¿Es lo mismo ser inteligente que tener altas capacidades?
Que pensamos con la cabeza puede parecer una obviedad, pero no siempre estuvo claro. Fue en los siglos IV y III antes de la era cristiana cuando en Grecia Herófilo diseccionó científicamente a humanos; que sepamos, fue la primera persona en hacerlo y en señalar que la cabeza es la sede de la inteligencia (Aristóteles, por su parte, proponía que el cerebro servía para enfriar la sangre).
Hubo que esperar mucho más hasta que comenzara a hacerse un registro sistemático de tareas consideradas “inteligentes”. Ocurrió a finales del siglo XIX gracias al británico Francis Galton, pero usó los resultados de estas mediciones para justificar de forma sesgada teorías innatistas y eugenésicas.
Desde entonces, las propuestas ofrecidas para explicar qué significa ser inteligente pueden agruparse en dos tipos:
Los modelos factoriales, que utilizan las matemáticas (análisis factoriales) para buscar puntos en común (factores) entre variables (puntuaciones en los test).
Los modelos no factoriales, que no usan test, sino que parten de observaciones y comparaciones entre casos.
Debido a que las altas capacidades se relacionan con las puntuaciones en los test de inteligencia, podría pensarse que se ciñen exclusivamente al cociente intelectual, pero no es así. O, al menos, no debería. La idiosincrasia humana es más compleja que un simple número. Por consiguiente, para desentrañar este corpus, como hizo Herófilo, vamos por partes.
¿Sabemos medir la inteligencia?
En Francia nació la que está considerada como la primera prueba de inteligencia: el test de Binet-Simon (1905). Se creó para detectar deficiencias cognitivas en niños y niñas en edad escolar e implementar una educación especial (aquí apareció por primera vez el cociente intelectual). Al diseñar el test, su autor principal insistió en señalar que no servía para medir fielmente la inteligencia, sino que sólo desarrolló una herramienta para resolver una necesidad específica en un contexto determinado.
Sin embargo, esta nueva corriente basada en medir inteligencia con tareas exclusivamente académicas (excluyendo creatividad, música, habilidades sociales, emocionales…) fue aumentando y han ido surgiendo otras pruebas. Las más conocidas son las escalas Weschler (WAIS-IV, WISC-V y WPPSI-IV). Otra menos conocida es la batería de actividades mentales diferenciales y generales.
Estas y otras pruebas conceden mayor importancia a establecer rankings de cociente intelectual que a explicar la estructura de algo llamado inteligencia.
¿Qué es el factor “g”?
Con los resultados en estos tipos de test, los análisis factoriales han demostrado que las habilidades cognitivas están influidas por una capacidad común llamada factor “g” (general). Pero el factor “g” no se considera sinónimo de inteligencia. Además, el cociente intelectual es un número que se obtiene como resultado de aplicar la inteligencia, y tampoco sirve para definirla.
El principal autor que defiende un modelo no factorial, Howard Gardner (que acuñó el concepto de “inteligencias múltiples”), no niega la utilidad del análisis factorial para agrupar variables y formar categorías abstractas (como “g”). Pero sí pone objeciones a que la concepción de lo que llamamos inteligencia se vea reducida a un filtro estadístico.
También Robert Sternberg, autor de la teoría triárquica (analítica, práctica y creativa), critica que la inteligencia se limite exclusivamente a la habilidad para responder a problemas académicos.
Parece, pues, que no existe consenso sobre cómo “desmembrar” la inteligencia. Incluso ha llegado a cuestionarse si existe algo a lo que llamar así. A pesar de ello, los test de cociente intelectual son la principal herramienta para comenzar a examinar las altas capacidades.
¿Qué son las altas capacidades?
