El conventillo de mi infancia
Hubo un tiempo que en barrio Güemes, de la ciudad de Córdoba, había numerosos conventillos, llamados por el pueblo “casas chorizo”, por la disposición de las habitaciones en hilera, generalmente a lo largo de un patio. Al caminar por las calles Bolívar, Ayacucho, Montevideo, por la San Juan cuando era de tierra y no se había hecho el bulevar, se podían ver los largos patios y las piezas. En uno de ellos pasé parte de mi infancia y adolescencia.
Era un terreno enorme, de 15 metros de ancho por 60 de largo. Por lo menos eso le decía a los inquilinos el propietario, don Carlos –un italiano venido a la Argentina en las oleadas inmigratorias de fines del siglo XIX y que había hecho fortuna–, cuando llegaba todos los meses a cobrar los alquileres.
En la vereda comenzaba un pequeño zaguán con una puerta, por la que se ingresaba al largo patio donde se encontraban las habitaciones a derecha e izquierda. Al final, había un galponcito con techo de chapas de zinc, un fogón que hacía las veces de mesada y dos cocinas de hierro. Atrás, un pequeño baño que era usado por todos y que, a manera de puerta, tenía una tabla vaivén que no llegaba al suelo, y también desde el borde superior hasta el techo quedaba un buen espacio.
Pieza por pieza
Mi padre consiguió alquilar las dos primeras piezas, que eran las mejor ubicadas, porque el propietario era un conocido de la familia. Eran altas y frescas en verano y estaban en buen estado de conservación; no tenían ventanas y se comunicaban al patio por la puerta. El piso era de mosaicos, descoloridos por los años. Todavía recuerdo las guardas y las figuras geométricas de las baldosas; en las demás piezas, el piso era de cemento.
En la pieza que seguía a la nuestra, vivía un repartidor de leche de una tradicional empresa láctea que aun se mantiene en actividad. Todas las mañanas salía en su camioncito a repartir.
En la siguiente, vivía un matrimonio sin hijos; él era sereno de obras, dormía toda la mañana, almorzaba sentado a una pequeña mesa frente a la pieza y compartía, muchas veces, charlas con mi padre o con algún inquilino. Pasaba la siesta dormitando bajo la sombra de un paraíso que había en medio del patio. Cenaba temprano y salía para el trabajo en su bicicleta. Todavía recuerdo que llevaba los pantalones levantados hasta la mitad de la pantorrilla, sujetados por broches para que no se ensuciaran con la grasa de la cadena.
También vivían dos muchachas, de aspecto un poco provocativo, que casi no hablaban con las mujeres. Ellas llegaban al conventillo al amanecer, dormían todo el día y salían a la noche.
Un pintor de obras, su señora y los cinco hijos alquilaban dos piezas del lado izquierdo del patio. Este hombre tenía mucho trabajo; siempre entraba y salía con escaleras, brochas de pintar y tachos de pintura.
Una pareja de recién casados ocupaba una pieza del medio; él trabajaba en una empresa de entrega de encomiendas y ella como empleada doméstica.
Juegos, retos y peleas
Los chicos le teníamos miedo a una viejita que ocupaba la primera pieza frente a las nuestras. Ella tenía cabellos blancos, tez rosada, mirada severa, labios que parecían siempre contraídos. Era de baja estatura, regordeta y nos retaba permanentemente a todos. Decía que nos tendrían que lavar la boca con lejía, como se llamaba en aquella época al agua lavandina, por las malas palabras que a veces decíamos, y que nuestros padres, con quienes discutía con frecuencia, no nos enseñaban el respeto a las personas mayores, lo que en parte era cierto.
Mi madre tenía buen trato con los inquilinos, salvo con doña Esther, la mujer del pintor de obras, a causa de las peleas que yo mantenía con los hijos de ella y porque Esther había visto que yo y otros chicos de la cuadra lanzábamos piedras con una honda a las flores que ella había plantado en el cantero y le rompíamos las macetas que tenía colgadas de soportes en las paredes.
