Jenny Nager: El arte de crear es de una intimidad única
–¿Qué extrañás de tu infancia en Corral de Bustos?
–Extraño Colonia Italiana, un poblado con muy poca gente en donde viví hasta mis 7 años y que está pegado a Corral de Bustos. Colonia Italiana, en mi memoria, tiene una escuela grande, una plaza, una iglesia y casas sueltas con gente que anda en bicicleta silbando. En la plaza, un reloj parado y, al otro lado, una araucaria enorme y dos palmeras con coquitos naranjas. Al pueblo se llega por una calle principal pavimentada por la que casi no pasan autos, donde yo estrené mis patines. La procesión de la Virgen era un momento shockeante, lindo, creo, sacaban a la Virgen de la iglesia y la paseaban por el pueblo, murmurando rezos y cantando… Según recuerdo, la gente también se juntaba una vez al año en una raviolada que hacía don Mariatti y que terminaba en una jineteada y en un baile popular con mal sonido y con niños correteando y gritando por encima de la música.
–¿Qué te gustaba hacer en esos tiempos?
–Yo vivía en la escuela, en la casa que las escuelas de campaña tienen para los maestros rurales. Por eso, mi mayor placer era salirme de ahí e ir a jugar a la chacra de algún amigo, me dejaban ir al campo de los Amadori… Imágenes impactantes eran los chorizos colgando en su comedor, la cantidad de perros y animales de granja que andaban sueltos por todos lados y una enorme olla con choclos calientes y listos para quien tuviera hambre en algún momento. Los veranos en un tanque australiano lleno de ranas y paseos en sulky. Aparecen estas imágenes como diapositivas viejas, algunas claras, otras quemadas de tanta luz y, por supuesto, siempre hay alguna que se traba en el carrete y no te deja seguir viendo.
–¿Conservaste amigos de la infancia?
–Casi al final de mi primaria nos mudamos al pueblo. Corral de Bustos me regaló una vecina hermosa que tenía una vida dura comparada con la mía, trabajaba desde muy niña ayudando a su papá en la construcción y también en una fábrica textil… Ella, de mente supervivaz y aguda, me enseñó mucho de la vida, y yo le enseñé los tonos de guitarra que sabía. Mi primer amor fue en “Corrales”, un chico dulce que se llama Elvio y que en la secundaria me regaló un alfajor por día, todos los días durante cinco años.
–¿Fuiste a cantar allá alguna vez?
–He vuelto pocas veces, pero cuando he ido, me encanta… Alguna vez fui a tocar y otras sólo de paseo, y siempre fue muy sentido el encuentro con viejos amigos. En Corral de Bustos, la actividad principal de todos en la casa era preparar los carnavales. En mi casa había todo tipo de lentejuelas, acetatos, cuentas de colores, rollos de tela, pegamentos varios, maniquíes, alambres y herramientas para diseñar trajes y carrozas. La casa era la base de operaciones, luego las carrozas se terminaban en los talleres mecánicos y en el club Sporting, y los trajes con las modistas del pueblo…
–¿Y cómo recordás a la chica que vino a estudiar Derecho en Córdoba?
–Estudié Derecho y aún no entiendo por qué… Tardé bastante en encontrar mi vocación y en decidirme a hacer música, quizás porque no pude tempranamente descubrir que había un capital que tenía que ver con la inventiva y que el arte, en realidad, iba a ser mi herencia e iba a formar parte de mi pecunio. Vengo de una familia de artistas, un bisabuelo ventrílocuo y transformista, un abuelo que tocaba el violín, un tío abuelo que tocaba un serrucho sin dientes con un arco de violín, un padre artista multifacético saxofonista, pintor, hacedor de muebles, diseñador de vestuarios y carrozas para un carnaval que él mismo organizaba y gestionaba allí, en el medio de la Pampa Húmeda.
–Pero lo mismo te metiste en Abogacía.
–Ser descendiente de estos personajes, sentía yo, me convertía inmediatamente en un perro verde, y pienso que quise nadar contracorriente de mi propia naturaleza uraniana y creativa. Estudiar Derecho, igualmente, le dio contornos al mundo y cierta comprensión sobre lo existente más allá de las burbujas del carnaval. Las leyes, creo, representaron algún tipo de padre, temporalidad y estructura…
–¿Cuál fue la materia que más te gustó de esa carrera y la que más odiaste?
–Obvio que la materia que más me gustó fue Filosofía del Derecho y la que menos, Derecho Penal II, porque se estudia la tipificación de cada delito en particular. Había algo que me costaba mucho realmente y era entender la sección de estafas y defraudaciones. Esta sección estaba al final del Código Penal. Cuando uno ya había pasado por cosas tremendas de vida o muerte, al final te esperaban estos delitos que tenían que ver con el engaño.
–Radicarte en Córdoba con toda tu familia, ¿cómo influyó en tu adaptación a la ciudad?
