La Voz del Interior @lavozcomar: EPÍLOGO: la última carta

EPÍLOGO: la última carta

Treinta años después.

El 26 de octubre de 1994 recibí una carta de mi mamá. Sería la última. Luego ya no tendría fuerzas para sostener una lapicera.

“Lo que tengo no es alentador…”, denunció.

Continuó con un párrafo cargado de fe y abrazada a la esperanza de curarse de una enfermedad que desconocía: “Creo en Dios, en la vida, y así encuentro las fuerzas para aceptar lo que me toque vivir. Estoy resignada; para cada cosa hay un tiempo y ese tiempo lo dispone Dios. Mi fe será mi salvación”.

En su convicción religiosa, sin embargo, se permitió dudar sobre si en un futuro incierto mantendría esa fortaleza: “Necesito… serenidad, y eso en mí hasta hoy es positivo, mañana no sé”.

También detecté entrelíneas una protesta contra la ironía de la vida. Sus fuerzas estaban flaqueando cuando se disponía a gozar de la cosecha de su siembra, como le había sucedido a su mamá, la nona Antonia. “(Debo) aminorar la marcha en todo… comprender que la vida tiene circunstancias buenas y malas… me toca vivir una crisis”.

En párrafos posteriores, me pedía que visitara a un especialista para que descifrara su mal. Las piernas no le respondían, sus médicos no sabían qué padecía y los remedios no la aliviaban.

Munido de una copia de su historia clínica, radiografías, nombres de medicamentos y vitaminas visité al mejor neurólogo del Hospital Palmetto, de Miami.

–Buen día –saludé, mostrándole el historial–. Los médicos le dijeron que en este país tal vez sepan qué enfermedad tiene; allá se les quemaron los libros; y como aquí la medicina está más avanz…

El neurólogo no me dejó terminar. Frunció el ceño con incredulidad. Leyó la primera página y ojeó las demás a la ligera como si no necesitara leer más. Segundos después, tan largos como un invierno, me dio el veredicto.

–¿Quién le dijo que los médicos no saben? ¡Claro que saben! Mire aquí. Dice ELA. Su madre tiene Lou Gehrig. Le quedan dos años de vida.

Sentí un retorcijón en el pecho, como si alguien me agarrara el corazón y lo retorciera como trapo de piso. Quise agarrar al médico y partirle la cara. No tenía derecho a darme la sentencia como si fuera una simple dirección para encontrar una calle. Salí del hospital atolondrado. No pude ir a trabajar. Preferí volver a casa y cobijarme en mi esposa. Llamé desconsolado a mi hermano. Todavía aturdido, busqué coraje para enfrentar a mi papá. Tenía que decirle que el diagnóstico siempre lo había tenido frente a sus ojos, escrito como una escueta receta de cocina.

Llamé a mi papá. Acusé a los médicos de todos los males sobre la Tierra: malvados, farsantes, fenicios. Mi papá no se tragó los rodeos y fue directo al grano.

–¿Qué te dijeron?

–Papi, sus médicos saben lo que tiene. No entiende por qué no te dijeron. Aquí son directos, no van con vueltas.

–¡¿Qué tiene?! Solo tiene las piernas dormidas.

–Es una enfermedad degenerativa del sistema nervioso. No tiene cura.

–¿Pero no le pueden dar remedios, un tratamiento?

–No me entendés. No tiene cura. Se llama ELA; hablá con los médicos. Lo escribieron, está en el tercer párrafo. Preguntales por qué no te dijeron.

–¡Qué se yo! Tal vez porque no es grave.

–Papi, es grave, creeme, a mami le quedan dos años de vida –le dije, y dejé caer las palabras hacia el final, para que no las escuchara.

El silencio del otro lado de la línea me perforó los tímpanos.

–¿Papi, me escuchaste? ¿Hola? Hablá con los médicos. ¿Qué vas a hacer?

–Yo se lo diré a mami –dijo con entereza. Hizo una pausa para agregar algo, pero no pudo.

No sé cómo, dónde o cuándo se lo anunciaría a mi mamá. No pregunté ni quise saber. Imaginé mil escenarios. Cómo contarle a quien creía que sus virtudes y razonamientos le alcanzarían para superar un simple entumecimiento de piernas. “Sabemos –decía ella en su carta– que en la vida hay siempre dificultades y esfuerzos que superar, habrá que usar las armas necesarias o bien templarse para ir recuperando energías…”

En aquellos meses, busqué con desesperación información sobre la enfermedad. Hospitales, universidades y laboratorios seguían investigando sin éxito la cura para la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) o “enfermedad de Lou Gehrig”, en honor al famoso beisbolista que la sufrió. Los ensayos clínicos eran escasos e inciertos, y reservados solo para estadounidenses.

