La casta futbolística de los campeones del mundo
En Argentina, como en muchos países del globo terráqueo, sobrevive una mayoría ingenua que todas las semanas dedica largas horas de su vida a seguir las alternativas de los partidos de fútbol.
Acá, la práctica pasiva de ver el partido que protagonizan otros tiene el plus de que uno la sigue desde un sillón instalado nada menos que sobre el suelo de los actuales campeones del mundo.
Porque de este ángulo del planeta es originaria una de las selecciones más ganadoras de la historia en las numerosas categorías que componen el planeta futbolístico.
Hoy existen torneos oficiales de adultos, jóvenes, adolescentes, seniors, hombres, mujeres, de futsal, de enanos, de playa, de ciegos, en silla de ruedas, todas esas categorías multiplicadas a nivel clubes del ascenso, de las primeras categorías provinciales, regionales, nacionales, continentales, panamericanas, panafricanas, intercontinentales, olímpicas o mundiales.
Gracias a la convergencia tecnológica, una persona puede estar viendo partidos de fútbol las 24 horas del día, los 365 días del año, por el resto de su vida entera. Porque el partido no es sólo los 90 minutos reglamentarios, sino además las repeticiones, las discusiones, las polémicas, las hinchadas y las grescas en los estadios.
Hay una transmisión continua que empieza en las pantallas de nuestras casas, sigue mientras vamos de viaje, por radios, por pantallas callejeras, en las estaciones de servicio, en las salas de espera de los dentistas, en los aeropuertos, en las peluquerías, en los restaurantes, en las salas de los convalecientes en los hospitales: es una cinta de Moebius en la que podemos vivir nuestra existencia completa.
El aire que respiras
Eso vale para buena parte del mundo, sólo que en Argentina el fútbol no es un deporte, sino el aire que se respira. El fútbol es el motor pasional, el más fuerte lazo identitario, el primer refugio nacionalista, la principal religión, la fuente esencial de metáforas en cualquier conversación sobre cualquier tema posible. Me la dejaste picando. Ahí la tenés, hacela. Me devolviste un ladrillo. Me sacó la roja. Me cortaste las piernas. Sos un jugador de toda la cancha, eh. Le gusta ir al choque. En el amor, soy un bilardista. Y así, miles más.
Por esta omnipresencia, hace ya mucho se puso de moda acusar al fútbol de haber perdido su primera expresión romántica y haberse convertido en un negocio.
Pero la realidad es mucho peor: el fútbol ha devenido en un asunto manejado por mafias. Esto ocurre desde las más altas autoridades internacionales, en organismos que han protagonizado millonarios y escandalosos casos de corrupción, como la Fifa y la Conmebol.
¿Alguien se olvidó ya de la votación manipulada por dirigentes coimeros que cobraron cientos de millones de dólares para que la Fifa le regalara el Mundial de Fútbol 2022 a Qatar, un emirato de concepción medieval, donde las mujeres no pueden andar por la calle solas?
Ese manejo mafioso de las relaciones y del dinero lleva décadas internalizado en el fútbol argentino. Con el agravante de que este país le suma la violencia organizada a través de patotas criminales asalariadas por los clubes, por los sindicatos y por los políticos, que los medios siguen llamando barras bravas.
Sicarios en el campo de juego
La corrupción, que tiene sumida a la Argentina en los sótanos de los rankings internacionales de transparencia, le sigue ganando la pulseada futbolística a la competencia limpia.
El exárbitro Javier Castrilli dijo esta semana que los referís argentinos son sicarios a sueldo y que, si no fuera por el manejo mafioso de los arbitrajes, clubes como Barracas, Riestra y Central Córdoba jamás habrían llegado a la primera categoría.
Llegaron por sus padrinazgos políticos, muchos de ellos ladrones que sostienen emblemas futboleros con dineros distraídos desde el Estado. ¿Cómo hizo una provincia pobrísima como Santiago del Estero, que ocupa el fondo de los índices socioeconómicos argentinos, para tener equipos en las primeras categorías y construir un estadio moderno?
Cada vez que un argentino se instala frente al televisor, cree estar viendo un partido de fútbol, pero en realidad está observando los avances de una historia de mafiosos. Con árbitros comprados; con equipos que pueden ir a menos a cambio de dinero; con asesinos y narcos disfrazados de hinchas; con subsidios descontrolados del Estado; con capos que son dirigentes de la AFA. Al fútbol argentino no lo dirige Messi ni Scaloni, ni lo ganan los mejores. Es una historia de los Soprano, de los Corleone, con un guion ya escrito por pocas manos y acordado en oficinas rigurosamente cerradas.
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