“Gracias, Antonio” y la cocina de tangos
Así como la cocina era el corazón del hogar y bastión de mi mamá, el living comedor era el epicentro de la casa y donde mi papá se sentía a sus anchas. Siempre estaba acompañado por sus “grandes amores”, como llamaba a Gigliola Cinquetti y Eydie Gormé, y por sus amigos íntimos, Carlitos y Frank, que no necesitaban apellido de presentación y de quienes se vanagloriaba de tener todos sus discos.
Un domingo por la tarde, inspirado por una nueva goleada de River, mi papá trató de componer un tango para homenajear a Vivaldi en la introducción de “Las cuatro estaciones”, el libro de recetas de mi mamá. No pudo, porque para escribir tangos necesitaba cierta decepción o sufrimiento. Le salieron, en cambio, unas pareadas a las que tituló “Gracias, Antonio”.
Cuatro estaciones palpitan en mi pecho
Recetas y violines deambulan sin techo
Manjares y sinfonías con igual destino
Dios, gracias por enseñarnos el camino
De floral primavera a invierno pelado
Otoño mostaza, verano aterciopelado
Ritmos y acopios serán para mi amado
Gracias, Antonio, por haberme inspirado
–¡Es demasiado, Livio! Me da vergüenza. Comparás mis comidas con las sinfonías –le dijo, incómoda.
–La poesía empareja las cosas, Tota. Acordate que “lo mismo un burro que un gran profesor” –le contestó, riéndose–. No te comparo; el punto es que al final, y salvando distancias, los dos hacen lo mismo.
–No entiendo.
–Los dos crean. Y cuando creás algo, cobra vida propia, así sean poesías o recetas.
–¡Qué lindo! –dijo mi mamá, poco convencida.
–¿Lo vas a usar?
–¡Por supuesto! No te olvides de los tangos para cada capítulo.
–Pará la mano, che. Esto no es hacer albóndigas.
Además del living comedor y la cocina, la casa estaba compuesta por dos dormitorios, un baño y un saloncito multiuso, que pusieron en alquiler en varias temporadas con el fin de engordar los ahorros para comprar la esquina. Había servido como depósito de la distribuidora de Leche Prima, hogar del Elso y la Quiqui Boasso, verdulería del Luisito Delgado y sala de velorio para cuando a la Dora, su esposa y nuestra niñera, le faltaron ahorros para el sepelio de su papá.
Los muebles sabían a art decó. En el comedor, había un aparador blanco de puertitas rosadas y una mesa cajonera donde se guardaban chucherías, camuflada bajo un mantel de hule celeste con diseño de frutas. Estaba rodeada por seis sillas de colores, en par, rojas, azules y verdes. Al costado, en el living, dos silloncitos de cuerina gris abrazaban un Phillips, uno de los primeros televisores en la ciudad, al que mi mamá culpaba por habernos “robado la felicidad”.
De espalda a los silloncitos, se erigía el enorme ventanal con una cortina de dibujos arabescos parecidos a los de las Fabulandia. Absorbía todos los colores del patio con unos tonos pasteles que mi hermano atrapaba en lienzos y papeles. Gerardo pintaba en el comedor y en su estudio en el dormitorio, desde donde llenaba de vida sus naturalezas muertas.
En las noches que la brisa no entraba, salíamos a buscarla a la vereda debajo de las estrellas. Convertíamos en telescopio un agujerito en el medio del puño y pasábamos horas buscando meteoritos, satélites y observando como Venus, la Cruz del Sur y las Tres Marías patinaban por el cielo. “Tengo fe que veremos un plato volador”, prometió mi papá una noche, entusiasmado por las historias de marcianos que Fabio Zerpa narraba por radio en “Más allá de la cuarta dimensión”.
Además de observatorio familiar, la vereda también servía de estación meteorológica. Mi papá pronosticaba tiempo seco si la Luna vestía anillos y chubascos del sur si los chirridos de los grillos se volvían insoportables.
