Hacia una república sin corrupción
La naturaleza humana proporciona una serie de características que trataré de analizar y ofrecer como modelo para entender algunas cuestiones relacionadas con el caos político que vivimos.
El ser humano es, por inclinación natural, sociable, autointeresado, egoísta, con algunas manifestaciones altruistas para alimentar su egoísmo.
Otra nota saliente son sus códigos morales. Es decir, cada uno de nosotros reúne una serie de pautas de comportamiento que proyecta en las acciones cotidianas. Ello depende de la formación, los condicionamientos de vida y los prejuicios.
Ciertas incoherencias y actitudes cambiantes también son rasgos humanos, como la tendencia a considerar como verdad la percepción subjetiva de la realidad.
Para la convivencia pacífica, existe una especie de contrato social implícito. En el imaginario colectivo, están todas esas convenciones sociales en las que fuimos educados desde el nacimiento. En otros términos, no existe un fundamento sólido válido para las democracias republicanas como una verdad objetiva verificable.
Las instituciones son tan frágiles que pueden ser destrozadas; tal es el caso de los dictadores de Venezuela, Cuba o Nicaragua; roban, matan y dirigen el narcotráfico sin más argumento que la fuerza de las armas.
En nuestro país, los actuales gobernantes han destruido y siguen destruyendo las instituciones hasta límites inimaginables. Intentaron asaltar el poder como en Venezuela, pero las condiciones políticas les pusieron un freno relativo; además, no cuentan con el apoyo de fuerzas armadas para matar y encarcelar arbitrariamente. Sin embargo, es evidente que practican una política de destrucción de controles y –con el apoyo de los narcotraficantes– transitan andariveles de puro autoritarismo, entregando hasta nuestra soberanía en sectores estratégicos del territorio nacional.
Frente a este cuadro político, con centenares de decisiones deplorables que llevaron a la pobreza, la degradación monetaria, el ascenso del poder de los narcotraficantes, la corrupción salvaje de quienes dicen gobernar, el deterioro del servicio de salud y la destrucción intencional del sistema educativo, resulta urgente una transformación total de la organización de los poderes públicos.
Mediante un ejemplo, intentaré difundir la idea central del modelo correcto para la transformación positiva de la estructura de los poderes políticos en nuestro país.
Elijo para ello las reglas del fútbol y presento dos categorías: las estáticas y las dinámicas. Las primeras son las relativas a los límites numéricos y la duración del partido, las medidas del campo de juego y de los arcos, la cantidad de jugadores, las permisiones y prohibiciones durante el juego, etcétera. Las categorías dinámicas refieren a los árbitros y a sus funciones durante la contienda. Se delega en los jueces deportivos –ahora con ayuda del VAR– la evaluación y la decisión de la corrección sobre goles, faltas, conductas antideportivas y otros imponderables.
Observamos que las acciones relacionadas con la categoría dinámica son el resultado de interpretaciones instantáneas del reglamento del fútbol, y es allí donde empiezan los desacuerdos que a veces terminan en actos de violencia.
La Constitución de 1994
La organización de los poderes públicos es sencillamente de terror. Los señores constituyentes, autointeresados egoístas, aseguraron la posesión definitiva del gobierno, privilegiando al sector político y garantizando la perpetuidad de quienes dicen representarnos.
Los intereses ciudadanos sólo quedaron reflejados en la primera parte de la Constitución, redactados en un lenguaje ambiguo, para justificar cualquier lectura a favor de la corporación gubernamental.
Como primera reflexión, registramos que los comportamientos de los jugadores de fútbol y las autoridades del juego responden a las reglas de conducta establecidas en los estatutos fundacionales. Es decir, si se cambian las normativas, las acciones de los protagonistas se ajustan a las nuevas permisiones y prohibiciones.
No debe sorprendernos, entonces, que una nueva Constitución, que modifique la organización de los poderes públicos y democratice algunos sectores privados, pueda generar inmediatos beneficios para quienes habitamos el suelo argentino.
Las categorías estáticas de la Constitución deben seguir algunas premisas: establecer que las autoridades electivas sólo pueden desempeñarse una sola vez en la vida en el cargo en el que resultaron elegidas. Prohibir toda posibilidad de reelección en los poderes públicos (empresas del Estado, universidades, obras sociales, entidades autárquicas, etcétera). Impedimento que debe hacerse extensivo a los gremios y sindicatos. No cabe analizar los detalles; eso queda para la letra chica, con el fin de cerrar los caminos a las trampas. Descartar en forma total, y sin excepciones, los decretos de necesidad y urgencia.
Anular los requisitos corporativos partidarios prescriptos y recortar las potestades del presidente de la Nación. Consideramos como normativa dinámica aquella que está dirigida a las acciones de gobierno para controlar el orden y garantizar el servicio de Justicia, y esta sólo es posible con una auténtica independencia de las funciones legislativas, ejecutivas y judiciales.
Es ilusorio pensar los cambios deseados con los actuales personajes del sector político. Hay que hacer germinar la semilla de un gobierno al servicio del pueblo en todos los niveles educativos, mostrando las infamias de las reelecciones por la esencia de la naturaleza humana.
Es necesario el apoyo de los medios de comunicación y, en especial, las convicciones de un grupo de ciudadanos que den nacimiento a un partido político con la prohibición de reelección como idea fuerza, para prescindir de los políticos corruptos.
* Doctor en Derecho
https://www.lavoz.com.ar/opinion/hacia-una-republica-sin-corrupcion/
Compartilo en Twitter
Compartilo en WhatsApp
Leer en https://www.lavoz.com.ar/opinion/hacia-una-republica-sin-corrupcion/