrían preguntarse hasta dónde es lícito negociar con un puñado de delincuentes.
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