Rendidos y asombrados ante tanta inmensidad, mi mamá aprovechaba para meter la púa con sus lecciones de fe.
–Viejo. ¿Creés que hay algo allá arriba?
–Zerpa dice que… –respondió mi papá, sin poder terminar la frase.
–No hablo de platos voladores ni boludeces, Livio. Te pregunto si creés en Dios. ¡Todo es tan grande que no entiendo por qué no te da cosa!
–¡Qué decís! Claro que me da cosa. Creo en Dios o en una energía superior que creó todo. Pero es muy distinto a creer que después de morir nos vamos al Cielo, si es que por ahí va tu pregunta.
–¡No te puedo creer! ¡Cómo no creés en nada!
–A ver. Explicame. Si te acostás a dormir, perdés el conocimiento, te desenchufás; es como que te morís, ¿verdad? Bueno, hacé de cuenta que la muerte es eso. Te dormís para siempre y no sentís nada.
–¡Ni vos entendés la estupidez que decís! Cómo vas a creer que Dios hizo todo esto, nos creó inteligentes y nos va a dejar tirados.
–A ver. Demostrámelo. ¿Acaso viste alguna vez a un muerto caminando? ¿Alguien vino del más allá y te dijo cómo es? Te morís y… chau pichu, todo desaparece. No somos nada.
–No te puedo creer. No crees en el cielo y crees en los marcianos, ¡hacéme el favor! Nuestras almas van al Cielo. Es así y punto.
–No te confundas. Eso del Cielo y el Infierno es un invento de los curas para que nos portemos bien, nada más. No hay nada después. Cero.
–¡Por favor! –chilló mi mamá.
–¡Por favor las pelotas! –respondió enérgico mi papá, como siempre lo hacía cada vez que lo acusaban de hereje por renegar del Cielo o del Purgatorio.
Mi mamá largó un suspiro de resignación y pensó que esa noche redoblaría sus rezos para que Dios le regalara más fe a mi papá. El suspiro de mi papá fue más terrenal. Quiso quedarse un rato más debajo de las estrellas, porque le producía tanto placer como el chisporroteo que producía la lluvia sobre las chapas del techo y el sonido arrullador del ventilador de pie en siestas pegajosas.
–No te olvides lo que prometiste –le recordó mi mamá con tono seco y sin mirarlo, cuando entraron al dormitorio.
–¡¿Qué te pasa?! ¿De qué hablás?
–Nada. No me pasa nada. Me prometiste unos tangos para los capítulos.
–¡No jodas! Parecés Roberto Matosas como presionás. Escribir no es como boludear en la cocina.
–Sí, claro. ¡¿Por qué no cocinás vos?!
–¡No jodas!
Esa noche, mi mamá se acostó disgustada y no rezó por él; quiso castigarlo. Mi papá no pudo pegar un ojo. No porque pensara en resolver el tema de la vida después de la muerte como hubiese querido mi mamá, sino porque no quería estar enojado y que se le arruinara el fin de semana. Ese sábado se levantó dos horas antes del amanecer, dispuesto a arreglar el problema. Calentó la pava y se sentó en la mesa del comedor, lapicera en mano.
Cuatro minutos antes de las 6 de la madrugada, cuando creyó que había terminado su trabajo de mecánico del fin de semana, entró en el dormitorio en son de paz y con oficio de reloj despertador.
–Despertate. Escuchá –zarandeó a mi mamá, extendiéndole un mate.
–¡¿Qué?! –reaccionó ella, con los ojos pegados y malhumorada.
–Tengo el subtítulo y las estrofas.
–¡Cómo! Anoche me sacaste carpiendo.
–¿Querés escuchar o no?
-Soy toda oídos –reculó mi mamá.
–Al título le saqué el artículo, para que no parezca copiado del longplay de Vivaldi. Y este es el subtítulo, aquí va, ta ta ta tan…
–Dejá el suspenso para otro día –apuró mi mamá, más despabilada.
