Federico Sartori, historiador: En la Inquisición, los cordobeses no quemamos brujas
–¿Cuántas brujas quemamos los cordobeses?
–En Córdoba, ninguna. Porque las causas de la Inquisición eran juzgadas en Lima, capital del Virreinato del Perú. Aunque sí se iniciaron acá, durante el primer siglo de existencia de la ciudad, más de un centenar de causas contra mujeres y hombres acusados de los más diversos delitos, como “solicitación”, brujería, blasfemia, sodomía y adivinación. Y el delito más perseguido, por lejos, fue la supuesta falsa conversión de los llamados “cripto-judíos”.
–Entonces… ¡para qué tuvimos Inquisición si no quemamos a nadie!
–En Córdoba, al igual que en el resto de las ciudades y los puertos de todo el virreinato, trabajaban funcionarios inquisitoriales que hacían cumplir las órdenes emanadas del tribunal limeño. Eran, al decir del famoso inquisidor Serván de Cerezuela, “los brazos del Santo Oficio”. Una vez tomados presos en Córdoba, los reos nunca volvían, más allá de si sobrevivían al proceso.
–¿Cómo arribaste a esta temática que desarrollás en tu libro “Al sur de las hogueras”?
–Mi interés sobre la Inquisición española en América comenzó en mis estudios de grado, que terminé con una investigación sobre un desconocido mercader portugués radicado en Córdoba durante el siglo XVII, acusado de judaizante, y muerto bajo tortura en las cárceles secretas de la capital virreinal. Lo extraordinario de su historia fue el hilo conductor que me llevó, en mis estudios de doctorado, a desentrañar todo el funcionamiento de la comisaría inquisitorial cordobesa, desde fines del siglo XVI hasta la coyuntura dinástica española de 1699. Algo casi desconocido hasta el momento.
–¿Te inspiraron algunas novelas históricas?
–La literatura siempre viene al auxilio de la Historia. Para la temática de la Inquisición, fue una revelación el libro La gesta del marrano, de Marcos Aguinis, cuyo personaje ficcionado había nacido en Córdoba. Lo mismo me sucedió con El jardín de los venenos, maravilloso retrato de Cristina Bajo sobre la sociedad cordobesa de fines del siglo XVII, donde aparecen también algunos conversos.
–Consultaste archivos históricos de siete países de América y de Europa y… ¿te convertiste en traductor de castellano antiguo? Quizá sos el único en Córdoba.
–En los siglos XVI y XVII la caligrafía usada en gran parte de Hispanoamérica no era la actual, hija de una que comenzó a utilizarse en el siglo XVIII con la llamada “bastardilla italiana”, sino que se utilizaba una letra de origen medieval, carolingio, conocida como “procesal encadenada”. Como todo americanista, para poder leer los miles de documentos que consulté en archivos de ambos lados del Atlántico, tuve que aprender primero paleografía, una especialidad que todavía se enseña en la Escuela de Historia de la UNC.
–Decime una frase en castellano antiguo.
–Hablaban muy parecido a nosotros, salvo por el uso del voseo verbal y otras formas antiguas del habla que se fueron transformando en las distintas regiones de América. De los documentos que trabajé, hay una frase de aquel mercader portugués que siempre me intrigó y dice: “Que este susto no me cogerá de susto”. Y al final sí lo hizo, porque fue finalmente apresado.
–La ciudad de Córdoba se funda en 1573, apenas tres años después de la instalación del tribunal inquisitorial en Lima. ¿Cuándo llega acá el primer comisario de la Inquisición?
–Curiosamente, los primeros inquisidores fueron jesuitas, que usaban la Inquisición como un instrumento para perseguir a sus enemigos portugueses en la región del actual noreste argentino. Pero a partir de 1616, la Inquisición nombra a su primer comisario en Córdoba, que tendrá una sucesión ininterrumpida del cargo hasta la abolición del Santo Oficio en nuestro territorio, con la Asamblea de 1813. Aquel primer comisario inquisitorial de Córdoba se llamaba Antonio Rosillo y era peninsular; después de él, todos los demás, durante un siglo y medio, serán nacidos en Córdoba.
