La Voz del Interior @lavozcomar: Japón, hasta la próxima primavera

Japón, hasta la próxima primavera

Hora y media antes de aterrizar en el aeropuerto de Narita, en Tokio, el avión comienza a experimentar turbulencias. Siento miedo. Me hago la señal de la cruz (por costumbre, por creencia, por tradición, por cualquier cosa…).

Las turbulencias continúan más tiempo que el esperado; no son terribles, pero sí continuas. Mi hijo de 15 años me dice que me quede tranquila, que es Godzilla jugando con los aviones… Ni reírme puedo. Las turbulencias se detienen. El avión aterriza. Agradezco con un suspiro hacia la ventanilla, hacia el cielo.

La nieve de Tokio nos recibe como el preludio de un viaje que será épico por una sencilla razón: creo que es la primera y única vez que estaré aquí. No puedo estar segura de eso, porque uno nunca sabe, pero ¿cuántas veces, en una vida, se viajan 15 horas a través de Estados Unidos, Alaska, el canal de Bering y Rusia, en sentido contrario a las agujas del reloj?

Nada vuelve a repetirse, y sin embargo nos hemos sumergido tanto en nuestras rutinas que hay que ir a Japón para sentir lo fugaz del estar aquí y ahora.

Desde esta ventana en las sierras de Córdoba, tan occidental, intento volver al sabor de aquel primer bocado de sushi en la zona roja de Shinjuku o cierro los ojos y revisito Gimbocho, la calle de las librerías de usados, que no está recomendada en ninguna página de viajes a Japón (la tenía apartada en mis recuerdos de alguna lectura). Y puedo volver a ver el rostro desencajado del vendedor cuando intenté sacarme de encima todas las monedas de yenes, pero me faltaban unos centavos para completar el precio y no pudo recibir mi pago con faltante. Tampoco reciben de más. Y mucho menos, propinas. En Japón, lo justo es justo.

La nostalgia después del viaje está siendo cosa seria. Es la comida, es el orden, es la limpieza, es el respeto, es la amabilidad… Sí, lo que todo el mundo imagina cuando piensa en Japón. Pero hay algo más. Ya me lo había dicho una amiga que es tan talentosa y tan medio bruja (como todas mis amigas): “Está lleno de espíritus… es una isla, ¿adónde van a ir?”.

Como en una historia de Miyazaki, las lápidas están erguidas por todas las ciudades y en cualquier sitio. Lo más común es verlas junto a los templos, pero también pasan inadvertidas frente a una casa o pegadas a los baños públicos. Hay que viajar poco más de dos horas para toparse con el lugar más melancólico de todo Japón. Desde el costado de la sierra y hundido en una especie de hoyo profundo o en un coliseo romano de las almas, emerge el cementerio de geishas de Kioto.

Es infinito. No hay caminos para recorrerlo completo y no hay horizonte que permita establecer un límite. El mundo de los vivos parece enredarse con el de los muertos, las voces conocidas quedan atrás y el silencio pesa. Es hora de volver a la calle, al otro lado.

No había tomado conciencia de la distancia que nos separa hasta que conocí a un comerciante de nombre Taro en una barra de sushi. Él fue quien me dijo: “¿Córdoba?”, e hizo un gesto de castañuelas. “No, no… no Córdoba, España… Córdoba, Argentina… ¡South America!…”. Entonces, dibujó el mapa: “Tú, aquí” y en el otro extremo del mundo: “Yo, aquí”. No dijo nada, pero supe cuáles eran sus preguntas: ¿por qué? ¿cómo? Entonces intenté explicarle: “Because… Japan is beautiful”.

Afirmó con el gesto y los ojos emocionados, le explicó al master sushi lo que estábamos hablando y, aunque lo intenté, no pude ver su expresión porque tenía el rostro metido en la actividad delicada y precisa de rallar wasabi sobre una tabla de madera. Esa noche fue en Asakusa, el barrio más tradicional de Tokio, y al que no pude regresar porque después volvió el frío y, aunque las fechas anunciaban el ingreso inminente de la primavera, nevó.

Tesoros

“Después de la desolación que habían traído los fríos vientos, asomaba en casa el primer aroma de la primavera. (…) Ella sujetó el ramo, lo abrazó contra el pecho. Enterró su cara pálida en el color de las flores y cerró los ojos en trance”.

