La desgracia de ser una suricata en Nueva Córdoba
Como ya no estaba tan bien visto enjaular a familias onas, a pigmeos ugandeses o a bororos amazónicos, a finales del siglo XIX los gobernantes argentinos, siempre sensibles a las nuevas modas europeas, comenzaron a construir zoológicos.
En el caso de la ciudad de Córdoba, el paseo animal se proyectó en 1886 –dos años antes de que Buenos Aires sorprendiera a sus habitantes mostrándoles ponies y perros siberianos en cautiverio– pero recién pudo inaugurarlo en 1915.
Durante cien años, los vecinos de esta ciudad llevaron a sus hijos de la mano hasta el parque excavado en las barrancas de la zona sur, para que disfrutaran contemplando la apatía de los tigres de Bengala, de las jirafas y de los lobos marinos de dos pelos que habían tenido la desdicha de terminar su viaje vital en esta esquina seca y descascarada del mundo.
Museo de seres sintientes
Pero en los últimos años, los zoológicos, junto con la supremacía masculina y la dictadura del proletariado, se convirtieron en otro circo anacrónico y políticamente incorrecto.
Así como en su momento la sensibilidad del público dejó de apreciar el espectáculo de arrojar cristianos a los leones, la quema de adolescentes acusadas de brujas y las decapitaciones públicas de caudillos riojanos, lo mismo comenzó a suceder con estos paseos, rémoras de las colecciones genéticas de la época victoriana.
De pronto, las mismas personas que antes le tiraban piedras al gorila para que se moviera, empezaron a fruncir la nariz, a criticar el escaso tamaño de las jaulas, la poca vocación por la limpieza de los administradores del establecimiento, y los animales iniciaron el tránsito hacia su resignificación como seres sintientes.
Que las cebras no pudieran departir con nosotros sobre los últimos avances astronómicos ni las suricatas acodarse en la barra de un bar para comentar las nuevas tendencias filosóficas francesas, tampoco significaba que no fueran seres capaces de experimentar regocijos y dolores, miedos y orgasmos.
Entonces, otra vez, nuestros políticos, que también son seres sintientes, debieron adaptarse a la nueva moda. Había que cerrar los zoológicos y transformarlos en parques ecológicos, donde ya no haya hipopótamos comprimidos en piletones pelopinchescos, sino alguno que otro pavo real, unos pocos conejos y maras patagónicas que caminen entre los visitantes, en una suerte de edén pospandémico del siglo 21.
Edén pospandemia
El zoológico de Córdoba se convirtió en 2023 en Parque de la Biodiversidad y debió esconder detrás de paneles pintarrajeados a los osos pardos y las panteras negras. Estos sobrevivientes ya no son admitidos en santurio alguno, no tienen reservas para los de sus especies, ni pueden soñar con que el municipio les pague el vuelo a Bombay en primera clase.
Deberán pasar los años finales de sus existencias escuchando la música de cuarteto y los ladridos de los caniches que pueblan los departamentos de la vereda de enfrente, sobre la avenida Poeta Lugones.
Los yacarés y los aguará guazúes fueron reemplazados por otro zoológico, mucho más grande y poblado, nacido en esa zona de la ciudad en las últimas décadas: los estudiantes de Nueva Córdoba, seres exóticos llegados de extrañas regiones sojeras, serranas o santiagueñas, para ser encerrados voluntariamente en cajas de vidrio y ladrillos huecos, donde pasan años tomando mate en bombilla y memorizando fotocopias, mientras sueñan con vidas que disfrutarán en otras partes.
Los seres más feroces que habitaron el parque no fueron los yaguaretés ni las boas constrictoras del serpentario, sino las travestis que durante décadas repartieron besos y audacias a clientes fieles en las calles más oscuras de la zona, como cuenta Camila Sosa Villada en su libro Las malas. A unos los corrió la iluminación, y a todos los tipos de seres los barrió la corrección política de la época.
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