La Voz del Interior @lavozcomar: En busca de la felicidad

En busca de la felicidad

Vi una sola vez En busca de la felicidad, la película que protagonizó Will Smith en 2006. Fue años después del estreno, un domingo a la tarde en un canal de cable. Era adolescente y me emocionó mucho. Es que empaticé con la lucha diaria de Chris Gardner para cambiar el rumbo de su vida y de la de su hijo.

Muy lejos estoy de convertirme en millonario, pero el día en que me aceptaron en la práctica preprofesional de La Voz sentí que una cámara se posaba sobre mí y hacía foco en mis ojos llenos de lágrimas, tal como sucede con el personaje de Smith cuando es admitido en la firma de Wall Street.

Mi reacción puede parecer exagerada, ya que no estaba consiguiendo trabajo: sólo era una actividad coordinada entre la Universidad Nacional de Córdoba y el medio. Sin embargo, para mí era una oportunidad inmejorable. Ya desde ese momento sentí que cumplía un sueño. Trabajar en La Voz era el deseo de mi vida.

En principio, mi trabajo era sólo por dos meses y no remunerado, dado que se trataba de un convenio destinado a que los estudiantes conocieran la vida laboral antes de recibirse.

Momentos difíciles

Lamentablemente, antes de llegar a esas lágrimas de felicidad, tuve que vivir momentos difíciles. Durante mis años de estudiante, me cansé de escuchar que sin sacrificio no hay recompensa o a gente que insiste en esa trampa de la meritocracia. En mi caso, no lo recomiendo ni lo deseo.

En la película, Chris Gardner debe atravesar una serie de hechos desafortunados para cambiar su vida. Salvando las distancias, me pasó algo parecido. Hay una escena que recuerdo con nitidez, porque me vi reflejado: Gardner y su hijo son desalojados y tienen que dormir en un baño del subterráneo.

Tuve noches así. En la pensión donde sobreviví durante un año, más de una vez la pasé imaginando dinosaurios o cosas para que mi mente se distrajera –al menos hasta dormirme– y proyectarme a otra realidad.

No intento romantizar la pobreza, porque no soy pobre ni lo fui. Nunca me faltó nada. Sólo la padecí durante un período en el último año de estudio, mientras resolvía mi tesis.

Tras cinco años de vida normal de estudiante del interior del país, la pandemia me devolvió a mi Trelew natal y, mientras se normalizaba el mundo, aceleré con las materias pendientes.

A principios de 2022, sólo me faltaba la tesis de grado de la Licenciatura en Comunicación Social. A mitad de ese año, me anoté en la práctica en La Voz y no sé bien cómo describirlo, pero en ese momento me inscribí ya pensando en que tenía que ir a todo o nada. Sentía que si elegía otra institución, no iba a valer la pena. Fui por todo, creyendo que si entraba, al menos podría engrosar el currículum para mi regreso al sur.

Ese regreso nunca se dio.

Una pieza de 2 por 2

Si bien no encuentro más similitudes con el personaje de Will Smith, me resuenan las penurias que soportó antes de alcanzar su sueño.

En mi caso, pasada la pandemia, el contexto se volvió muy complejo. Mis padres jubilados apenas podían ayudarme, así que volví a Córdoba desde el sur, sin nada. Una amiga me prestó techo durante un mes y sólo contaba para sobrevivir con los $ 20 mil mensuales que me mandaban desde Trelew.

Sumaba otros $ 18 mil en un trabajo de nueve horas (siempre eran más) en un restaurante cuyo dueño no era la persona con la que uno quisiera encontrarse en estas circunstancias.

La pensión en barrio Alberdi me costaba $ 15 mil. Los números hablan por sí mismos. Mi pieza era un cuadrado de dos por dos. Mido 1,93. Si me estiraba un poco, desde la cama podía tocar ambas paredes. Pero no era conveniente tocarlas. Estaban manchadas por capas superpuestas de una sustancia indefinible. El piso también. Aunque lo lavara, siempre quedaba marrón.

En ese ambiente proliferaban los insectos, en sus variantes menos amistosas: arañas y cucarachas. En la habitación contigua, que funcionaba como depósito de chatarra, había especies más evolucionadas: gatos que peleaban mientras cazaban ratas.

También intenté olvidar la sensación de los días en los que no tenía nada para comer. Mientras trabajaba en el restaurante, me alimentaba ahí. Entraba a la tarde y garantizaba la cena, pero hasta las 5 de la tarde mi estómago debía conformarse con una estricta dieta a base de té.

Era extraño combinar la rutina de estudiante universitario con la precariedad de mi vida cotidiana. Así, por ejemplo, asistí a la entrevista para la tutoría de la directora de tesis después de arreglar y pintar la puerta y unas paredes de mi pieza.

Llegué a la facultad con las zapatillas llenas de tierra, un jogging manchado y una remera rota en la espalda. Por suerte, un camperón tapaba casi todo mi cuerpo. Esa tarde, la profesora nos recomendó redoblar esfuerzos para cumplir con el calendario para la entrega.

No podía más.

Cumplir un sueño

Es que compartir una cocina que parecía el set de una película de terror de bajo presupuesto, un baño con una canilla que apenas soltaba un hilo de agua y un inodoro que se tapaba cada dos por tres, te va quemando la cabeza. Y no quiero hablar de los modales de mis vecinos. Lo único que diré es que los veía poco porque trataba de estar fuera de la pensión la mayor cantidad de horas posibles.

No quiero autodiagnosticarme, pero creo que me deprimí. En un momento, noté que la situación me sobrepasaba.

La cama estaba a un costado, tenía un chifonier y una silla. No entraba nada más. Sólo comía pan y las montañas de migas se mezclaban con la tierra. El chifonier se me manchó con mucha comida y era un asco. Casi no hacía la cama y ahí también se me hizo una montaña de ropa. Las botellas de agua se acumulaban alrededor de la piecita y también abundaban las bolsas con yerba usada. Sabía que esa mugre atraía cucarachas, pero no la podía limpiar. No había impedimentos: sólo no podía.

Todo cambió en septiembre de 2022. Entré a la práctica de La Voz y estaba terminando mi tesis. Concentré mis energías en esos dos objetivos y renuncié al restaurante. Me faltaban ese ingreso y la cena garantizada. Mi madre empezó a mandarme un poco más de plata, pero todo se ponía cada vez más caro.

Aguanté. Ya el té no alcanzaba para tirar hasta la noche, así que compraba mucho pan y manteca. Ni siquiera podía ponerme en piloto automático, porque tenía que darlo todo en un lugar tan importante para mí como el diario.

Pude quedar en el diario.

Conseguí un contrato de verano y cambié mi vida. A la semana de la firma, alquilé un departamento temporario y después me mudé a otro.

Hace unos días me informaron que ingresé a planta permanente. Fue una gran noticia. Volví a llorar como Will Smith, porque soy feliz trabajando como periodista de La Voz del Interior. La reflexión que se me impuso mientras escribía estas líneas es que no tendría que ser todo tan difícil.

No, no debería ser tan duro cumplir un sueño.

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