El cuento de Riichi Yokomitsu me conmueve hasta las lágrimas. Estamos a días de la primavera, pero no la veremos. La anuncian para el 18 de marzo; mi vuelo de regreso sale un poco antes. Lo lamento porque alcanzo a entender el fervor con que esperan el florecimiento de sus cerezos y la estación donde más se festeja en este país.

Mi compañero cree que la mejor época es esta, el invierno, la que hemos elegido. El frío nos impulsa, es cierto. Mientras el adolescente busca desesperadamente una figura de Godzilla y su padre va tras los cuchillos de Mizuno Tanrejo (todos vamos tras él a un lugar llamado Sakai, donde la vida transcurre con cadencia de pueblo), a mí me invade la nostalgia de sabernos justo a la mitad del viaje.

La aventura se termina y Japón comienza a ser un recuerdo. Me pregunto qué momentos quedarán y a cuáles tendré que renunciar cuando los años pasen y el olvido le gane a casi todo.

El onsen quedará, sin dudas. Porque es el baño público y, como dice Wim Wenders en su última película, “el baño público es el lugar donde todos somos iguales”.

No sé si las generaciones que vienen son tan fervientes defensoras de la idea de igualdad. La de mis padres lo fue; y la mía, un poco también. Una llega al onsen sin nada, la ropa queda afuera: una bata es el último eslabón que nos ata al mundo de las clases sociales, las jerarquías, los títulos y todo aquello que separa o enfrenta. Una vez que estás desnuda, el agua purifica y le indica al cuerpo que sólo debe relajarse. Está caliente y el vapor trepa hasta cubrirnos por completo. Otras mujeres me saludan con un gesto y una sonrisa; luego vendrán risas y señas en el idioma que inventamos para que no haya fronteras. Adoro el onsen y me propongo ir todas las veces que puedo al día.

Pienso que si el olvido llega a mi mente, todavía me queda el cuerpo lleno de marcas de este viaje. Podré no recordar los nombres, pero siempre sabré de esta sensación de hermandad que viví bajo las aguas cálidas de un baño público en Kioto.

El karaoke tampoco se irá tan fácil de mis recuerdos. Cuando le pregunté al adolescente si quería venir, puso como excusa que debía descansar porque, al día siguiente, tocaba ir a otra “Godzilla store” en busca de la figura específica que tanto anhelaba. La verdad es que le daba un poco de vergüenza imaginar a sus padres cantando, y le aclaré: “Es privado, un cuartito donde solo estamos nosotros”.

Negó con la cabeza, supo que era una trampa porque, la verdad, yo no quería una cabina: si iba a cantar, tenía que ser frente a un público, y bajo esa premisa encontramos un lugar en un piso alto, otra vez, en el cielo. Nos recibieron dos señores cuyos nombres no recuerdo y rápidamente nos dijeron que había que cantar. Sin una gota de alcohol, era imposible. Bebimos sake lo más rápido que pudimos para estar a la altura de las circunstancias, mientras uno de ellos tomó el micrófono y entonó una canción tristísima sobre un mafioso que pide perdón ante su madre.

Ella lo rechaza, él insiste y nuestro amigo repite: “¡Mama… mama!”, con voz arrabalera. Fue sencillo emocionarse y abrazarnos y cantar juntos en una lengua mezcla de inglés salvaje con una pizca de japonés y otra de español; algo nuevo, algo efímero, como ese momento.

Al día siguiente, en la zona de Akihabara, templo de la cultura animé y donde siempre supimos que estaba, encontramos a Godzilla. Una marea de niños con uniforme de escuela pasa al lado de mi adolescente que revisa pieza por pieza su flamante adquisición. Pienso en la criatura monstruosa que emerge del océano como consecuencia de la radiactividad que dejó la bomba y… no quiero seguir encadenando ideas. El sufrimiento de aquel entonces todavía duele en las entrañas de este y todos los pueblos del mundo, pero la vida brota y se aferra con terquedad; tanto que vuelve a ser abundante y también bella.

Faltan horas para dejar esta tierra y la nieve está volviendo. No habrá primavera para nosotros, la despedida se prolonga sobre horas frías en el tren que nos conduce al aeropuerto. Pienso en los templos y los santuarios que visitamos; algunos tienen nombre en mi memoria, otros ya no, y me pregunto si, en una de esas piruetas que da la vida, ¿no será que Japón se nos vuelva a presentar como una aventura a escasos 18.059 kilómetros de distancia? Que así sea.

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