–Cuando llegó ese momento de que yo estudiara en Córdoba, mi familia vino conmigo, disfruté la novedad de vivir en la ciudad, ir al cine, conciertos, vida universitaria. De pronto, estaba viviendo en la República de San Vicente. Me reencontré con un amigo de infancia, de cuando yo venía a visitar a mis abuelos, y eso me dio sensación de hogar. Con él mantuvimos una amistad por correspondencia durante años, hasta que me vine a Córdoba y pudimos desplegar al máximo nuestra amistad.
–¿Te imaginaste una vida paralela como abogada?
–En el Derecho hay algo que tiene que ver con el conflicto, y con la solución del conflicto, pero con el conflicto al fin, con lo que no tengo afinidad. No me imagino usando palabras del tipo vencimiento, perentorio, caducidad… El arte tiene sus nudos por resolver, pero son de otro calibre. Buscar un intervalo melódico, una palabra exacta es un juego, una incógnita por resolver en el orden de una percepción particular del mundo. El arte ofrece un territorio donde vale todo, nada hay de prohibido, no hay que gustarle a nadie… y eso me encanta. El acto de crear es uno de los momentos que más aprecio, es de una intimidad única. No tendría ninguna vida en paralelo como abogada, definitivamente.
–¿Qué fue lo más complicado de asumirte como artista?
–Fue difícil salir del clóset, pero lo hice suavemente y de a poco. Fui pareja de Titi Rivarola, y él colaboró mucho en este proceso. En mi casa había un estudio de grabación donde se grabó mucha música y de todo tipo. Titi era productor y producía muchas bandas y solistas. Otra vez la mesa del arte estaba puesta y esta vez no sonaba a mandato. Él valoró y respetó mi inventiva y mi expresión, y me ayudó mucho produciendo artísticamente mis ideas musicales, poniendo todo su talento, capacidad y paciencia a mi servicio.
–¿Y cómo te animaste a componer?
–Empecé a cantar más, armamos unos covers de música brasileña para salir a tocar y hacernos de un dinerito para la casa, y ahí me di cuenta de que no me emocionaba para nada cantar algo que otro había compuesto y, sin querer queriendo, entré en el mundo de la composición. Componer fue fácil y natural, como destapar una botella de champán que ya estaba muy sacudida, demasiado agitada. Salieron canciones con mucha espuma, muchas melodías atragantadas y sentí que aquello era un verdadero mar de oportunidades.
–¿Qué fue lo más lindo de esa experiencia?
–Me dio mucha alegría instantáneamente y así íbamos abriendo nuevos proyectos y registrando todo, grabando mucho. De a poco fui aprendiendo a usar herramientas tecnológicas para grabar yo misma mis propias ideas, y siento que eso abrió un universo nuevo, el de la producción. Mi matrimonio fue una larga residencia artística.
–Tu hermano es músico, tu pareja, Titi Rivarola, fue músico, y tus hijas son músicas… ¿qué posibilidades hay de que aparezca un ingeniero o un contador en la familia?
–Sobre si en la familia pudiera alguien tener otra profesión, no lo sé… ¡y que no se diga que yo no lo intenté!
–¿De dónde surgió tu amor por la música brasileña?
–No conozco Brasil y me he pasado mucho tiempo imaginándolo… desde acá, lo presiento, en una relación a distancia. Creo que esta vivencia que tuve en la infancia de los carnavales que se armaban en mi casa tiene que ver con este romance. El idioma tiene un encanto, es sedoso y amigable, las armonías son ricas y abiertas, las rítmicas son tan variadas y tan llenas de negritud… Creo que la música del Brasil es muy exquisita, porque aun en su complejidad nunca deja de ser popular. Encontré más motivos para amar Brasil cuando conocí a Arnaldo Antunes… y no sólo por haber recibido el divino regalo de haber compartido música con él, sino porque él me condujo al universo de los poetas concretos brasileños. Empecé leyendo a Antunes, luego a Leminski y a Augusto de Campos… fue completamente excitante descubrirlos, me sentí verdaderamente conmovida y atraída. En retrospectiva, casi toda mi obra tiende un puente a Brasil, pero se hace muy palpable en una etapa en que compuse directamente sobre poemas de Arnaldo y que salió desde el sello Viento de Fondo, con traducciones de Gastón Sironi, en un discolibro que se llama Estamos, música a primer oído y que coproduje con Germán Nager.
–¿Alguna vez fantaseaste con ser una cantante popular y masiva?