– “Sal y azúcar para cada día del año”.
Mi mamá lo miró como preguntándole “¿eso es todo?” Tanto alboroto por algo tan insulso, pensó. Sintió ganas de vengarse, como la vez que mi papá le tiró el título por la borda en ese mismo dormitorio. Se mordió la lengua para evitar que se prolongara el berrinche de la noche anterior. Prefirió ser prudente.
–No entiendo.
–¿Todavía estás dormida o qué? –le tomó el pelo mi papá–. Usé sal y azúcar para evitar que digas recetas en la tapa, porque es obvio: es un libro de cocina. También para que sigas homenajeando a tu mamá con aquello de salado y dulzón, bla bla blá, y el resto es en alusión a tu papá. Alcanzar las cosas paso a paso, ¿te suena?
–Mmmm… más o menos.
–Siempre decís que la Hans y muchas mujeres odian pensar en cocinar. Bueno, vos les das la respuesta, una receta para cada día del año.
–¡Ni loca! No voy a escribir 365 recetas.
–Es sentido figurado, salame. Tenés que encontrar una fórmula. De repente hacés 30 recetas por capítulo y explicás que las deben repetir los otros dos meses de cada estación.
–No es mala idea –dijo mi mamá, y leyó en voz alta–. “Cuatro estaciones: sal y azúcar para cada día del año”. Vos sabés que me gusta… Aún más: me reencanta. ¡Me saliste inteligente, carajo!
A sabiendas de que a mi mamá rara vez se le escapaban cumpleaños, aniversarios o promesas, mi papá se preparó para lo que vendría.
–¿Y los tangos?
–¡Qué hacés, Matosas! Sabía que vendrías con los tapones de punta. Aquí van.
–¿En serio? ¿Ya los tenés?
–Escribí unas milongas para primavera-verano y unos tangos para otoño-invierno. Después las terminaré. ¡Escuchá! Esta es la primera estrofa para primavera y se llama “Libretita azul”.
Libretita azul, rebosante de poesía
Versos y cantos para el alma mía
Ansío hallar en ti recetas de amor
Tal bella primavera abrir una flor
–¿Te gustó?
Mi mamá lo miró embelesada y se le escaparon dos chorros de lágrimas, como si hubiera cortado un millón de cebollas. Mi papá se envalentonó con la aprobación implícita. Impostó la voz al estilo Tita Merello en “Se dice de mí” y cantó con la misma candencia de la Merello los primeros versos de una milonga corta y sustanciosa, “Sal y azúcar”, que destinó al capítulo del verano.
Carita celestial
De azúcar y sal
Escríbeme poesías
Aquí en el umbral
Estrellas de verano
Titilan en mi mano
Recitame poemas
Cantalos en piano
Pizcas en el infinito
Terroncito del cielo
Ambas son chispas
Prenden mi deseo
Mi mamá se derritió sobre las sábanas. Sin poder hablar, le hizo señas para que leyera más lento. Quería paladear cada verso. Él parecía como que estaba tirando fuegos artificiales y se exaltaba más y más tras cada explosión, tras cada rima. Cuando se le destrabó la garganta, mi mamá intentó crear una pausa.
–¿Cuándo escribiste todo esto?
–Esta mañana. Mejor dicho, hace semanas que vengo cocinando a fuego lento, pero esta mañana les pegué un sacudón. Primero trabajé los tangos, porque estaba con algo de bronca. Y cuando me salieron y me puse contento, enseguidita seguí con las milongas.
–Siempre te inspirás como Discépolo en esa mesa. ¡Es tu cocina de tangos!
Eufórico por la definición, que le sonó a un gol de media cancha, mi papá encaró de nuevo.
–¿Lista?, aquí va un tango para abrir el capítulo del otoño. Se llama “Aroma en fuga”, en honor al reclamo de la Hans, a la que casi le destrozás el matrimonio con tus olores de cocina –dijo, echándose a reír.
