Juntos por el Cambio tira sus monedas al aire
Entre la medianoche y el alba, cansados de argüir ambiciones y reprocharse en espejo su mutua obcecación, dos candidatos menores deciden resolver al azar quién de ellos será el definitivo. Es casi un acto de justicia poética que, en un país donde el valor de la moneda corre de canto buscando una alcantarilla, una moneda en vuelo decida la suerte de la política.
Los apostadores enfrentados (su nombre apenas importa) estaban representando, como fichines apenas conscientes de un juego mayor, el azar atormentado donde se ahoga el país. El espacio político al que pertenecen es una coalición que navega aturdida entre la promesa de cambio que aspira a representar y una desorganización mayúscula a la que no parece encontrarle medida. Juntos por el Cambio tiene un solo horizonte en la mirada: las elecciones primarias nacionales, donde deposita toda su esperanza de resolver, con una grilla de candidatos, el liderazgo interno perdido.
Suele decirse que el azar no es sino el nombre que la ignorancia le asigna a una cadena intrincada de causas y consecuencias. En el azar de las Paso, al que apuesta la principal coalición opositora, se encuentra oculta una causa que ha desbordado: más que candidatos y liderazgos, Juntos por el Cambio definirá un nuevo formato de coalición. Es casi un salto al vacío. Lo que se está viendo en cada distrito es el efecto anticipado de esa decisión.
La clave del nuevo formato es que no competirán entre sí candidatos de cada partido, sino listas cruzadas sin otra lógica organizativa que el caos al que conduce el ritmo de la ambición. Cuando la alianza nació, para las elecciones presidenciales de 2015 y a fin de legitimar su conformación, tres candidatos de los tres partidos integrantes compitieron en una primaria de resultado previsible. Mauricio Macri era el candidato presidencial reconocible aun antes de que los socios se dieran la mano. En 2019, cuando buscó la reelección, Macri también fue candidato sin objeciones, una vez que superó el frustrado motín interno para desdoblar las elecciones bonaerenses.
Tras la derrota de ese año, y para preservar la unidad, se pospuso la redefinición de liderazgos. En el medio, hubo contagios cruzados, diríase poco virtuosos: el radicalismo les inoculó a sus socios el virus del internismo que desde hace décadas lo tiene cautivo; el PRO le contagió al conjunto su menosprecio sistemático por el valor de la organicidad; la Coalición Cívica le prestó al resto su inclinación compulsiva a la mera impugnación.
Ningún acuerdo
De esa lógica enrevesada que parecía eficiente frente al adversario común, alumbró la metodología actual de Juntos por el Cambio. Esa metodología, extraña para una coalición política que aspira a conducir una Argentina devastada y caótica, tiene un dogma interno incuestionado: ningún consenso propio es posible, ningún acuerdo merece ser considerado, hasta tanto se concreten las primarias de agosto.
Esta decisión de la conducción opositora es tan inconmovible que ignora y da la espalda al remolino gigante en el que ha entrado la crisis social. Para los referentes de Juntos por el Cambio, la realidad es una agenda programada al milímetro con el calendario electoral. La que vive la sociedad es una montaña rusa con rieles rotos, cuyo vagón va saltando al albur de la inflación. Son dos relojes claramente desacompasados. Algunos dirigentes invocan, para disimular la evidencia, el valor organizativo y movilizador que tuvieron las primarias fundacionales para 2015. Extraña devoción por la simetría. Luego, en el terreno concreto, termina con dos punteros tirando la moneda al aire.
Como respuesta política ante la crisis, esta claúsula unánime de inflexibilidad estratégica no parece permeable a las novedades que llegan de la base social. La primera de ellas es el cuestionamiento a la polarización preexistente entre el espacio kirchnerista y su opuesto de mayor eficiencia histórica. Y no porque estén creciendo los candidatos antigrieta, sino todo lo contrario: la nueva división es más drástica, entre el bicoalicionismo y quienes lo impugnan genéricamente como casta.
La segunda novedad es la licuación del discurso de centro. Un espacio al cual el giro pragmático impostado entre Sergio Massa y Cristina Kirchner devaluó contagiándole no sólo la desconfianza visceral que inspiran sus protagonistas, sino especialmente su fracaso con la inflación.
Una tercera novedad es más bien contextual: la crisis ideológica que atraviesan en el mundo los espacios del centro liberal, al cual le crecen los enanos por izquierda y derecha, como observó hace poco el ensayista español Fernando Vallespín.
“La socialdemocracia sigue con su mala salud de hierro habitual de las últimas décadas, y el liberalismo, al menos en lo que hace a la encarnación institucional de sus principios, opera sin alternativa. Su némesis, eso que hemos dado en llamar ‘iliberalismo’, ni siquiera es una ideología: es una forma de acción política, que es como Laclau entendía el populismo”, escribió. “Como mucho, ofrece un modelo de democracia distinto al liberal, caracterizado por intentar despejar cualquier límite a la acción de la voluntad mayoritaria, aunque en el camino transgreda valores como el pluralismo, la libertad de expresión y la tolerancia”.
No es difícil encontrar en esa definición los genes socialdemócratas que perviven en el radicalismo y en la Coalición Cívica –impugnados por izquierda por el populismo de relato progresista– y el desafío que a los liberales del PRO les está llegando desde el populismo de derecha que encarna Javier Milei.
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