La Voz del Interior @lavozcomar: El apuro llegó a los chicos

El apuro llegó a los chicos

La tendencia en la mayoría de las actividades humanas actuales condiciona un apuro existencial que incluye a los niños desde temprana edad.

Jonathan Crary plantea, en su libro 24/7, las consecuencias de los procesos productivos que proponen los mercados –predominantemente lucrativos y tecnocráticos– sobre la capacidad de atención del individuo y de la sociedad.

La “disponibilidad absoluta de las horas del día y de los siete días de la semana” no deja espacio para pausas, vacíos creativos o premeditados enlentecimientos del ritmo de vida.

Con la omnipresencia de las redes como gran distractor, el descanso ha perdido sentido.

Cuando las jornadas se basan en su productividad, todo aquello diferente debe ser combatido, como las horas de sueño y el tiempo libre de obligaciones. Porque atentan contra la capacidad de imaginar realidades diferentes.

Antes o después, surgen enfermedades por agotamiento. Basta mirar el rostro de los chicos en este fin de ciclo escolar.

El apuro lleva a vivir una sucesión de momentos sin que ninguno llegue a convertirse en experiencia; las palabras no consiguen ser relatos.

Parafraseando a Carlos Skliar, sin percibir momentos decisivos o significativos durante la infancia, muchos adolescentes “envejecen sin hacerse mayores”.

A medida que esta aceleración vital se normaliza, el tiempo parece perder su fuerza ordenadora. Porque además del clima, los contagios y las carencias, es la insospechada extinción de las experiencias y los relatos constitutivos lo que conduce no sólo a enfermedades físicas, sino también a la sensación de transcurrir por terrenos fangosos, sin auténtica existencia.

Se afectan los diálogos, incluso los electrónicos, que no admiten tiempo para relecturas o reescrituras. La urgencia para responder le gana a algún tipo de orden en las ideas; los dedos son más veloces que los pensamientos, y así se generan frecuentes equívocos.

Cómo eludir el arrebato del tiempo

Algunos síntomas infantiles de autoprotección contra el apuro suelen ser interpretados como patológicos. Ciertos silencios adaptativos se asumen trastornos del lenguaje; algún intento por lograr lentitud se confunde con pereza, o el desinterés por consumir, que los desacomoda incluso dentro del propio entorno familiar, como extravagante.

Estas conductas reactivas son normales como modos de no dejar escapar el tiempo sin vivirlo, aunque con frecuencia terminan siendo diagnósticos: trastorno madurativo, del aprendizaje o de la socialización, que requieren fármacos; una eficaz manera de amordazar voces de protesta, ante tanto vértigo circundante.

Los niños y las niñas –sus conductas que definen infancias– no deberían cambiar tan temprano en personas sobrecargadas de actividades, hiperconectadas y en consumidores ansiosos; objetos más que sujetos de una escena ficticia basada en intereses externos.

No todos

Existe gente que elige la lentitud como modo de saborear su tiempo.

Otros se refugian en la solitud (soledad elegida), en la que se sienten a salvo de esclavitudes.

Muchos optan por la lectura de libros de papel, ejercicio de la paciencia que permite convertir palabras en ideas.

Y están quienes, sin culpa, celebran las inutilidades.

Son niños a quienes antes de los 5 años les cuesta comprender conceptos como ayer, mañana, la semana próxima o el año pasado.

Más de uno provoca sonrisas con frases como “Mañana estuvimos en la casa de la abuela”.

Impregnarlos de apuro no es sino otro modo de negar la infancia; tal vez, el único territorio de libertad bien entendida, creativa y sin compromisos.

Período que permite –o que permitía hasta hace poco– comportarse como niño.

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