–Fantaseo con haber sido otra, otra que hubiera puesto un poco de cabeza en la gestión o en la producción más del tipo ejecutiva que hace que la música conecte con un mercado más grande. Sí, a veces fantaseo pensando que podría haber arropado más mi obra para conectar más. A su vez, creo que en una época fantaseábamos todos los artistas pensando que desde Córdoba se podía instalar un producto artístico y en ese sentido se trabajó siempre mucho mucho. De todas formas, emprendo siempre grandes empresas con mis discos, generalmente son procesos largos y profundos. Desde lo artístico, lo doy todo en cada producción y tengo un compromiso real con la obra, soy muy trabajadora y reviso mucho cada detalle. El proceso, en general, parte de una nueva idea que aparece como un rayo, estampo primero ese pensamiento/sentimiento sonoramente, para que no se escape ese espíritu luminoso. Luego a ese garabato o pequeño esbozo de canción lo dejo en reposo, y finalmente trabajo alrededor de esa sustancia dándole forma, agregando o quitando partes, pero siempre tratando con mucho respeto al rayo creador y a aquella original idea que me llenó de emoción al comienzo. En mayo del 2024, salió mi nuevo disco, Hay un animal en mí, esta vez desde el sello porteño Los Años Luz, y la verdad es que me ilusiona mucho que el material esté dentro de un catálogo de artistas, porque entiendo que tiene más oportunidades.
–¿Hacés una diferencia entre vivir con la música y vivir de la música?
–Con más o menos queso de rallar, la música puso siempre el plato de comida en la mesa. Las actividades fueron y son de lo más variadas: haciendo música para películas, dando conciertos, produciendo a otros artistas o simplemente compartiendo mi experiencia con niños de primaria, siendo docente.
–Durante muchos años, fuiste maestra, ¿qué creés que dejaste en los chicos y qué dejaron ellos en vos?
–Mi experiencia con niños fue larga e intensa, amo estar rodeada de niños, amo sus voces, esos timbres que dan esperanza y, sobre todo, amo como ellos sostienen la mirada. Se me hace fácil conectar con ellos, puedo leerlos, soy juguetona y aniñada. Me han dado muchos abrazos muy sinceros, que creo que forman parte de mi aura actualmente. El área de música permitía cierta flexibilidad en las formas, lo cual me caía bien. Pienso que pude contagiarles a los niñes mi amor al arte, siendo una artista también en la escuela. Creo haberlo hecho bastante bien.
–En una entrevista reciente, dijiste que es difícil envejecer con gracia. ¿Cómo lo intentás vos?
–Envejecer no es saludable. Valen todos los intentos para envejecer con gracia. La música es un buen lugar para estar porque se burla un poco del tiempo. Yo paso muchos momentos en ese “lado”, con actividades del tipo laboratorio sonoro, y siento que más o menos resulta.
–¿Cómo es un día promedio en tu vida hoy?
–Ya no voy a la escuela, tengo mucho tiempo libre, me la paso viajando desde Córdoba hasta La Granja, porque resido en los dos lugares. Cuando voy a la ciudad, hago todo lo que tiene que ver con ensayos, juntadas, producciones; y cuando estoy en las Sierras, estoy más de abuela o aprovechando el silencio para componer. Otras veces, junto todo, traigo el estudio a La Granja y produzco desde las Sierras. En este momento, me encuentro avanzando con un disco que me encanta, en una coproducción con y para Pampi Torres, y que tiene unas canciones preciosas. Todo con mucho mate.
–¿Qué estás leyendo?
–No leo tanto, la verdad, ni escucho tanta música por mi propia cuenta. Ahora estoy leyendo un poco a Leonard Cohen y en la mesa de luz tengo siempre un libro de Pessoa que nunca devolveré a un amigo y que lo uso cual I Ching… Me inspira siempre y no falla.
–¿Qué estás escuchando?
–Tengo la suerte de estar rodeada de gente más joven y de mis hijas Eli y Luci, que me hacen oír cosas nuevas que me encantan.
–¿Qué es lo mejor de Córdoba?
–En el plano de la cultura, Córdoba es una usina de arte, alguien debiera valorar ese recurso humano que es inagotable… Colectivos de artistas que sostienen como ríos subyacentes algo que nunca termina de aparecer en la escena nacional, pero que siento que es verdaderamente importante por la manera ingeniosa que se encuentra de desplegar belleza en condiciones difíciles.
–¿Cómo querés vivir los próximos años?
–Me gustaría no ser reiterativa, pero la verdad es que siempre me imagino haciendo más música. Creo que desarrollaré aún más mi labor como productora artística, colaborando en proyectos de los artistas que me convoquen porque es una tarea que me encanta. Y en estos próximos meses del 2025, tengo pensado ir sacando canciones sueltas que ya compuse y que están esperando un toque final.
Perfil de Jenny Nager
Jenny Nager proviene de una familia de artistas. Su hermano, Germán Nager, es un reconocido pianista. Ella estudió Derecho en la década de 1980, pero terminó inclinándose por la música y por la docencia. Fue pareja del guitarrista Titi Rivarola, con quien tuvo dos hijas, quienes también han desarrollado una carrera artística, bajo los nombres de Eva Gou y Eli Rivarola.
La discografía de Jenny Nager incluye obras como Hay un animal en mí; Estamos; Baby, Minha cara, entre otras. Colaboró, entre otros, con Arnaldo Antunes, Carlos Piano, Juan Iñaki, Paola Bernal y Bicho Díaz.
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