Hablar para no enfermar
La especie humana se diferencia de otras por ciertas capacidades específicas: el habla, la bipedestación, la longevidad, el raciocinio y las relaciones sociales.
Para hablar, fueron necesarios cambios anatómicos de la laringe; así, 50 mil años atrás nacieron los primeros sonidos con significado. Luego aparecieron patrones de lenguaje y los humanos fuimos más humanos.
En la infancia, los balbuceos aparecen temprano, y alrededor del año de edad –unos antes, otros después– todos desarrollan una lengua particular, mezcla de palabras inventadas y palabras comprensibles. Cada quien según los estímulos recibidos.
Es sencillo descubrir que la salud integral de niños y niñas depende en parte del habla. No sólo de la capacidad para pronunciar frases, sino de expresar lo que sienten.
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La tensión congelaba el aire. Fabri había llegado al consultorio con cara de llanto de más de un día.
Sus padres, en silencio y a cada lado, sólo esperaban.
“¿Qué pasa, Fabri?”, pregunté fingiendo, ya que conocía de una probable separación conyugal.
Fabrizio, cabeza gacha y manos enlazadas entre las rodillas, no respondió; sólo movió su cabeza como intentando ahuyentar la respuesta.
“Te veo triste”.
Sin levantar la vista –algo inusual en este niño de 10 años entrenado en mirar a los ojos–, gruñó: “Estoy jodido”.
La madre apretó un puño; el padre, los labios.
“Necesito que me digas algo… para ayudarte…”.
Dudó. Luego de algunos segundos, y siempre mirando al suelo, soltó: “Estoy muy jodido”.
Intenté ocultar mi sonrisa.
Con frecuencia veo pacientes con dificultad para manifestar sus sentimientos. Chicos o chicas que viven una tristeza o preocupación, una inquietud e incluso alguna alegría, pero no logran poner en palabras sentimientos que los conmueven.
Contenidas en rincones anímicos difíciles de localizar, esas emociones llegan a enfermarlos. Ellos no advierten que no logran expresarse, sino que terminan dudando sobre su capacidad de sentir.
Durante esas épocas turbulentas de la adolescencia, saber comunicar con claridad es una rareza, lo que obliga a interlocutores a buscar alternativas de comunicación.
“Fabri, contame”, volví a pedir, percibiendo la impaciencia de sus padres.
Siguió un momento que pareció eterno, hasta que Fabrizio levantó la cabeza y me miró.
Los ojos seguían hinchados y la angustia era evidente, pero su cara se había iluminado. Parecía sonreír por dentro; haber encontrado una manera de comunicar.
“¿Puedo mandarte un mensaje?”, dijo, mostrando su teléfono.
“Por supuesto”.
Sus pulgares teclearon a la velocidad asombrosa, propia de una edad en la que el cristal líquido define las relaciones humanas.
Mientras escribía sin mirar la pantalla, iba descubriendo un alivio nuevo.
Sonó mi teléfono, leí el mensaje. Era lo que yo pensaba, pero explicado de una manera preciosa.
“Gracias”, dije enseguida. “Sería bueno que pudieras leerlo en voz alta”, dije, suavizando el tono de la voz para tentarlo.
Miró a sus padres como pidiendo algún tipo de permiso, o de disculpa, y leyó:
“Estoy triste y un poco enojado porque creo que mis papás ya no se quieren”.
Y se quebró. Y hablar logró su mágico objetivo. Y todos aprendimos algo.
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Cuando la situación amerita, propongo a ciertos pacientes usar mensajes de texto para decir lo que no les sale. Lo magnífico es que siempre les sale algo.
Es verdad: la tecnología –su abuso– causa algunos perjuicios. Pero también ofrece a las nuevas generaciones caminos para expresarse desde una misteriosa intimidad.
Todo ayuda para que no enfermen.
* Médico
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