–¿Cuál era la función de estos inquisidores?
–Los comisarios y sus funcionarios delegados tenían como función principal hacer cumplir las órdenes emanadas del Tribunal limeño, a la vez que recabar información sobre posibles herejías entre los habitantes de su jurisdicción.
–¿Siempre los comisarios de la Inquisición eran sacerdotes?
–Los comisarios, siempre. Aunque, en rigor, debían pertenecer al clero secular, durante las primeras décadas ocuparon el cargo frailes y clérigos de órdenes religiosas. Luego, el resto de los funcionarios que integraban la comisaría eran laicos. Entre ellos, el alguacil del Santo Oficio, el notario y, quizás el más temible de todos: el familiar. Oscuro perfil de hombres que se dedicaban a indagar en la vida privada de los vecinos para descubrir faltas o herejías para denunciar.
–Además, debían ser de “buena familia”.
–Sin excepción, todos ellos debían presentar, al momento de sus respectivas candidaturas, las famosas “probanzas de sangre”, especie de certificado genealógico con el que se probaba su ausencia de mestizaje con “indios, negros, moros o judíos”. Y, sin excepción, todos pertenecían a las familias más poderosas de la ciudad.
–¿Cómo se integraban a la vida social de la ciudad estos personajes que decidían sobre la vida y el patrimonio de los demás?
–Los cargos en la comisaría del Santo Oficio daban estatus social y ciertamente los funcionarios podían enriquecerse rápidamente con los bienes incautados. Del mismo modo, utilizaban estos nombramientos para traficar influencias, participar del comercio regional y transatlántico y, por supuesto, también para perseguir enemigos.
–Me llamó la atención ver que estos torquemadas locales eran jóvenes veinteañeros.
–Sí, aunque es cierto que en estas sociedades preindustriales la esperanza de vida era mucho más baja que la actual, también sucede que la Inquisición buscaba para comisarios hombres formados en alguna universidad y, consecuentemente, los candidatos que se postulaban por lo general recién comenzaban sus carreras profesionales, y la ambición personal parece haber sido la principal causa de su postulación.
–Son llamativos, vistos desde hoy, los delitos más comunes que perseguía la Inquisición en Córdoba: bigamia, herejía, judaísmo, luteranismo, blasfemia…
–La Inquisición estableció, en su corpus legal, una especie de fusión entre pecado y delito. Es decir que los pecados más graves eran precisamente los de herejía, esto es, todo aquello que no se ajustara a la ortodoxia católica. Es importante aclarar que, en América, la Inquisición no tuvo jurisdicción sobre las poblaciones originarias, perseguidas en sus credos por otras instituciones del Imperio, ni tampoco, en principio, sobre los africanos esclavizados en el territorio.
–Uno de los delitos más comunes era la solicitación. ¿Qué era eso?
–La solicitación es básicamente lo que hoy llamamos “acoso” y, en algunos casos, “abuso sexual”, perpetrado por un sacerdote contra una o varias mujeres durante la confesión.
–Entre un sacerdote y una mujer india que lo denunciaba, ¿era fácil prever hacia dónde se inclinaría la balanza?
–Sí, y no sólo contra indias, también hubo denuncias de criollas y españolas. Y la balanza se inclinó casi siempre a favor de los acusados, quienes en el peor de los casos fueron sólo trasladados de jurisdicción.
–¿Bastaba con que cualquier persona te acusara para que la Inquisición comenzara a perseguirte?
–Sí, las denuncias podían ser anónimas y sólo era necesario que el comisario las tomara por ciertas para echar a andar el aparato de persecución contra tal o cual individuo. Una vez que este era tomado prisionero y llevado a Lima, en los juicios, sustanciados con tortura, era difícil que el reo no confirmara la acusación.