Los chicos del conventillo habíamos armado un equipo de futbol y jugábamos en un campito con los de la calle San Juan o con los de Bolívar y Belgrano.
Había bronca entre los equipos; los del conventillo les decíamos que vivían en ranchos y nos respondían que un rancho era mejor que un conventillo, donde ni baño privado había.
Rutinas y fines de semana
Muy temprano, las mujeres iban al galponcito, colocaban carbón o leña en las cocinas de hierro, encendían el fuego y preparaban el mate para los maridos antes de que salieran a trabajar; y después de darles “yerbiado” a los hijos, les ponían el guardapolvo blanco y los llevaban al colegio.
Pasaban la mañana zurciendo, cosiendo botones, lavando ropa en grandes piletas en las que todavía se usaban las tablas de madera acanalada donde refregaban las prendas; también barrían el patio, que era de ladrillo.
Hacían las compras en los negocios del barrio, ya que en esa época no había supermercados. En la misma cuadra había una verdulería de un español; allí, las mujeres reclamaban que nunca les fiaba cuando los maridos pasaban algún tiempo sin conseguir trabajo. A mitad de cuadra estaba la carnicería, cuyo propietario era más comprensivo en cuanto a estos temas, pero ellas reclamaban que vendía carne dura; en la esquina, había un almacén.
El entretenimiento era la radio; todavía había muchos aparatos de los llamadas “catedrales”, de madera, altos, y curvos en la parte superior.
Los domingos se escuchaban los partidos de fútbol; en general, los hinchas de un equipo se reunían en uno de los extremos del patio y los hinchas de los cuadros contrarios en el otro. Pero cuando jugaban Boca y River, comenzaban las discusiones y las bromas. Por las noches, música o los radioteatros. No había televisión, y sólo las familias acaudaladas tenían línea de teléfono.
Rumbo a la casa propia
Aun cuando se pagara menos alquiler y se redujeran gastos, continuaban los vaivenes económicos. Mi padre intentó mejorar la situación. Con un socio, alquiló un local donde instaló una fábrica de soda; después abrió un almacén, pero ninguno de los dos emprendimientos, como tantos otros, dieron resultado.
Sin embargo, de alguna manera conseguía mantener a la familia. Si bien no teníamos una vida acomodada, tampoco sufríamos necesidades. A mi madre le costaba adaptarse al conventillo; no tenía privacidad o las comodidades de un departamento, y le recriminaba a mi padre por los problemas económicos que pasábamos.
Por este motivo, meses después, gracias a un préstamo de mi abuelo y a la autorización del propietario, se construyó un baño, una cocina y una tapia, lo que transformó las dos piezas en un pequeño departamento independiente.
Cuando la obra se terminó, mi padre compró una cocina y una heladera a kerosene y un lavarropas. Pero como los problemas económicos continuaron, mi padre buscó un empleo más estable e ingresó a la sección administrativa de una empresa automotriz.
Meses después, consiguió un préstamo de un banco, compró un terreno y nuevamente mi abuelo lo ayudó y comenzó a construir una casa. La obra llevó varios meses y, cuando concluyó, dejamos el conventillo. La nueva casa estaba en un barrio alejado del centro.
En la memoria
Siempre recuerdo los años que pasé en el conventillo y a las personas que vivían allí, gente humilde y honesta. Nunca escuché a nadie que se quejara porque le hubieran sustraído algo. Recuerdo a los chicos con los que compartía juegos hoy casi olvidados, como remontar barriletes, el trompo, las figuritas, carreras de autitos que rellenábamos con masilla, todos los cuales han sido sustituidos por las pequeñas pantallas luminosas de los celulares.
También vienen a mi memoria las peleas que en ocasiones teníamos, pero que pronto olvidábamos.
Eran personas simples y disfrutaban a su manera de las pocas alegrías que la vida les brindaba. Nunca los volví a ver.
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