Disertantes convictos en la universidad pública
Puede que el inexplicable origen de nuestros males estribe en la compulsiva necesidad de estar siempre corriendo los límites, tarea esta a la que dedicamos los mayores esfuerzos. Con resultados, debe decirse, dignos de mención.
Por caso, la presencia de Amado Boudou como disertante en un seminario sobre
lawfare
en la facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional de Buenos Aires es una buena demostración de que siempre hay espacio para hacerlo peor.
No se trata de que, como podría suponerse, el exvicepresidente que aún sirve condena en la comodidad de su casa vaya a relatar cómo fue que su intento de apoderarse de la fábrica de billetes de la Argentina, Ciccone Calcográfica, fue un fracaso que motivó su condena ratificada en triple instancia, según los estándares de la Justicia nacional.
Ese relato merecería la atención de los estudiantes de dicha facultad, sin duda alguna.
Pero el convicto de marras concurre a una universidad pública en su condición nunca acreditada de perseguido político, explicación que nunca antes se le había ocurrido a ninguno de los afamados pistoleros que jalonan la historia del delito rioplatense.
Honor al mérito.
Para ser honestos, nadie debería sorprenderse en un país en el que una facultad hermana de La Plata entregó a Hugo Chávez una distinción ¡por su defensa de la libertad de prensa! Y en otra de la Universidad del Chaco se hace cursar a los alumnos un seminario sobre “la herencia macrista”.
Pero en un país de psiquiatras y psicoanalistas –el nuestro lo es–, alguien debería preguntarse qué está ocurriendo con nuestra salud mental.
La universidad pública y gratuita que sostenemos todos los argentinos, incluidos quienes nunca tendrán el privilegio de pisar sus claustros, no puede ni debe ser el espacio propicio para una docencia militante, que actúa con la clara intención de formatear cerebros a partir de un discurso único y claramente autoritario. Ello en el lugar que debería propiciar el debate, la libre circulación de las ideas y una irrestricta libertad de pensamiento.
Todo lo contrario de esto son las muestras de vocación doctrinaria que no pocos docentes ostentan sin pudor alguno.
Pero, a la vez, se trata de ser y parecer.
Por ello, las universidades deberían velar por preservarse de la presencia de individuos que destacan por su prontuario, salvo que en esta época de nula meritocracia hayamos llegado a la conclusión de que debemos aprender de los condenados exitosos, rubro en el que tampoco milita el disertante convicto.
A tales efectos, hay sin duda muchos que podrían dar cátedra respaldados por sus pergaminos delictivos.
Y no menos triste es que una universidad nacional no se haya expedido sobre lo que sucede en sus claustros, señalando al menos su desacuerdo. Para que nadie piense que quien calla otorga.
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