–Contás casos de estudiantes y de esclavos que se acusaron entre ellos ante la Inquisición.
–Durante aquellos tiempos, la Inquisición formaba parte de la urdimbre cotidiana de los días y muchas veces era utilizada por la gente como estrategia en conflictos personales sin medir, en muchos casos, las terribles consecuencias que una denuncia podía acarrear al contrincante.
–Descubriste dos casos de víctimas de la Inquisición en Córdoba. Ambos portugueses y comerciantes.
–Sí, uno de ellos fue el capitán Álvaro Rodríguez de Acevedo, aquel personaje que descubrí hace casi 20 años y cuyo derrotero de vida parece más bien el argumento de una novela. El otro fue Juan Acuña de Noroña, mercader y sastre portugués, que vivió a medio camino entre Córdoba y Santiago del Estero a comienzos del siglo XVII.
–Uno de ellos sí terminó en la hoguera. Fue acusado de cometer el “pecado nefando”, según contás.
–Sí, Juan Acuña de Noroña. Acusado de practicar el pecado nefando o sodomía, esto es, de tener sexo con hombres, fue tomado prisionero en 1619 y llevado primero a Charcas, donde se sustanció un juicio por la justicia ordinaria, en el que fue declarado inocente. Pero no llegó a salir de la cárcel, pues fue trasladado desde allí a Lima, preso por segunda vez, pero ahora por la Inquisición, bajo acusación de hereje, apóstata judaizante. Tras un largo juicio que incluyó las habituales torturas, fue declarado culpable y quemado vivo en Lima en el año de 1625.
–¿Por qué no hubo Autos de Fe, ejecuciones o castigos públicos en Córdoba?
–Si bien hay registros de torturas, como azotes o largas prisiones, en realidad los juicios se llevaban adelante en la sede del Tribunal; en el caso de Córdoba, esta dependía del Santo Oficio de Lima, dependencia que se mantuvo aun tras la creación de Virrreinato del Río de la Plata, en 1776. Lo mismo sucedía con las amplias jurisdicciones de los otros dos tribunales inquisitoriales americanos, el de México y el de Cartagena de Indias.
–Cuando todas estas víctimas morían quemadas o en la tortura, ¿sus patrimonios quedaban para la Inquisición?
–Sí, la Inquisición era una institución perteneciente a la Corona española y como tal no recibía dinero de la Iglesia católica, por lo que debía solventarse con los bienes secuestrados a los prisioneros. En muchos casos, estas inmensas fortunas volvieron ricos a más de un inquisidor, así como también a varios comisarios corruptos, sobre todo en las lejanas comisarías, como las de Córdoba, donde el control era escaso.
–¿Por qué la Iglesia católica y la monarquía perseguían especialmente a los portugueses en aquella época?
–La historia comienza con la expulsión de los judíos de España por los Reyes Católicos en 1492, como parte de su proyecto político de unidad española, no sólo en términos territoriales, sino también en lo cultural y religioso. En ese momento, muchos judíos huyeron a Portugal, donde se les había prometido libertad de credo; mentira que se comprobó con las conversiones forzosas a los pocos años y que obligaron a muchos de ellos a huir hacia Hispanoamérica, escapando de la persecución inquisitorial. Por eso, en los virreinatos españoles de América, ser portugués era casi un estigma que podía llevar implicada una acusación de provenir de familias judías y, por tanto, posible de ser acusado de falsa conversión. Y tras la instauración de los tribunales inquisitoriales en América, el peligro para estos individuos cruzó también el Atlántico.
–Pero diferente era la conducta de los jesuitas, que de algún modo los protegían. ¿Por qué?
