La Voz del Interior @lavozcomar: El patio, mi paraíso

El patio, mi paraíso

El patio era mi paraíso.

Extenso y asimétrico.

Con mil rincones y recovecos.

Inundado de fragancias y colores.

Desbordado de sonidos y texturas.

De mañanas doradas y noches embrujadas.

Refugio íntimo de juegos y aventuras.

Ubicado en el centro del lote de esquina, el patio actuaba de bisagra entre el bar y la casa. Tenía un contorno irregular y zigzagueante como mordida de cocodrilo, en el que resaltaban el garaje, el bañito y una piecita para los cachivaches.

Su geografía quebrada se descomponía en dos áreas rectangulares fundidas entre sí, cada cual con vida propia. Una de ellas, más cercana al acceso al bar, estaba bañada por la sombra de un achacoso y cansado limonero, que se estiraba en puntitas de pie para aferrarse al sol en sus últimos años. Todavía ofrendaba unos limones pulposos y perfumados; era como una ancianita embarazada. La otra parte, recostada sobre la casa, cobijaba una parra espesa, joven y regalona, con hojas como manos de gigante, de la que pendían racimos rechonchos de uvas carnosas con pocas semillas.

En el centro, una vara cilíndrica de madera medio astillada sostenía un alambre galvanizado sobre el que mi mamá tendía las sábanas al sol, que usábamos como refugio para las escondidas. En los días que el calor rajaba la tierra, el Piojo y la Pancha aprovechaban el tendedero como carretera entre la parra y el limonero, en busca de mayor frescura.

El piso era de cemento agrietado y lleno de parches. Varias tonalidades de gris denotaban las edades de los remiendos. Estaba desnivelado, y cuando llovía había que esquivar charcos tan grandes como la laguna de Mar Chiquita. En algunos rincones, donde el cemento había sido carcomido por el agua y el taconeo, sobresalían ladrillos rojos con inscripciones de fabricación francesa que, según mi papá, habían pertenecido a “épocas de vacas más gordas”.

Las paredes que daban al patio eran ásperas como cáscara de naranja, y de alturas desiguales. En la parte inferior, los estragos de la humedad habían carcomido el revoque, y entre las cicatrices asomaban algunos ladrillos con las puntas apolilladas. Arriba, delineadas por una canaleta que organizaba lluvias, los colores ya desgastados e imperceptibles se fundían con el celeste cielo, aunque un verdoso enmohecido iba ganando terreno año tras año.

Donde coincidían pared y piso, ya no había espacio libre. Mi mamá lo había llenado de macetas de terracota con jazmines, pensamientos y geranios, mientras que las calas, como espadas de gladiadores romanos, jugaban libres en un cantero desde el que se podía cavar hasta el centro de la Tierra. En tarros de aceite YPF y de aceite Cocinero, plantaba perejil, laurel y orégano que luego cosechaba para sus recetas más suculentas de fines de semana.

Había que estar muy alerta para descifrar la mezcla de olores y sonidos que competían por su propio espacio. Muchos clientes primerizos en el patio preferían no tomarse el trabajo de afinar la nariz y el oído. Quedaban atontados con una mezcolanza espesa de aromas y ruidos, como si estuvieran paseando por un parque botánico y un jardín zoológico al mismo tiempo.

Las fragancias agridulces de especias, flores y limones se ligaban con los olores pastosos de los almidones y el perfume del agua jabonosa que se escurría de las prendas en el tendedero. Cerca de la hora del almuerzo, los clientes pasaban al bañito para dejarse asaltar por un festival de glándulas salivales generado por el aroma que emergía de la ventana enrejada de la cocina. El olor de embutidos colgados de los tirantes del techo y las salsas con ajo en la sartén sobre la hornalla se licuaban con el olor de la carne y los chinchulines casi a punto, que despedía una parrilla en el rincón más al oeste del patio. Era el espacio del que se había apropiado el Zorrino, como el “asador oficial” de los changarines: “Esta es mi cocina en el mapa”, definía.

La limpieza y el baldeo tocaban los viernes. La creolina borraba por unas horas todos los demás olores, pero también el hedor de cascarudos, uriburus y catangas que habían dejado sus estelas en noches pasadas.

