Escribir para el futuro
La noche se parte. Ambos lados están ocupados por la misma materia: oscuridad. Las noches se repiten y traen pesadillas. Empiezo a escribir.
Hoy es 31 de octubre.
Quien está leyendo se sorprenderá. Pero no es un error. Como dice Luciano Saracino, “escribir es la mejor manera que tenemos de viajar en el tiempo y en el espacio”.
Hoy es 31 de octubre, afuera se oye una sirena que va abriendo las calles y yo estoy escribiendo una nota que va a recorrer un circuito preciso en el diario antes de que los lectores puedan encontrarse con ella.
La noche rota deja atrás una pesadilla y por delante un espacio turbio de vigilia con restos del espanto. Esa es, quizás, la condición de las verdaderas pesadillas: no poder sacudirse del todo esa manta de miedo.
Busco explicaciones racionales para el mundo desatado que me espera cuando cierro los ojos.
Más tarde voy a leer en Twitter un posteo del escritor Pablo Natale:
“Anoche el viento no me dejó dormir.
Donde dice viento podría decir otra cosa.
Donde dice cuerpo podría decir inquietud, alarma.
Donde dice anoche no dice anoche.”
Preguntas
¿Por qué tenemos una palabra específica para los sueños que traen terror y no una para los que nos traen alivio? Los niños tienen una relación especial con la lengua: ponen en tensión ciertos límites y así revelan una verdad. Alguna vez alguien me habló de un chico que le decía “livianillas” a los sueños que le daban alegría. La rotunda transparencia para nombrar lo contrario a las “pesadillas”.
Preparo el primer mate y me acuerdo de algo que leí hace años. Una investigación sobre los sueños durante la Alemania nazi. Mi memoria hace un doble esfuerzo, contradictorio y complementario. Por un lado, recordar algo que leí. Por el otro, sepultar los restos de la pesadilla.
¿De qué están hechos los sueños? Y sobre todo su aspecto más inquietante: sueños que anuncian lo que podría pasar, sueños que revelan una realidad que la mente ha mantenido escondida, sueños que nos enlazan con los demás. Quizás por eso he pensado en esa investigación. ¿Qué hay de lo social, de lo que hacemos juntos, en ese espacio de infinita intimidad?
¿Por qué en estas noches sueño lo que sueño?
Me digo que quizás es que afuera el clima es de pesadilla, de inminencia, todo teñido del riesgo de caer en un abismo social que nos rompa de modo irreparable. Me digo que quizás es la lluvia de declaraciones negacionistas, el intento de difamar el trabajo de Abuelas de Plaza de Mayo, la intención de reescribir la historia mintiendo y falseando lo que pasó.
Todo el mundo nervioso, murmurando por lo bajo, mordiendo los labios, rechinando los dientes, buscando con el cuerpo el choque con el otro. ¿Qué otra cosa podría soñar uno más que una pesadilla?
Voy hasta la biblioteca a buscar un libro en el que, hace tiempo, leí algo que habla de esto. El mundo bajo los párpados, de Jacobo Siruela. Allí, dos citas subrayadas. “Soñar participa de la historia”, dice Walter Benjamin. Hegel detalla: “Si reuniéramos los sueños de un momento histórico determinado, veríamos surgir una exactísima imagen del espíritu de ese período”.
Hallazgos
“Sólo encontramos el mundo que buscamos” dice un papelito que cuelga de un imán en mi cocina. Una frase de Thoreau que me gusta tener a la vista porque funciona con la rigurosidad de una ley física. Y es lo que acaba de pasar. En el libro que estoy hojeando aparece una mención a la investigación que mencionaba. Charlotte Beradt y su libro El Tercer Reich de los sueños.
Desde 1933 a 1938 (es decir, desde la llegada de Hitler al poder hasta un año antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial) Beradt se dedicó a recopilar sueños de distintas personas en Alemania. Dice Siruela que el objetivo de la periodista era “demostrar el devastador efecto emocional que estaba produciendo el nazismo sobre la población alemana”. Esa recopilación era silenciosa: simplemente abrir el oído a aquello que estaba a su alrededor. Escuchar lo que la gente contaba y tomar nota: 300 sueños registrados en seis años.
Lo que agitaban esos relatos era del orden de lo social. En palabras de Siruela: “La herida psicológica que dejaba en los soñantes el clima social de la Alemania del Tercer Reich.” Pesadillas que Beradt llamó “sueños políticos” y que Siruela llama “sueños históricos”. La vida comunitaria colándose por debajo de nuestros párpados para soltar su amenaza, su violencia latente, sus riesgos.
¿Cómo habrán sido los sueños en diciembre en 1983? ¿Cómo aparecía la alegría social, la vuelta a la democracia, la esperanza recobrada? ¿Qué soñaban ustedes por esos días? Yo recuerdo esos primeros años del gobierno de Alfonsín con gente llenando las calles en clima de celebración.
Refugios
Sigo tratando de sacudirme los restos de la pesadilla. Me refugio en los lugares en los que sé que aparece otro costado del mundo. Me refugio en los libros. La poesía de Wislawa Szymborska, de Elena Anníbali, de Sonia Scarabelli, de Roberto Juarroz.
Me refugio en la música, con la torpeza delicada de alguien que está aprendiendo a tocar el piano.
Sigo con fervor las indicaciones de mi profesor y trato de tocar una y otra vez las piezas del volumen uno del Método Suzuki. Descanso sacando canciones que durante años he tocado en la guitarra sin saber leer música. Dejo que aparezcan solas. Primero llega Sometimes I Feel Like a Motherless Child. Después, Pedacito de cielo. Dejarse ir. Se mezclan los spirituals con el tango, con una cueca, una milonga, una chacarera. Y finalmente aparece allí “Los dinosaurios”, de Charly García. Una canción que me deja resbalar del Do mayor al Sol menor, al Si bemol. Acordes como piedras en el río, reparos donde puedo hacer pie. La música sosteniendo lo imposible.
La banda sonora de nuestras vidas. Cada época atravesada por cierto pulso, cierto tempo, cierta tonalidad. Los años de la dictadura y una memoria que se reactiva ante el menor roce.
Yo recuerdo el ruido de las botas militares corriendo por los techos de las casas de un barrio en las afueras de Córdoba. Las frenadas, los gritos, los disparos, las puertas de los autos cerrándose de golpe, el motor que acelera y se aleja, el silencio. El silencio, el silencio de espanto que quedaba. La educación constante: callarse, no hablar con nadie, no acercarse a desconocidos. La musiquita terrible de tener cuatro o cinco años y aprender eso como medida de relación con el mundo. El afuera es peligroso, no sé dónde está el peligro y los adultos no le ponen nombre. Mi miedo, mi alarma, mi prevención y mi desconfianza se desparraman hacia todo lo que me rodea.
Vuelvo aquí, al refugio de la música. Siguen apareciendo canciones que voy dejando sobre el piano. Otra vez llega Charly García y su eterno prodigio de escribir para el futuro. Un futuro que ya es hoy.
Voy por las teclas blancas y negras, buscando un desfiladero que me salve. Y canto: “Enciende los candiles que los brujos / piensan en volver / a nublarnos el camino”.
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