El coronavirus y nuestra anomia
En seis meses de vigencia de la ley provincial 10.702, que estableció las sanciones pecuniarias para quienes violaran las restricciones sanitarias en el contexto de la pandemia de coronavirus en territorio cordobés, según números oficiales se labraron 44 mil actas por infracciones, las que originaron una recaudación de 35 millones de pesos.
Las normas de comportamiento eran las medidas oportunamente dispuestas por el Centro de Operaciones de Emergencias (COE). Eso incluía hasta la letra chica de los protocolos para actividades específicas.
Son multas que corren en paralelo a la acción penal en aquellos casos en que la Justicia la considere pertinente, y se pueden aplicar tanto a personas físicas como a personas jurídicas.
Supongamos que las personas jurídicas no fueron sancionadas, y estimemos la población provincial en tres millones y medio de habitantes: apenas algo más del uno por ciento de los cordobeses habría sido sancionado. La proporción permitiría hablar muy bien de nosotros mismos: un 99 por ciento de la sociedad habría respetado la ley; para mayor abundamiento, una ley reciente, dictada en medio de una emergencia extraordinaria.
Sabemos que la realidad es muy diferente. El cordobés promedio, como el argentino promedio, tiende a transgredir lo que dicta la ley en cuanta oportunidad tiene a su disposición. Como se ha dicho tantas veces, nuestra cultura tiende a la anomia. Donde no somos controlados, es decir que no corremos el riesgo de ser sancionados, si nos conviene ignoramos la ley.
Por eso, para interpretar esta otra estadística de la pandemia habrá que tener presente las advertencias del Ministerio de Seguridad, que se encargó de difundirla: los inspectores habilitados para labrar las actas correspondientes aplicaron la norma con un criterio sanitario. En otras palabras, ante la constatación de la falta, procuraron modificar la conducta del transgresor; la multa operó como el último recurso.
Es decir que si alguien era retenido en un puesto de control por no llevar barbijo, lo primero que hacía el agente del Estado era marcarle la falta y pedirle que acatara la norma; esto es, que se pusiera uno. De ese modo, el acta sólo se labraba cuando el infractor se negaba a entrar en razones, y por el contrario, podemos conjeturar, generaba una discusión sin sentido con el funcionario.
Pues bien, la falta más frecuentemente sancionada ha sido la ausencia de barbijo, que figura en el 70 por ciento de las actas. Entonces, debemos invertir la suposición anterior: resulta sorprendente que casi el uno por ciento de la población provincial haya sido multada por negarse a usar barbijo en la vía pública, cuando todos sabemos que frente al coronavirus es la medida preventiva más elemental, junto con evitar el contacto físico.
Y como todos sabemos que los controles son tan laxos como escasos, vale deducir que los multados debieron ser muchos más. Mientras el Estado legitime nuestra anomia, será casi imposible promover una cultura de la legalidad.
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