Una vez al año, en días de verano, desentonaba un tufo extranjero. Lo despedía la lana de oveja de los colchones que mi mamá aireaba en el medio del patio, sobre unas chapas viejas de cinc corrugado. Peinaba las hebras, apelmazadas por el uso, buscando rastros de chinches pasajeras. Y una vez resecas por el sol y más esponjosas, las estrujaba dentro del forro azul con gaviotas en relieve dorado, consiguiendo que el colchón retomara su espesor original. “Ahora sí que van a dormir como angelitos”, auguraba, mientras le rociaba gotas de Polyana 555 o la “Alegría de vivir”, en un intento por eliminar efluvios de humedad y orines pasados.

Los sonidos daban al patio su propio lenguaje. Desde la gran pajarera de mi hermano, que ocupaba toda la pared entre el garaje y la cocina, brotaba un trino selvático. Benteveos, brasitas coloradas y zorzales criollos competían por los despertares de la mañana. Sus cantos se mezclaban con el gorgoreo de las palomas mensajeras que anidaban libres en el techo del bañito, bajo las hojas enceradas del limonero. Los canarios flauta de mi papá, carmines y salmones, enjaulados sobre la pared del bañito, hinchaban el pecho, fanfarroneando y gozosos de que también se los escuchara.

En el cielo, el “teru, teru… teru, teru” de los teros campesinos en fila india y vuelo a media altura, presagiaba la visita segura de algún familiar a la hora de la comida.

–Fijate. Nunca mienten. Vuelan tres adelante y tres más atrás, así que hoy vendrán de Eustolia y de Clucellas, de tu familia y la mía –le anunciaba seguro mi papá a mi mamá desde que, de muy chico en Eustolia, había aprendido de la nona Chinta a leer los mapas del cielo.

En días ennegrecidos y con el olor a tierra mojada que llegaba desde el sur anunciando lluvia a baldes, el aullido de los animales lo invadía todo, asustados como si estuvieran oliendo un terremoto. El Pinky, mi perrito medio chihuahua con una pizca de algo más, ladraba desaforado; el Piojo de mi mamá se autocompadecía con su famosa frase “pobrecito el Piojo”, y la Pancha de mi hermano giraba desorbitada sobre el tendedero, anunciando truenos y relámpagos.

Tras la lectura parsimoniosa de las nubes, mi papá solía entonar los mismos versos tangueros que presagiaban una tormenta eléctrica cargada de refucilos: “…Y un perfume de yuyos y de alfalfa que me llena de nuevo el corazón…”

En esa jungla de trinos, versos tangueros y estruendos celestiales, había un sonido capaz de entorpecer a todos los demás. Era el silbido antojadizo y penetrante de mi hermano. Tenía una predisposición especial para las melodías pegajosas de la radio. Le daban igual canciones de rock, jingles publicitarios, el Himno Nacional o el de la escuela. Volvía loco a medio mundo.

–Me tenés harto; cerrá ese pico, Gerardo –le rogaba mi papá.

–Dejalo, viejo, ahora que va a piano de la Canale, seguro que tiene vocación de músico y algún día te va a acompañar cuando toques la armónica –retrucaba ilusionada mi mamá.

–Que lo tiró; si le tapás la boca, silba hasta por atrás.

Mi papá era mucho bla blá con los rezongues, pero yo era el único que tenía un arma poderosa e infalible para neutralizar a mi hermano, parecida a una gota de tortura china, algo menos letal. Se trataba de una cumbia de moda, querendona y contagiosa, que le cantaba mientras le hacía un contoneo torpe de caderas invitándolo con ademanes a bailar.

–”No me mires, corazón, shi-quin-dííííínnn, shi-quin-dííííín”; “No me mires, corazón, shi-quin-dííííínnn, shi-quin-dííííín”.

Había algo indescifrable en esa música, que nunca supe; quizá mi tono o la letra, que detonaba en mi hermano una explosión de furia, transformándolo en un ogro como los de abajo en el sótano. Fruncía el ceño y me clavaba una mirada gélida con ojos achinados, mientras refunfuñaba unas palabras que se iban alargando y aumentando de tono.

