La Voz del Interior @lavozcomar: Democracia y mercados: las instituciones suicidas, según Ernesto Garzón Valdés

Democracia y mercados: las instituciones suicidas, según Ernesto Garzón Valdés

En el Foro de Davos, el presidente Javier Milei brindó un discurso que fue calificado como “clase magistral”. Entre otras cosas difíciles de asimilar, dijo que “los fallos de mercado no existen”. Estos sólo serían una excusa para regulaciones innecesarias.

Por esos giros del destino difíciles de explicar, el mismo día que Milei ganaba las elecciones, a 11.481 kilómetros de distancia de su Córdoba natal, fallecía Ernesto Garzón Valdés. Mucho se ha escrito sobre su persona, sobre su afán de tender puentes entre ambos lados del Atlántico, de su apoyo a las nuevas generaciones de filósofos. No sé bien por qué, pero desde hace unas semanas vuelvo a su pensamiento. Cuando termine esta nota, espero saberlo.

Para escribir estas líneas, abro un libro: El velo de la ilusión, mezcla de autobiografía novelada y reflexión apasionada por una tierra que debió abandonar. Encuentro un recorte de diario. Pienso: ya no soy el que puso ese recorte. Es fácil: me separan 22 años entre una acción y otra; entre apretar con fuerza el teclado, abrir un libro y recortar un diario. Es una nota de opinión en el diario Clarín del 2 de enero de 2002: “La Argentina es un triste ejemplo de ‘sociedad Neandertal’”.

Nuevos velos

La “sociedad neandertal” tiene la misma patética característica que el antepasado del homo sapiens: la imposibilidad de adaptarse al cambio de condiciones.

El diagnóstico: Argentina no quiso –o no supo– imitar a otros y adecuarse a las exigencias de un nuevo mundo. Las causas del fracaso: las “falsas ilusiones tras cuyos velos los argentinos hemos interpretado nuestra historia y nuestro presente”.

Su pensamiento tiene actualidad: “Sin un Estado que pueda poner coto al desenfreno suicida del mercado, el capitalismo acrecienta la miseria”.

Una conclusión esperanzadora: “Como tenemos el recurso a decidir colectivamente cambiar de una vez por todas, podemos también alentar la esperanza concreta de abandonar la senda que nos conduce al callejón de Neandertal y emprender sobriamente una vía libre de falsas ilusiones”. Volvimos a escondernos, sin embargo, tras nuevos velos. Ahora, es el “velo del mercado y la antipolítica”.

Tuve la fortuna de escucharlo en conferencias y en clases. Debo reconocerlo: me parecía aburrido. En sus exposiciones, siempre el mismo ritual: sentado, leía, corría las hojas despacio, cuando citaba decía: “abro comillas”, y al concluir: “fin de la cita”.

Levantaba la vista sólo para aclarar algún punto. Al finalizar, se sometía a las críticas de sus interlocutores: tomaba lo que decían, mejoraba los argumentos, explicaba, refutaba. Nunca, en mis experiencias al menos, daba un paso atrás. Aparecía el mejor Garzón: el del diálogo.

Sus trabajos académicos son una conjunción de esfuerzo por la claridad conceptual y por demostrar las consecuencias normativas de ese análisis. Hizo propuestas de precisión sobre las nociones más variadas: estabilidad, derecho y moral, tolerancia, etcétera.

Tendencia a la autodestrucción

Quizá por su desaparición física, y porque los interesados en “sus” temas hoy nos sentimos un poco más solos, pienso sobre todo en un libro: Instituciones suicidas. Allí, sostiene que el mercado y la democracia tienen una tendencia a la autodestrucción, por lo que requieren barreras normativas que los limiten.

Por esa tendencia, creía que ciertos asuntos debían excluirse de la decisión parlamentaria. Recuerdo cómo me incomodaba su idea del “coto vedado” de lo negociable, que le permitía mostrar –de manera gráfica– que hay cuestiones –materiales o sustantivas– que están al margen de la mayoría.

Un ámbito en el que la democracia ni puede gobernar ni decidir; un espacio prohibido. Sin este espacio, decía, la democracia quedaría “reducida a un cálculo aritmético de votos”. Parece ineludible la referencia a la democracia como “abuso de la estadística” del Jorge Luis Borges de La cifra, que el 30 de octubre de 1983 lo “refuta[ra] espléndidamente”.

La misma solución debía aplicarse al mercado. Sus defensores idealizan las condiciones en las que opera. Sin embargo, en la realidad, nunca los costos de transacción son iguales a cero; proliferan las externalidades –efectos negativos o positivos de las transacciones sobre terceros–; existe asimetría de información entre los agentes; se dificulta la provisión justa de bienes públicos de calidad; los monopolios pueden tener un amplio impacto.

Por eso, pensaba Garzón, la intervención estatal debe asegurar requisitos mínimos de justicia y reparar estas situaciones.

Concedía que el mercado es una condición necesaria de la democracia, porque puede permitir un mayor despliegue de la autonomía individual. Sin embargo, pensaba que no tiende a la dispersión del poder, sino a su concentración; esto anula el esfuerzo individual para lograr un mayor rendimiento; la libertad incontrolada del mercado tiende a destruir la libertad individual, pues permite la creación de un poder privado demasiado fuerte.

Esta tendencia a la creación de monopolios, decía Garzón, demuestra la propensión a la autodestrucción. Por eso, deben encontrarse “resguardos normativos adicionales”: no todo puede ser objeto de negociación mercantil. En sus palabras, “la única forma de contener el dinamismo expelente del mercado es fijar un límite de lo legítimamente mercantilizable”.

La decisión sobre lo que es negociable no puede ser decidido en el mercado, “requiere la aceptación de un sistema normativo superior: el de la justicia como virtud social”.

Aquí aparece la intervención estatal. A lo que se agrega una cierta dosis de “igualdad de oportunidades de negociación para la adquisición de bienes primarios necesarios para todo plan de vida”. Ni todo puede ser librado al mercado ni todo puede estar en manos del Estado.

La exclusión

Busco en mi biblioteca algunos de sus libros. Mi mirada se posa en uno: grueso, amarillo, ajado. El título: Derecho, ética y política. Tiene su firma y una dedicatoria impersonal. No recuerdo bien cuándo estampó esa firma.

Sí recuerdo con claridad, y sin esfuerzo, cómo obtuve este volumen. Como si se tratara de un viaje al pasado, me veo joven, ávido por leer en formato libro lo que había leído en malas impresiones obtenidas en internet. Fue un regalo de un hermano que me dio la universidad pública. El libro me lo trajo de España. Está fechado: “Mayo/2006. Madrid. Regalo de Joaquín”. El padre de Joaquín, en aquel tiempo, era uno más de los exiliados económicos que había producido nuestro país a partir de 2001.

Entonces, entendí por qué la vuelta recurrente a Garzón. No era más que una advertencia sobre las consecuencias de un mercado omnipresente y desvinculado de restricciones normativas: su autodestrucción, y la de muchos compatriotas que estarán al margen del sistema. Los menos, como él y Ricardo –el papá de Joaquín–, buscarán nuevos horizontes fuera del país. Otros, en cambio, tendrán una única alternativa: permanecer aquí, pero excluidos y sin lugar, por más que algunos crean que el mercado no tiene ninguna falla.

* Docente de Derecho Constitucional (UNC y USiglo21)

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