–Los jesuitas surgieron como una de las armas de la Contrarreforma católica, de tal modo que ellos entendían la religión precisamente como un camino de conversión, por lo que no les interesaba el origen de los individuos, sino más bien su fe y la aceptación de los dogmas de la Iglesia. De tal modo que hasta incluían a conversos dentro de la orden. Aun cuando no pudieran decirlo a viva voz. De hecho, Ignacio Duarte y Quirós, el fundador del Convictorio de Monserrat en Córdoba, creado a instancias de los jesuitas, provenía de familias de conversos portugueses quemados vivos en los tribunales lusitanos.
–¿La psicosis colectiva que hubo en Europa con la quema de brujas alguna vez se trasladó a este virreinato?
–Sí, porque si hemos visto que los siglos XVI y XVII fueron de persecución a supuestos judaizantes, el siglo XVIII fue el tiempo de la brujería. Y aun cuando en esta época rara vez los casos llegaron a Lima, el escarnio y la humillación pública en todas las ciudades del virreinato eran ya de por sí un castigo. Para Córdoba, quien más ha estudiado el fenómeno ha sido Marcela Aspell.
–¿Fue un totalitarismo la Inquisición?
–La Inquisición fue uno de los instrumentos represivos más poderosos de la Época Moderna, y en América constituyó una herramienta eficaz para la dominación del territorio y la subordinación de la sociedad colonial en su conjunto, tanto por parte del Imperio español como de la Iglesia católica.
–¿Por qué elegiste estudiar historia?
–No sé de dónde provino esta vocación por desentrañar historias del pasado. Pero es probable que se deba a que crecí en una familia de lectores, donde la historia y la literatura eran y son parte cotidiana de las sobremesas de domingo. Luego, como estudiante del Monserrat, mi materia favorita fue siempre Historia, así es que un poco la ruta venía marcada. Y, finalmente, cuando empecé la carrera en la UNC y leí en primer año El queso y los gusanos, de Carlo Ginzburg, me di cuenta de que estaba en el lugar correcto.
–También publicaste, en coautoría, un libro que pone en duda que la Universidad de Córdoba tenga más de 400 años, como se dice.
–Fue hace más de una década, con Josefina Piana, una de mis maestras en la investigación histórica y en la protección del patrimonio cultural. El libro causó bastante revuelo porque se publicó justo cuando se estaban festejando los supuestos cuatrocientos años de nuestra Universidad. Nosotros retomamos una discusión historiográfica de principios del siglo 20, a la que le sumamos muchos documentos que probaban que en Córdoba los permisos para otorgar grados universitarios dados a los jesuitas en su Colegio Máximo databan de 1623, al tiempo que el gesto del Obispo Trejo había sido sólo una promesa, aunque incumplida. Pero más allá del revisionismo, creo que lo interesante fue revelar los usos presentes que se hacen de la historia, y que muchas veces estos responden más a intereses políticos que a una verdadera reivindicación de algún suceso o protagonista del pasado.
–Como profesor y director del archivo del Colegio Monserrat, habrás seguido la historia de los hijos de los comisarios de la Inquisición y de sus víctimas, que pasaron por esa escuela.
–El Colegio Monserrat, fundado en 1687, era el único Convictorio en todo el territorio donde los hijos varones de las élites rioplatenses podían residir y adquirir formación académica y, en algunos casos, algún título universitario. De tal modo que no es extraño que estos funcionarios, pertenecientes a los sectores privilegiados de aquella época, pasaran también por el Monserrat.
–Luego de la polémica por el ingreso de mujeres, hubo otra discusión en el Monserrat sobre si dejar o no crucifijos en las aulas. ¿Cuál fue tu postura en ese tema?