–Te voy a mataaaaaarrrrrrrr.

–Correme, mariquita.

Era el momento preciso para hacerme humo. Salía disparado a toda velocidad sin dirección fija, apretando los glúteos hacia delante y con los brazos hacia atrás, volteando cajones vacíos o cualquier otra cosa que sirviera de obstáculo en su camino.

Tarde o temprano mi hermano me alcanzaba y con zancadilla de judo me tiraba al suelo. Daba igual sobre el duro cemento o la gramilla esponjosa. De espalda boca arriba, no podía zafarme ni defenderme.

–De esta no te salva ni Mandrake. A ver, llorá; a ver quién es el mariquita ahora. Dale, llorá, dale, cantá de nuevo, dale…

–Mamiiiiiiii, ma… –atinaba a gritar, pero al segundo grito me lo ahogaba con una mano y con la otra me reventaba a cosquillas en las axilas.

Mi mezcla de risotadas y lloriqueos no despertaba compasión; y sabía que lo peor estaba por llegar. Se venía una tortura china de verdad.

Teniéndome a su merced boca arriba, se sentaba sobre mi panza y me inmovilizaba los bíceps con sus huesudas rodillas. Silbando bajito y carraspeando, fabricaba gallos de saliva espumosa que se entreveían por la comisura de sus labios, para luego dejarlos colgando como un subibaja de chicle. Con los dedos, imitaba los movimientos de una arañita, mientras los acercaba de a poco debajo de mi brazo, logrando que mi boca se abriera como una ventana.

Un “¡nooooooooooo, mamiiii!” que me salía del fondo del estómago y repetía entre carcajadas nerviosas viendo cómo el gallo elastizado se me acercaba, era mi último recurso para pedir compasión. ¡Ni modo! Con certeza quirúrgica, el gallo pegaba en mi campanilla.

–Asqueroso de mierda, soltame, soltame –gritaba rabioso, todavía con el gusto ácido de la saliva extranjera en mi boca y tratando sin éxito de zafarme con unos corcoveos de potrillo.

–Jurá por Dios que no me vas a hacer más burla. No le vas a decir nada a mami ni a papi.

–Te lo juro, te lo juro, Gerardo. Soltame, soltame… asqueroso, me duele. No me voy a escapar.

–Te dije que lo jures por Dios. ¡Juralo por Dios! –me reclamaba, tratando de asegurar mayores garantías.

–Te lo juro por Dios.

Apenas sentía que amainaba la presión, saltaba de golpe y me ponía a unos pasos de distancia, mientras pensaba en el camino más fácil por donde emprendería la nueva fuga. Y cuando veía que mi hermano se distraía un poquito, le retrucaba el estribillo torturante, con mi cara aún más exagerada de morisquetas.

–”No me mires, corazón, shi-quin-dííííínnn, shi-quin-dííííín, No me mires, corazón…”

–Te voy a reventar la jeta de un piñón –bramaba de nuevo, ya sin poder alcanzarme.

–Mami, mamiiiii, Gerardo me quiere matar –gritaba cada vez más fuerte, enfilando hacia el salón del bar, tratando de que mi mamá saliera al rescate.

Mi mamá aparecía en escena con un grito agudo que opacaba los nuestros, y hasta la Pancha, el Pinky y el Piojo quedaban espantados.

–Basta de gritar, carajo. Son hermanos, Dios mío. Si no dejan de pelear, ¡ya van a ver cuando llegue su padre! –amenazaba, levantando la voz en las últimas sílabas.

Nada de lo que decía daba miedo, excepto la última frase, “ya van a ver cuando llegue su padre”. Era una oración llena de magia. Hacía que mi hermano desapareciera por completo un par de horas y yo me desdibujara entre los clientes del bar hasta que pasara la tormenta.

A la hora del almuerzo, y temerosos de que mi mamá pudiera activar la frase en cualquier momento, mi hermano y yo ni siquiera pestañábamos.

Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “Ballenas, apaches y la mesa de granito”

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