El delito de ser pobre
En una noche cualquiera de agosto de 2020, en una calle cualquiera de la ciudad de Córdoba, un adolescente de 17 años fue asesinado de una manera despiadada y estúpida.
Hace pocos días, el tribunal que condenó por ese crimen a 12 policías publicó 2.123 páginas con los fundamentos de su decisión. En ese texto, hay 17 menciones a que la víctima, que se llamaba Valentino Blas Correas, pertenecía a la clase media.
La expresión aparece en testimonios de acusados, testigos o familiares que citan a un político o a un comisario que dicen cosas como “vamos a tener quilombo porque matamos a un pibito que era de la clase media”; la familia es “de clase media y los quilombos van a ser muy grandes”, o “prepará las vallas porque son de clase media y vamos a tener problemas”.
Estas menciones hacen recordar el caso de Julián Antillanca, un joven de 19 años de la ciudad de Trelew, asesinado a golpes por policías en 2010.
En las audiencias del juicio, resaltó la declaración de un oficial que describió el trabajo policial de intervenir en las peleas entre las diferentes clases sociales que concurren a bailar a los boliches chubutenses: “Están los negros que escuchan cumbia y los chetos que escuchan electrónica”. Antillanca no escuchaba música electrónica.
No disparen, soy de clase media
Muchos vinculan estas lecciones de racismo y de clasismo policial a la arquitectura identitaria de los policías, preocupada por escaparle al extendido prejuicio de que pertenecen a la misma geografía social que los delincuentes. Unos eligieron jugar a los polis y otros, del mismo barrio, a los ladris.
Antes, el empleo estatal, como el título universitario, eran certificados indubitables de pertenencia a la clase media. Hoy miles de argentinos, entre ellos los policías, viven el fenómeno de seguir laborando para el Estado pese a haber quedado colgados al borde o haber desbarrancado por debajo de la línea de pobreza.
Este mismo fenómeno de diferenciación clasista en el dolor se vivió en la tragedia de los desaparecidos por la dictadura militar.
Graciela Fernández Meijide, madre de un desaparecido de 17 años, reflexionó alguna vez que los jerarcas de las Fuerzas Armadas cometieron el error de haber matado también a hijos de familias acomodadas. La madre de Plaza de Mayo Nora Cortiñas, que también tenía un hijo desaparecido de 16 años, en una charla en 2016 la repudió diciendo: “Esa señora, le digo así porque no tenemos nada en común, es de la clase social de (Mauricio) Macri”.
Delitos de guante negro
En 2017, el Colegio de Abogados de Córdoba realizó una encuesta entre sus socios que arrojó esta cifra asombrosa: el 87,9 de los abogados creía que los jueces fallaban de manera diferente según cuál fuera la condición socioeconómica de los imputados.
En 2015, un comisario cordobés fue juzgado por exigir a sus subordinados detener a jóvenes por “portación de cara”, la irónica genialidad que describía el racismo de esas intervenciones. Con la Policía o con los jueces, está claro, los pobres, quienes no son de clase media, la pasan mucho peor. Matar o condenar a un pobre parece pensarse que es menos gravoso. Eduardo Galeano escribió sobre los nadies, quienes valen menos que la bala que los mata.
Este positivismo criminológico de jueces y policías, que considera que algunas personas, por su posición social, tienen mayor predisposición a cometer delitos, se complementa con la estigmatización geográfica y social que suele hacerse desde el periodismo. Hay barrios donde “no se puede vivir”, donde “se escuchan balazos todas las noches” o que están “gobernados por los narcos”.
En su Historia de la clase media argentina, Ezequiel Adamovsky dice que la clase media no es algo observable ni palpable, a diferencia de otros estamentos sociales como los sectores obrero o empresario. La clase media, como los duendes patagónicos, como el pombero guaraní, como la justicia social peronista, no existe. Es un mito. Es un deseo imaginario. Es un ansia social diferenciadora, un refugio mental donde miles de familias intentaron guarecerse en las últimas décadas del inexorable hundimiento de la Argentina. Es un fantasma que hasta consigue que la Policía se arrepienta de sus tiros.
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