–Dale. Léelo lento, por favor.
Mi papá aspiró, frunció la ceña y se entonó para cantar hablando como el Polaco Goyeneche.
Rejas abiertas
Aroma en fuga
Visitaste barrios
Enamoraste amos
Inspiraste otoños
Regresa a tu arrabal
Ventana de par en par
Te lo ordeno
Perfume perdido
Soy tu único destino
Siempre seré tu nido
Mi amor, amor mío
Mi mamá enloqueció. También se exaltó y volcó el mate sobre la cama. Sintió fuegos artificiales en todo el cuerpo y se dejó llevar. No trató ni quiso detener a mi papá; además, era imposible. Mi papá notó el gesto de aprobación y siguió a todo trapo, sin puntos ni comas.
–Aquí va la primera estrofa del tango que habla de vos y tus secretos de la cocina, como dicen los clientes. Se llama “El toque de la Tota” y es para el capítulo del invierno –y casi sin terminar la frase, por la euforia, alcanzó a tragar una bocanada que le permitió zambullirse de nuevo en la lectura.
Mano prodigiosa de mil secretos
Revela tus toques más concretos
Regálame recetas y toda la magia
Codicia el invierno tu bella gracia
A esta altura, mi mamá parecía las Cataratas del Iguazú y no sabía si eran sus lágrimas o el mate lo que había empapado el colchón. Mi papá era un río caudaloso e iba por más; se quería sacar todo de adentro y ganarse un sábado glorioso. Pensó que si el domingo acertaba la polla con sus pálpitos, sería un fin de semana de campeón, como en 1957.
–¡No tengo palabras Livio!
–Esperá que ahora te dejaré muda para siempre –fanfarroneó–. Para el quinto capítulo, o para el epílogo, te escribí el postre, una milonga arrabalera como para poner la frutilla sobre la torta. Y como es el postre, la llamé “Dulce espera”. Acá va la primera estrofa. Más tarde te la termino.
Te espero entre ollas y sartenes
Como a golondrinas en andenes
No son platillos para cualquiera
Solo serán para tu dulce espera
Mi mamá quedó con la cabeza dando vueltas pensando que no le sería fácil igualar con sus recetas tanta hermosura. Se apreció gratificada, pero al mismo tiempo se sintió chiquitita e insignificante como cuando miraba las estrellas. De nuevo le pidió a mi papá que calentara la pava y que trajera pastelitos de membrillo. Quería desayunar en la cama; se sentía tan diva como la Merello. Aprovechó a releer los versos y los posó sobre su pecho para sentirlos más cerca. Sintió ganas de comer el papel. Ya despuntaba el sábado. Deseó que el momento se congelara en el tiempo.
Días después, mientras todavía caminaba sobre las nubes extasiada por tanta poesía, y creyendo que ya tenía todos los ingredientes para cocinar el libro, un fuerte cortocircuito la sacudió. Estaba detrás del mostrador del bar lavando copas como un día cualquiera cuando el Zorrino entró apresurado y sin mediar saludo le dio una noticia seca: “Murió el Manya”.
Mi mamá sintió como si le hubieran metido una mano en las tripas y tirado de golpe hacia afuera. La invadió un vaho rancio, pegó tres arcadas y se agarró del mostrador para no caerse. Estaba esperando que en cualquier momento le anunciaran el desenlace, pero nunca imaginó que le pegaría tan fuerte. Pidió a todos los clientes que se fueran. Sobre la puerta, pegó un cartelito con letra temblorosa: “Cerrado por duelo”.
El bar permaneció cerrado esa tarde y al día siguiente. Sintió que era lo menos que podía hacer para honrar a su querido mandadero. Pensó que su duelo sería prolongado. Vestiría de negro un par de días y no se permitiría alegrías por largo rato, ni mucho menos escribir recetas o pensar en el libro.
Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “Los pies azules y el rincón del Manya”.
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