El concepto altas capacidades se utiliza a modo de paraguas para englobar a aquellas personas que destacan por encima de la media en test de cociente intelectual y que, además, muestran otras particularidades. Bajo este paraguas se incluyen los siguientes términos:
Superdotación: se diagnostica al obtener una puntuación de cociente intelectual superior a 130 (percentil 98). Sin embargo, Joseph Renzulli (apoyado por Lewis Terman) critica sólidamente esta separación “a bisturí” y propone el modelo de enriquecimiento triádico.
Según este modelo, la superdotación debería identificarse valorando la interacción entre tres elementos: un cociente intelectual superior a la media, alto compromiso con la tarea y alta creatividad.
Renzulli argumenta que las personas más creativas y productivas se encuentran por debajo del percentil 95 (cociente intelectual de 125), y con un punto de corte tan alto se deja fuera a quienes tienen el mayor potencial para alcanzar altos niveles de logro.
Talento: capacidad de dominar excepcionalmente una o varias competencias, cuya adquisición puede explicarse con el modelo integral de desarrollo del talento de Françoys Gagné. Se ha propuesto diagnosticar un talento con puntuaciones superiores a 125 en áreas específicas de una prueba citada previamente, la batería de actividades mentales diferenciales y generales, resultando en talento lógico, verbal, numérico o visoespacial.
Además, como los test de cociente intelectual excluyen la creatividad, se ha propuesto usar el test de Torrance de pensamiento creativo para valorar este talento. Una combinación de estos cinco talentos resultaría en talentos múltiples, complejos o conglomerados.
Prodigio: se consideran niñas o niños prodigio a quienes han sido capaces de producir trabajos admirables comparándolos con los de una persona adulta –aunque a menudo limitado a una única área (música, matemáticas, entre otras)– y sin haber cumplido los 10 años. Suelen tener un cociente intelectual destacable, aunque no extraordinario.
Genio/a: persona que se encuentra en el extremo más alto de las altas capacidades (con un cociente intelectual mayor de 145) y ha realizado alguna contribución muy notable en un área determinada.
Conviene citar la precocidad, un término evolutivo referido a manifestar habilidades antes de lo característico para la edad cronológica habitual (especialmente, lenguaje fluido). Y la eminencia, referida a quien ha añadido a la sociedad grandes aportaciones, pero como fruto de la oportunidad o la suerte, sin que los factores intelectuales hayan sido determinantes.
¿Hay inteligencia más allá del cociente intelectual?
Un estudio reciente que aplicó análisis factorial a test que valoran las llamadas “inteligencias centradas en las personas” (social, emocional y personal) ha revelado que también dependen del factor “g”. Y estas no se exploran en los test de inteligencia tradicionales, es decir, que no participan en el cociente intelectual. Esos resultados tienen importantes consecuencias, ya que demuestran lo que numerosas teorías han estado criticando: que la inteligencia no puede limitarse al cociente intelectual actual.
Como crítica añadida a los test de cociente intelectual, la música no está considerada psicométricamente como un talento. Y la creatividad, como componente a valorar durante el diagnóstico de las altas capacidades, tampoco es registrada por este tipo de test, como ya se ha mencionado.
Los estudios empíricos de la creatividad han mostrado sólo una ligera correlación con el cociente intelectual. Esto implica que el cociente intelectual es una condición necesaria a valorar, pero no es suficiente.
En definitiva, la inteligencia y las altas capacidades no son lo mismo. Ser inteligente se asocia a velocidad de procesamiento, memoria, fluidez verbal… es decir, a las tareas que rastrean los test de “inteligencia”, lo cuales resultan deficientes para detectar todas las capacidades humanas. Y tener altas capacidades significa poseer un cociente intelectual superior como requisito imprescindible, pero se requieren otros elementos, como motivación, creatividad o haber producido trabajos prodigiosos y geniales.
Y así, tras “abrir en canal” a estos conceptos, coincidimos con Herófilo en que los análisis profundos son más reveladores que las observaciones de corte superficial.
* Profesor de Psicobiología e investigador en Neurociencia Cognitiva, Universidad de Málaga
Publicado previamente en The Conversation
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