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Filosofía: Mano a mano

Aristóteles sostenía que la mano es el instrumento de los instrumentos, una preciosa herramienta que la naturaleza ha otorgado al humano para tomar aquello que no se le ofrece y modificar lo que no es como le conviene. El dedo opuesto la diferencia de una aleta, así como de una pezuña. Pero no es la única peculiaridad: la facultad de manipular trae consigo la angustia por lo que no se puede transformar y la ambición por lo que está fuera de alcance.

Siglos después, en esa magnífica obra que es el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Rousseau (1712-1778) imaginó al ser humano en “estado de naturaleza”, es decir, a un humano originario, que no había caído aún en el río de la historia, ni había sido moldeado por la vida social y cultural.

Lejos del primate encorvado que arrastra los nudillos por el piso, como los nacidos después de Darwin solemos imaginar a nuestros antiguos ancestros, Rousseau escribió: “lo supongo conformado desde siempre tal como lo veo hoy, caminando con dos pies, sirviéndose de sus manos como lo hacemos nosotros”.

La escena, sin dudas influida por el imaginario religioso, se componía de un erguido y elegante humano que caminaba entre los demás seres vivientes, pero sin diferenciarse de ellos, en perfecta armonía con animales, con la vegetación, y también con el territorio. Este ser original no tenía necesidad alguna. La tierra le prodigaba alimentos y agua, y ni siquiera la muerte le provocaba angustia.

Al igual que los animales, imagina Rousseau, simplemente “dejaban de existir sin que uno se diera cuenta y casi sin darse cuenta ellos mismos”. Vivir tampoco suponía ningún sobresalto. “Lo veo –nos dice el autor– refrescándose en el primer arroyo, hallando su lecho bajo el mismo árbol que le ha proporcionado el alimento; y con ello, satisfechas sus necesidades”.

Pero, entonces, ¿en qué sentido se “servía de sus manos”? ¿Lo hacía “como lo hacemos nosotros”? El filósofo francés Barnard Stiegler (1952-2020) ha señalado esa contradicción. El humano originario de Rousseau lo tiene todo, y por lo tanto “esa mano que ‘tiene todo a mano’ no es una mano”. No manipula el mundo, ni lo convierte, ni desea alcanzarlo. Tampoco se lamenta por no poder hacerlo. Esa mano “no añade nada a la naturaleza de este ser” y, por lo tanto, no puede diferenciarlo del resto de los vivientes. La mano es humana porque presiente y desea lo que está fuera de su alcance. Sin ese afán, no se diferencia de una aleta ni de una pezuña.

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