–Esta nueva polémica comenzó en el año 2010, justo antes de mi vuelta como docente al colegio, cuando un grupo muy reducido de colegas católicos solicitaron a las autoridades la colocación de crucifijos “faltantes” en las aulas del colegio, sobre los pizarrones. Algunos años después, justo antes de la pandemia y en el marco de las tareas de mantenimiento anual de un edificio declarado Patrimonio, se decidió retirar los crucifijos ubicados todavía en algunas aulas, cuyas piezas modernas de molde de yeso no revisten valor patrimonial ni histórico alguno. Entonces, una vez más, esos mismos colegas volvieron a quejarse del retiro de los mismos, esta vez ante el Consejo Asesor. En ese momento, yo argumenté ante dicho consejo las razones que establecen que un símbolo religioso sobre el pizarrón de un colegio público y laico es, en Argentina, algo contrario a nuestras leyes. Mi nota fue acompañada por la firma de más de 40 docentes del colegio y, justo por estos días, el consejo tomará una decisión al respecto, a convenir con las autoridades de la institución.
–¿Cómo fue tu salto de la historia a la novela? Debutaste el año pasado con una historia que transcurre en Granada, a mediados del siglo 20.
–Un cuarto en Granada es mi primera novela. La ficción en un contexto histórico siempre me ha atrapado desde que era chico, cuando leía a Alejandro Dumas y sobre todo desde que leí por primera vez las novelas de Cristina Bajo, de quien luego me convertí en amigo y que me ha enseñado todo lo que sé sobre escribir ficción. La novela está ambientada en los años ‘50 en España, bajo la dictadura de Franco. Nuestra Córdoba tiene un profundo vínculo con los españoles exiliados de aquella época, y ese fue el germen de la historia. Luego, ver que Granada estaba también profundamente relacionada con nuestra ciudad, en las figuras de Manuel de Falla y otros amigos de Federico García Lorca, fue algo extraordinario de descubrir. Porque el teatro y la música son mis otras dos pasiones.
–¿Qué aprendiste en la pandemia?
–El valor de los vínculos afectivos en momentos tan críticos para una sociedad. Y también, gracias a mis estudiantes durante las clases virtuales de aquel tiempo, que la educación siempre nos da esperanzas de un mundo mejor.
–¿Cuál es el sentido de la vida?
–Ojalá lo supiera. Hace un tiempo leí un libro de Ginzburg titulado Aún aprendo, inspirado en el nombre de un autorretrato de Goya, ya anciano. Nunca dejar de aprender: de los demás, de los libros, de la naturaleza. Pienso que quizás ese es el camino. Y por eso creo también que es tan importante defender la cultura, el arte y la educación pública de nuestro país.
–¿Cuál es tu lugar histórico favorito de Córdoba?
–¿Pueden ser dos? El primero: la Manzana Jesuítica, porque es el lugar donde he pasado una parte importante de mi vida, estudiando, enseñando, trabajando. La riqueza inabarcable de su patrimonio histórico y la importancia de los acontecimientos que allí sucedieron la convierten en un lugar realmente fascinante. El segundo: nuestras sierras de Córdoba, tan castigadas por el fuego y la desidia política durante los últimos años. Caminando por cualquier rincón de su monte, siempre vuelvo a creer que es posible ser feliz.
La historia desde un jardín de Nueva Córdoba
El historiador Federico Sartori tiene 44 años y estudia la historia cordobesa rodeado de plantas en una casa antigua, en un corazón de manzana del barrio Nueva Córdoba. Comparte su vida con Francisco Javier, su compañero desde hace más de una década. “Los dos provenimos los dos de familias numerosas y muy unidas, con padres, hermanos, tíos, sobrinos y ahijados, que adoramos”. La familia la completa Lorca, un perro terrier que pronto cumplirá 16 años. En este momento está escribiendo sobre protagonistas de la historia de Córdoba en el giro del siglo XIX al XX. El último libro que leyó fue La llamada, de Leila Guerriero, y acaba de empezar Anatomía de un instante, del escritor español Javier Cercas. También publicó en coautoría un libro que polemiza sobre cómo y cuándo se fundó la Universidad de Córdoba.
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