El lado oscuro de “El Principito” (y de su autor)
Consuelo y Antoine se conocieron en Buenos Aires.
Ella había nacido en 1901 en El Salvador y su nombre completo era Consuelo Suncín-Sandoval Zeceña.
Él era apenas un año mayor. Había nacido en la ciudad de Lyon, durante un redondo 1900, y su vida se truncó en algún lugar del Mediterráneo, mientras volaba cumpliendo una misión de las fuerzas del aire francesas en África del Norte, durante la Segunda Guerra Mundial, un día de julio de 1944. El avión y el cuerpo de Antoine de Saint-Exupéry nunca se encontraron.
Son muchos los especialistas que piensan que El Principito, todavía una suerte de epítome de la literatura “universal” (es el libro más traducido en el mundo después de la Biblia), esconde, solapa o entreabre unas puertitas para leer allí, en clave, el relato de una relación matrimonial tormentosa entre Antoine y Consuelo.
Pese al consenso entre críticos y entendidos sobre esa perla negra oculta en la dulzura tristona de El Principito, se sabe mucho de él y casi nada de ella.
Consuelo era poeta, pintora y (al parecer) un poco mitómana. Más que nada, por conveniencia. Para mantener cierto decoro social al que la obligaba la época. Cuando conoció al autor y piloto francés se etiquetaba como viuda. No le parecía conveniente revelar que antes de enviudar de su segundo marido ya se había divorciado del primero. Tan joven y con tanto prontuario.
Antoine y Consuelo, entonces, se flecharon a orillas del Río de la Plata en 1930. Se casaron. Y no vivieron precisamente en un lecho de flores, sino que el matrimonio fue un campo de espinas. Así lo cuenta ella al menos en sus Memorias de la rosa, donde describe al aventurero y escritor como un hombre ambicioso, que no piloteaba su ira, infantiloide y cruel, intimidante, dado a la tortura emocional y a ser un buen amante de un montón de amantes.
El Principito, publicado hace 80 años, en abril de 1943, podría ser la alegoría de una guerra conyugal, en la que Consuelo es la rosa del planeta B 612. “Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus espinas”, se lee en un célebre pasaje de la famosa novelita.
El matrimonio duró 13 años.
Consuelo escribió Memorias de la rosa en 1945, uno año después de la desaparición en el mar de Saint-Exupéry, pero el manuscrito fue hallado recién en 1979 y no se publicó hasta el año 2000. Lo primero que hizo el libro fue mancillar el típico gusto francés en materia de héroes y prosa lírica. La autora fue tildada, post mortem, de fabuladora. La historia de su amor amargo quedó reducida a la leyenda de “la mujer que inspiró El Principito”. Y su figura volvió a ser una nota al pie en los relatos oficiales sobre el romántico y genial Antoine.
Hasta ahora. El sello español Espinas Editorial acaba de publicar una traducción de estas memorias (¿se distribuirán en la Argentina?) sobre un vínculo tumultuoso, que se carga al ídolo y que, seguro, hará que El Principito y su autor se vean con otros ojos.
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