El que sabe comer, ¿sabe esperar?
Lo recuerdo con la intensidad que tiene esa información genética que también es parte de uno: como si fuera hoy y no hubieran pasado al menos 25 o 20 años. Casi que puedo ver a mi papá gritándolo y gesticulándolo en todo su rostro, como otra de sus máximas existenciales.
Esperar para sentarse en la mesa de un restaurante era poco menos que indigno para él, algo que no le entraba en la cabeza. Literal, no cabía en su horizonte de posibilidades: si había una fila que salía de la puerta de tal o cual establecimiento, daba media vuelta y buscábamos otra opción.
Ni en uno de sus lugares favoritos en el mundo, La Churrasquita (parrilla de Villa Carlos Paz ubicada en el sector más céntrico de la costanera del lago San Roque), era siquiera posible tratar de convencerlo. No había manera de torcer ese mandamiento personal tallado en piedra.
Y, claro, como muchas de las cosas que absorbemos de chicos, a mí se me hizo cuerpo la idea de que eso era algo que rayaba lo inhumano. En mis últimas vacaciones, sin embargo, me tocó enfrentarme con ese prejuicio y la vida volvió a enseñarme que hasta nuestros preceptos más rígidos alguna vez se ponen a prueba.
El arte del buen comer
Junto a Bahía, mi compañera, cada vez que viajamos hay una parte fundamental de ese plan que tiene que ver con la comida, los sabores y aquellos recuerdos que uno guarda en el corazón y en la memoria gustativa para siempre.
Encontrar buenas opciones para comer es algo propio de nuestros viajes compartidos, ya sea en una escapada de fin de semana o en unas vacaciones de aliento más largo. Sentarse ante un plato que nos llena de expectativa tiene que ver con eso que disfrutamos como pocas otras cosas.
No tienen que ser restaurantes de lujo ni mucho menos. Puede ser un bodegón tradicional, un puesto callejero de sándwiches o un café con algún detalle rutilante. El gusto está en la variedad, se suele decir, y nuestras andanzas en busca de buena gastronomía lo confirman.
Fiel a su estilo, antes de que llegáramos a Bariloche Bahía había hecho la investigación de rigor y hasta había un mapa de Google con opciones demarcadas y un itinerario tentativo: desde una casa de té familiar con vista al Nahuel Huapi hasta un tradicional restaurante de pastas que resultó ser una de las mayores decepciones que hayamos compartido.
Pero en nuestra primera noche en la joya patagónica del sudoeste de la provincia de Río Negro teníamos una elección casi obvia. La Fonda del Tío, con 45 años de trayectoria y contando, nos esperaba.
Mientras revisábamos comentarios y reseñas en redes sociales a diestra y siniestra, dos características se repetían. La primera era una muy llamativa para mi paladar fanático: la ponderación de una milanesa napolitana de antología, incluso catalogada entre las más celebradas a nivel nacional. La otra tenía que ver con una cualidad pocas veces vista: la fila que invariablemente se generaba en la puerta del local.
Según comentaban varios tuits, era necesario ir con tiempo y paciencia. Incluso si se llegaba antes de la apertura (a las 12 o a las 20), la espera estaba garantizada. A lo sumo, se podía reducir estratégicamente, pero no había chance de evitarla. Entrar a saborear los platos de La Fonda no era para ansiosos, sin dudas.
Contra los prejuicios más íntimos
Con el letargo de las vacaciones, más alguna demora propia de aquellas salidas que se retrasan por diferentes e ínfimos motivos, el Jueves Santo por la noche llegamos pasadas las 21.30.
“Ya es tarde, no creo que haya tanta cola”, pensé ingenuamente al bajarme del colectivo de la línea 21 que nos dejó en la esquina de Capraro y Ruiz Moreno. A los pocos segundos, cuando vimos la media cuadra nutrida de personas que esperaban como monjes tibetanos frente a la puerta, la ilusión se apagó de inmediato.
El dilema se presentó ahí mismo. Algo en mi interior me hacía pensar que estaba deshonrando la memoria de mi padre, pero la promesa de un sabor para el recuerdo y el relax de los días de descanso me enfocaron. Costó, pero enfrentamos el desafío con estoicismo y un silencio cómplice se instaló como mantra. ¿Estábamos dispuestos a hacer una fila con el único objetivo de entrar a un restaurante? En efecto.
Ambos lectores, encontramos distracción en algunos artículos que nos compartimos para bancar la previa. Los minutos pasaron hasta que, en la recta final, empezaron a empastarse más y más. Con curiosidad e inquietud en aumento, recorrí la fila de comienzo a fin un par de veces y llegué al punto de espiar por la ventana a quienes ya estaban disfrutando de platos humeantes y pomposos.
Por momentos, debo decirlo, dudé de si era capaz de sostener la paciencia mucho tiempo más. Pero cuando vi a uno de los mozos que salía a chequear la cantidad de comensales de cada grupo que aguardaba su turno, terminé de entender. Esta gente estaba acostumbrada a esa escena y nadie parecía asombrado. Lejos de ser algo circunstancial, era cosa de todos los días. Tenía que haber una buena razón.
Algo más de una hora después, el final de la fila parecía algo posible y yo no podía creer hasta dónde había llegado mi entusiasmo. A esa altura, estaba entregado, pero cuando entramos a “la Fonda” (así le llamamos el resto de los días que nos quedamos en Bariloche) las pocas dudas se disiparon tan rápido como nos ubicamos.
Una milanesa para recordar
El pequeño hall de entrada, los comensales que anticipaban su ingreso y los clientes en retirada se envidiaban mutuamente. Entre ellos, las fotos de notas en la prensa gráfica y hasta un ranking de los restaurantes más “únicos” del mundo, que incluía a esta leyenda barilochense. Todo gritaba “este lugar te va a encantar”. Adentro, un salón doble, ni tan chico ni tan grande, con mesas completas pero sin sensación de caos alguno. Hospitalidad en el aire.
La milanesa napolitana que compartimos esa noche con Bahía será recordada por mucho tiempo. De hecho, confirmamos aquello que en la previa parecía una exageración “manijeada” por el fervor de las redes sociales.
Carne tierna y suculenta, rebozada con exquisitez; queso suntuoso y envolvente como el de una buena pizza –mozzarella, claro–; salsa con un toque de zanahoria y sabor a madre: todo en una no tan pequeña fuente que proyectaba lo que finalmente sucedió. Desde el primer bocado, ingresó sin obstáculos en la discusión de nuestras preferidas de todos los tiempos. Por eso tuvimos que volver.
Esta vez con más previsión –y con los consejos del “Turco”, el mozo que nos acompañó en ese primer viaje– llegamos a tiempo para ingresar en la primera tanda de la cena, todavía con la merienda como un recuerdo cercano.
Eso implicó volver a hacer fila –media cuadra de cola como mínimo, no importa qué día– por unos minutos antes de que el restaurante iniciara su jornada nocturna. Volvió a pasar el mozo contando los cubiertos para completar las mesas. Hacía frío y abrieron las puertas antes para que la gente no esperara afuera. A las 19.50, “la Fonda” estaba llena. No más de 20 minutos más tarde estábamos frente a un puré con textura de helado y el flechazo volvía a ser instantáneo.
¿Valió la pena incluso con toda la logística implicada? Diría que hasta lo hizo más delicioso sólo por esto de que lo que cuesta se disfruta más. Por lo pronto, no tengo dudas de que fue una experiencia capaz de romper hasta los prejuicios más íntimos. No es para menos: una milanesa así puede conquistar el mundo, si se lo propone.
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