La Voz del Interior @lavozcomar: El Cuarto de Ámbar

El Cuarto de Ámbar

En 2002, cumplía una pasantía por la Escuela de Historia de la Universidad Nacional de Córdoba en la Municipalidad de la capital provincial. Prestaba servicios en el área de Arqueología Urbana y Patrimonio Arquitectónico de la ciudad. Un trabajo interesante, aunque a una distancia entre polos de tener un uniforme caqui, un látigo y un sombrero australiano.

Realicé excavaciones en la Compañía de Jesús, en el Salón De Profundis y en el Molino de Hormaeche, entre otros sitios.

Ese verano, en medio del receso, transcurría en un ambiente de aburrimiento de catálogo y carga de datos sobre la cerámica, la vajilla española y los clavos del siglo XVII encontrados en esas excavaciones.

Una mañana apareció en la oficina, derivado por la guardia del Cabildo, un hombre que se presentó como Günter Bahl, arqueólogo alemán de la Universidad del Volga. Echó su voluminoso cuerpo en la precaria silla de oficina y buscó su tarjeta en su chaleco de pescador.

–Tengo el trabajo más importante del siglo para ustedes, dijo, con la respiración entrecortada y el acento alemán bien marcado. –No esperó a que yo preguntara a qué se refería–. Encontré el lugar exacto de enterramiento del Cuarto de Ámbar. Aquí, en La Cumbrecita.

–¿El Cuarto de Ámbar del Palacio de Invierno de San Petersburgo? –pregunté.

–De Leningrado, sí –dijo sorprendido, y agregó–. He venido al lugar justo.

El doctor Bahl, como rezaba su tarjeta algo manchada de aceite y resquebrajada por varios doblajes, pedía algo muy simple: palas, picos, pinceles, zarandas y el pago de alojamiento y honorarios. Más un acuerdo sobre el valor a pagársele cuando desenterrara el tesoro de ámbar.

Era inevitable pensar que el doctor Bahl era un excéntrico. Todos los detalles en él mostraban casi sin equívoco un desbarajuste de la realidad evidente; una megalomanía le manchaba la mirada como el aceite lo hacía con su ropa de explorador. No le fue bien con las autoridades, esperó varios días de visitas consecutivas para que lo atendieran hasta que, al fin, no apareció más por el Cabildo.

La visita de Bahl me hizo buscar la revista Todo es Historia, en la que leí la historia del Cuarto de Ámbar. Montada en Prusia en el siglo XVII, la cámara cubría originalmente la sala privada del rey en el palacio de Charlottenburg, en Berlín. Permaneció allí hasta 1716, cuando el rey de Prusia, Federico Guillermo I, la obsequió al zar Pedro el Grande.

El zar no sólo la instaló en el palacio de San Petersburgo, sino que fue ampliándola poco a poco hasta completar las casi seis toneladas de ámbar que tenía hasta el 14 de octubre de 1941, cuando bajo directivas expresas de Heinrich Himmler, elementos del Grupo de Ejércitos del norte alemán empezaron a desmantelarla para devolverla a Berlín. Retorno por demás complicado en medio de la campaña rusa. El camino terminó en Königsberg.

Sumado al avance soviético, los propios generales alemanes, como Guderian, boicoteban el traslado, indignados de ver como se derivaban recursos –que esperaban para sus tropas mecanizadas– en transportar arte y tesoros destinados a residencias de los jerarcas nazis.

Los expertos coinciden en que el gabinete se perdió el 9 de abril de 1945, cuando la artillería soviética, al mando del teniente Brusov, paradójicamente encargado además de averiguar el paradero y recuperar la cámara, redujo a escombros el castillo de esa ciudad, cuartel general de las SS, donde se resguardaba el Bertsteinzimmer (gabinete de ámbar).

Un mes después de su visita, vi a Bahl en pleno almuerzo en un bar frente a la plaza San Martín. Me hizo señas para que lo acompañara.

La curiosidad pudo más que el pudor y me acerqué a su mesa. Comía un lomo completo, entre papeles y fotos. Toda la documentación estaba marcada con dedos impresos de grasa de otros almuerzos, a los que sumaban estas nuevas capas.

Me preguntó si quería almorzar. Su acento era apenas perceptible y parecía más santafesino que del Volga. Me senté y llamó al mozo con movimientos ampulosos. Estaba vestido igual que el día en que visitó la oficina. Pidió otro lomo, se excusó de su voracidad acusando al calor y, sin dejar de comer, me alcanzó una foto de un barco de guerra.

–El Gustloff –dijo–. Ahí cargaron la cámara el 30 de enero del ‘45. Albert Speer supervisó la carga. Lo sé porque mi padre estuvo ese día. Nadie la destruyó. Hay una carta a Himmler enviada por Guderian, jefe del Grupo de Ejércitos Norte, donde se queja de la prioridad de transporte de tesoros rusos y la falta de combustible para sus blindados. Ahí menciona que el Gustloff debería traer tropas y suministros en vez de llevar la Cámara de Ámbar. El Gustloff llegó a La Plata el 25 de mayo de ese año.

De nada servía decirle que ese barco fue torpedeado y hundido por un submarino soviético en el mar Báltico el mismo día de la supuesta carga, lo que les costó la vida a más de nueve mil personas.

–Estoy armando un equipo privado de excavación. Estás invitado a unirte, a menos que seas un espía ruso o uno de esos sirios que trabajan en Odesa –dijo, entre mordiscos.

Lo miré en silencio comer su segundo lomito, le dije que lo iba a pensar y volví a cumplir mi jornada al Cabildo. Nunca más vi al doctor Bahl. Seguía, sin embargo, las noticias en los diarios, en espera de que el mito se volviera realidad. Nunca encontré el nombre de Günter Bahl asociado al descubrimiento del Cuarto de Ámbar.

Yo no usaba Google en esos días; ni siquiera sé si existía ese año. Recuerdo haber leído, un año después, que había finalizado la reconstrucción del Yantarny Kabinet (el Cuarto de Ámbar, en ruso) en San Petersburgo, inaugurado unos meses después con un acto nacional a toda pompa.

En 2010, sentado en el mismo bar donde vi por última vez al arqueólogo alemán, me enteré, en medio de un juego de sincronía junguiana, de que Günter se llamaba Javier, que había nacido en Posadas y no a orillas del Volga, y que, con suerte, era tercera generación de inmigrantes alemanes. Solía usar los nombres de Günter, Jürgen o Matthias y era, en alternancia, arqueólogo, experto en Wagner o gerente de Opel para Latinoamérica.

No se sabía nada de él desde hacía unos años. Hijo único, remató la casa familiar a la muerte de sus padres y dejó Misiones en 2001.

Me gusta pensar, contra todo pronóstico, contra toda lógica, que Günter Javier Jürgen Matthias Bahl cruzó fronteras perseguido por la organización Odesa, con la Interpol en los talones, o que la KGB al fin dio con él y pudo escapar usando un látigo como sólo los arqueólogos saben usarlo. No quiero pensarlo en una pensión limpia pero triste, repasando sin cesar documentación de la Segunda Guerra, manchada aquí y allá con tan prosaicos puntos de aceite de cocina.

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