Mi mamá murió cinco años después, en 1999, a los 70 años. El ELA le había consumido cada signo vital de su cuerpo, aunque no su claridad mental, que mantuvo hasta el último aliento. Eligió irse un 10 de abril, el mismo día que su mamá lo había hecho 31 años antes. Hasta el final, con un movimiento de ojos le ordenaba a mi papá que llamara a Miami o Madrid para saludar a sus nietos en los cumpleaños. Todo en su vida era importante, incluso los pequeños detalles.

Falleció bajo los cuidados intensos de mi papá. En su carta, ya con las fuerzas flacas, enaltecía aquellos cuidados y al amor de su vida: “Papi me ayuda mucho, hace de enfermero, cocinero, cadete. Muy rico por dentro, esto me tonifica”. Mi papá decidió acompañarla años después, el 14 de octubre de 2012, cerrando otro ciclo generacional que se había iniciado muchos siglos antes con los Trotti y los Trossero en los alrededores de Castellazzo Bormida y de Pinerolo, en el Piamonte italiano.

Por muchos años deambulé retobado contra la ironía de la vida. No podía entender cómo una persona tan enérgica y de fe irreductible podía apagarse perdiendo la vida a cuentagotas por cinco años. Dudé muchas veces si en el martirio de sus últimos días, postrada, inerte y casi sin aliento, habría perdido la fe atrapada en aquel “mañana no sé”, o si mantuvo su credo: “Mi fe será mi salvación”.

Años después, más tranquilo, volví a enfrentarme al ELA cuando murió el reconocido científico Stephen Hawking, en marzo de 2018. Para entonces, la enfermedad seguía sin cura, pero era más conocida debido a que las estrellas de Hollywood se arrojaban baldes de agua helada sobre la cabeza para despertar conciencia.

Confieso que con Hawking siempre me sentí más compasivo con sus sufrimientos que deslumbrado por sus descubrimientos científicos. Nunca estuve muy atento a sus predicciones celestiales sobre si la Humanidad se extinguirá en 600 años, si Dios fue quien apretó el botón del Big Bang o si lograse conciliar la relatividad de Einstein con la energía cuántica de los agujeros negros.

A pesar de que vivieron en universos tan distantes como distintos, comprobé que Hawking y mi mamá estaban hermanados por sus penurias y también por sus ansias de encontrarle sentido a la existencia. Él desde la complejidad científica y ella desde la simpleza terrenal de la fe creían que debe existir vida o una razón detrás de las estrellas.

En esa búsqueda por caminos muy diferentes, llegaron a la misma conclusión: los misterios del Universo son apreciables y comprensibles desde el mundo que cada día construimos.

Hawking resolvió ese enigma tras décadas de observación. Reveló su descubrimiento a través de una frase concluyente cargada de rigurosidad científica: “El Universo no sería gran cosa si no fuera hogar de la gente a la que amas”.

Mi mamá llegó a la misma conclusión sin necesidad de grandes telescopios para bucear entre las galaxias. Aprendió esa máxima en la experiencia de su pequeño y humilde universo, el Bar Nueva Pompeya. Siempre lo consideró el hogar de la gente que amaba y el que “me regaló propósito y felicidad para vivir”.

La revelación de Hawking me ayudó a darle mayor dimensión al descubrimiento de mi mamá. También me sirvió para sentir y descubrir que, con el tiempo, la pérdida física de las personas y cosas que se aman se transforma en energía y presencia espiritual perpetua.

Así pude y puedo sentir que mi mamá y su bar siguen viviendo. Resplandecen en un campo de estrellas idéntico al mar de flores de alfalfa en el que ella chapoteaba de chica en Clucellas.

En esa nueva constelación vive, sin tiempo ni espacio, aferrada a todos sus amores, a los personajes del bar, sus antepasados, sus parientes, su esposo, sus hijos, sus nueras, sus nietos y sus descendientes del futuro.

El bar de mi mamá late y titila allá arriba, en el profundo infinito, y también en el vasto universo de mi memoria.

Otros párrafos de su carta en la que entendía que lo

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