Inteligencia artificial: shakespearianos e ingenieros
La palabra “robot” fue acuñada en la obra teatral R.U.R, publicada en 1920 por el escritor checo Karel Capek. Se trata de la historia de una megaempresa, Robots Universales Rossum, que logró fama mundial al fabricar trabajadores artificiales, los “roboti”, que eran exportados a todo el mundo desde la isla en donde la fábrica tenía sus instalaciones.
Su fundador, el viejo Rosum, era un científico que había descubierto la manera de organizar la materia de manera de crear vida, y se propuso crear seres artificiales: “Hacer todo como en el cuerpo humano, hasta la última glándula”. Sin embargo, el proceso era lento y no siempre salía bien.
Luego de su muerte, tomó las riendas de la compañía el joven Rossum, su sobrino, que no era científico, sino ingeniero. Su primera impresión fue la siguiente: “¡Esto no tiene sentido! 10 años para fabricar un hombre. Si no lo puedes producir más rápido que la naturaleza, no sirve para nada”. El joven llevó la empresa a otro nivel de productividad, pues “el anciano era un académico, no tenía ni idea de producción industrial”. Pero el joven Rossum, que sí la tenía, se puso a estudiar anatomía humana y vio enseguida que era demasiado complicada. Un buen ingeniero podía simplificarla, así que “comenzó a rediseñar la anatomía, para ver qué se podía omitir”.
El principio antropológico que lo guiaba era: “Un ser humano es algo que, digamos, siente alegría, toca el violín, quiere salir a pasear y, en general, necesita hacer un montón de cosas realmente innecesarias”. Al menos innecesarias “cuando uno tiene que tejer o fabricar cosas”. El joven Rossum inventó el trabajador con menor número de necesidades. “Finalmente, se deshizo del hombre y creó el robot”.
Los recientes avances en materia de inteligencia artificial parecen haber mostrado que las disputas entre el viejo y el joven Rossum, entre el afán recreador de la ciencia y el rediseño eficaz de la ingeniería, gozan de buena salud. En su libro El mito de la Inteligencia Artificial, Erik Larson distingue dos corrientes en las que agrupa a los académicos y a los desarrolladores de la IA contemporáneos.
Por un lado, los que podríamos llamar “shakesperianos”, cuya principal figura es Raymond Kurzweil, un informático y escritor estadounidense que tuvo un paso como director de Ingeniería en Google. Kurzweil sería el equivalente al viejo Rossum, pues asegura que la IA superará el test de Turing en el año 2029, demostrando tener una mente (inteligencia, consciencia de sí mismo, riqueza emocional…) indistinguible de un ser humano.
La alusión a Shakespeare proviene de que este tipo de planteos no solo estimulan la especulación filosófica, sino también la creación de dramas al estilo clásico, que pueden verse en películas como Her (2013), en la que un hombre se enamora de la IA de su computadora, o Ex Machina (2014), un culebrón de amor, sexo y muerte entre humanos y robots con IA.
Por otro lado, en contraposición, se encuentran las miradas más ingenieriles, que se asemejan al joven Rossum, y cuyo principal referente puede ser Stuart Russell, un informático y profesor de cirugía neurológica, conocido por sus contribuciones a la inteligencia artificial.
Para esta corriente, lo importante de la IA no es que se parezca a los seres humanos, sino que puedan cumplir las tareas que los humanos le encomienden, de manera mucho más eficiente que ellos. Desde esta perspectiva, el futuro de la IA es la “IA orientada a objetivos” y sus defensores no parecen estar muy interesados en los dramas shakesperianos, del mismo modo que el joven Rossum desdeñaba el hecho de que un robot pudiera sentir alegría o tocar el violín.
Sin embargo, el hecho de que las IA carezca de pasiones no evitaría que en algún momento pudieran llevarnos a alguna catástrofe por motivos absolutamente racionales. El caso paradigmático es ilustrado en la película 2001: Odisea del espacio, en la que una IA, llamada “HAL 9000″, llega a la conclusión de que para llevar la nave espacial a destino, es necesario suprimir a los humanos a bordo, los cuales, paradójicamente, le habían asignado el objetivo.
Es que el peligro no siempre se origina en las pasiones, la lógica más desapasionada también puede volverse contra nosotros. Probablemente, eso haya querido decir el investigador Eliezer Yudkowsky cuando afirmó: “La IA no te odia, tampoco te ama, pero es que estás hecho de átomos de carbono que ella podría usar para otra cosa”.
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