Después del apagón
Estuvo la ilusión. La idea utópica de que dejaran de existir. Pero a medida que la imaginación inflaba esa posibilidad, la estabilidad del mundo empezaba a derrumbarse. En esa caída, millones de personas quedarían en las calles buscando trabajo (y eso que no abunda), preguntándose “y ahora qué”, “hacía dónde ir”, “por dónde buscar”. Entonces, la fantasía derivó en angustia. Pero a medida que pasaban las horas, la autocontemplación, la mirada hacia adentro y el silencio empezaban a ser, después de tanto tiempo, un alivio.
El lunes pasado, las aplicaciones más usadas y monopólicas del mundo dejaron de funcionar. Fueron casi seis horas de ausencia. Las personas que trabajan pegadas a las redes sociales tuvieron que relajar el brazo derecho, levantarse de la silla y ocupar su tiempo en otra cosa. Quienes no trabajan con redes, pero sí con mensajería instantánea, comprobaron que no hay necesidad de la comunicación continua, persistente e insistente entre compañeros de trabajo y, sobre todo, con las líneas jerárquicas.
Es que las mensajerías instantáneas nos transformaron la vida. Están quienes las defienden y dicen que depende del uso que se les dé para que no te consuman la vida; y están los detractores, que prefieren ni probarlas, para no caer en el abismo.
Basta sentarse en un bar para comprobar el poder que tienen. O pedirle a la aplicación que calcule la cantidad de mensajes que uno intercambia, por ejemplo, con jefes o jefas del entorno laboral. El abuso del dispositivo en entornos laborales empieza a ser un hastío para la mayoría de quienes trabajan. Nadie lo soporta. No hice una encuesta, pero la mayoría está podrido.
Hace unas semanas, el teléfono de mi pareja sonaba un día a las 20.45. Yo preparaba la cena, él bañaba a nuestro hijo de menos de 2 años. El teléfono insistía. Él me pidió que atendiera, porque si alguien llama más de dos o tres veces, uno supone que es algo urgente. Era una señora que necesitaba enmarcar un espejo (mi pareja se dedica a eso).
Le respondí que en ese momento el negocio estaba cerrado. La mujer se enfadó y me dijo que ella le había escrito a “mi marido” por WhatsApp, que él ya lo había visto porque le mostraba las dos rayitas celestes de leído y que no le había respondido. Y que ella necesitaba saber si iba a tener o no el espejo, y siguió hablando… y siguió hablando…
La mujer no tenía problemas mentales. Tampoco era una persona desequilibrada. Era una profesora de yoga, preocupadísima por solucionar el marco de un espejo un martes a las 20.45.
La ansiedad, el acoso, la insistencia, el poco registro del uso del tiempo del otro, la idea de que el otro está siempre disponible para preguntar, consultar o charlar son algunos de los efectos colaterales que generan las redes sociales y, sobre todo, la aplicación de mensajería instantánea.
Regular su uso sin que una de las partes se sienta ofendida como un niño al que no se mira o no se consiente con un capricho es materia pendiente.
Hace pocas semanas, antes del apagón, noté que una amiga había puesto en su estado de WhatsApp la leyenda “De 9 a 17: horario laboral”.
Me pareció un gesto inteligente, un aviso, un límite para quienes se olvidan de que cualquier persona tiene derecho a tener una vida más allá del uso del celular. Y que quien avisa no traiciona.
* Escritora y periodista
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