La Voz del Interior @lavozcomar: La adolescencia sin fin

La adolescencia sin fin

La adolescencia actual, su representación social, parece haberse extendido en el tiempo. Como toda construcción cultural –cambiante en sus formas y paradigmas–, muestra un segundo período de transición hacia la adultez, al que se elige denominar “posadolescencia”.

Este término surge de un reciente informe titulado La edad de la adolescencia, publicado por la revista médica británica The Lancet: Child & Adolescent Health.

El inicio sigue estable entre los 9 y los 10 años –siempre antes en el caso de las niñas–, pero sin referencias ciertas sobre cuándo finaliza.

Esto se ve reflejado en muchos jóvenes que alcanzan un alto nivel formativo (por haber accedido a estudios terciarios o a trabajos específicos), pero que, a la vez, muestran una llamativa inmadurez para resolver problemas cotidianos.

Con sus habilidades concentradas en el uso de tecnología, les resulta complicado –cuando no imposible– gestionar trámites simples, resolver el orden doméstico o administrar su propio dinero.

Son chicos y chicas que parecen necesitar otra etapa madurativa (¿un golpe de horno vivencial?), que facilite su ingreso al mundo de los adultos.

Como origen principal de esta postergación, asoman los hábitos de crianza y de convivencia familiar.

Con la mejor de las intenciones, sus mayores han priorizado la comodidad, accedieron sin chistar a los caprichos, exigieron poco o nada para instalar responsabilidades e intentaron allanar todo obstáculo “para que no sufran”. Por supuesto, en su mayoría estos jóvenes surgen de núcleos con necesidades básicas satisfechas y seguras.

En tales contextos, “frustrarse” pasó a ser una mala palabra y los tropiezos dejaron de ser aprendizajes, aunque el resultado terminara siendo una multitud de jóvenes con pobres recursos para gestionar su autonomía.

El contraste entre la elevada madurez cognitiva y la dependencia de sus padres es notable: lo expresan en la dificultad para decidir y concretar proyectos, para mantener un trabajo estable, para sostenerse en pareja o para postergar sus necesidades individuales por sobre obligaciones comunes.

Sobran razones para explicar tales conductas.

En las últimas décadas, ocurrieron cambios suficientes como para derrumbar estereotipos que definían al mundo adulto.

Este consistía, entre otros aspectos, en concretar el fin de su educación para trasladarla a un trabajo creativo o productivo, en pensarse en pareja o en imaginar la paternidad, lo que usualmente se llamaba “sentar cabeza”.

En la actualidad, este concepto parece envejecido. En muchos casos, valores (¿antiguos?) como el trabajo, la perseverancia y la trayectoria son reemplazados por la inmediatez, por la imagen y por el apuro en ganar dinero.

Son inevitables los choques contra el mundo verdadero, pausado y lleno de obstáculos, por lo que, sin respuestas a sus anhelos, una multitud de jóvenes decide esperar de manera indefinida el futuro reposando en el cómodo sillón de la posadolescencia.

Pero cuidado: generalizar sería un error. Hay adolescentes que maduran a los 16 o a los 17 años, asentados en valores no tan fugaces.

Jóvenes “a la antigua”, que no dispusieron de condiciones de crianza tan complacientes o que acceden desde temprano a los claroscuros de la realidad.

Quizá entonces el tema por repensar no sea la prolongación indefinida de la adolescencia, sino el modelo de realización personal que muestra la adultez actual, considerando el sinnúmero de personas con mentes brillantes que no logran gestionar el orden de su habitación, cocinar un puré, cambiar una lámpara de luz, regar las plantas ni elegir buenas mandarinas.

O sencillamente –de tanto en tanto y no por chat– preguntar a sus mayores cómo están.

* Médico

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