El país de las asimetrías
En la vasta Argentina que se extiende más allá de la opulenta Pampa húmeda, los miserabilizados descendientes de los pueblos originarios juntan el agua de lluvia en baldes, soportan que funcionarios se apropien de las donaciones destinadas a sus comunidades –como sucedió en Tartagal– y se refugian en el monte para huir de la persecución de las fuerzas del orden del régimen feudal de Gildo Insfrán en Formosa.
Son las mismas comunidades que ahora acampan en Plaza de Mayo tras esperar por más de un año que el Gobierno nacional les concediera una audiencia siempre retaceada para no irritar al compañero Gildo, gobernador de «la provincia más democrática», según el secretario de Derechos Humanos de la Nación.
Pese a todo, nadie podría poner en duda la coherencia oficial en la materia: Horacio Pietragalla les exigió que militen si quieren ser atendidos, ante el silencio complaciente de Magdalena Odarda –titular del Inai, institución que debe velar por los derechos de los aborígenes– y la oportuna ausencia de la responsable del Inadi, ocupada por estas horas en encontrarle un puesto público a su empleada doméstica. Y el adecuado marco brindado por numerosos organismos defensores de –algunos– derechos humanos, siempre enfocados en cuestiones de mayor trascendencia.
Ya en 1947, otros representantes de las mismas comunidades que llegaron hasta Buenos Aires ilusionados por un gobierno popular habían sido cargados en los vagones de ganado que los llevaron de vuelta a su territorio, y luego masacrados a centenares en Rincón Bomba con el aporte de los aviones de la Fuerza Aérea que los ametrallaban desde el aire, en lo que algunos consideran el bautismo de fuego de la fuerza. Y mucho antes en Napalpí, en 1924.
Hoy no se requieren balas para el mismo trabajo: lo hacen la miseria, la tuberculosis, el Chagas, las aguas contaminadas.
En las provincias feudalizadas, los qom (tobas), wichis, chiriguanos, chorotes y tantas otras etnias fueron incorporados por la fuerza como braceros en tabacales y algodonales, para ser explotados como mano de obra semiesclava a la que se arreaba como ganado y se baleaba si protestaba, prácticas que atraviesan tanto al gobierno de Marcelo Torcuato de Alvear como al de Juan Domingo Perón, historia que es solidariamente ignorada por todo el arco político argentino.
Pero nunca estuvo tan a la vista la existencia de una política para el sector: es esta que hoy se ejecuta sin que los encargados de llevarla a la práctica siquiera se ruboricen.
También en eso debe reconocerse coherencia: durante el último gobierno de Cristina Fernández, los mismos que hoy esperan en Plaza de Mayo estuvieron acampados durante nueve meses, consecuentemente ignorados mientras alimentaban la curiosidad de citadinos que nunca habían visto a un descendiente de aborígenes. Como sucedía en el circo de Barnum, pero sin pagar entrada.
Es la irrupción brutal de lo que algún estudioso consideraría como una cuestión de desarrollo asimétrico. Aunque suene mejor llamarlo injusticia, a secas.
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