De pactos, acuerdos y consensos
Acordar supone siempre una necesidad compartida, un requerimiento para solucionar un entrevero, ordenar un dislate o poner en marcha una nueva etapa. Necesita un ambiente tranquilizador, amable, bien intencionado, para que de él pueda surgir algo consistente, perdurable. Para que lo que haya que modificar o consolidar no sea una simulación, un “como si”.
Lo que se trate, discuta o analice debe ser la clave de su fortaleza. Una solidez que suponga profundidad, previsibilidad y duración. Necesita conversaciones previas, duras, difíciles, ásperas, áridas, con un nivel de tensión controlable para que de allí salga algo que sirva.
El marco es la confianza, que no supone afinidad o amistad: sólo el convencimiento de que lo que se consensúe se cumpla; de que la doble no forma parte de la mesa, y de que la traición no está invitada. Pero aquí hablamos de intereses encontrados, cosmovisiones distantes y poder, lo cual complica las cosas, las cargas de una tensión adicional, generalmente infranqueable. De allí la necesidad de responsabilidad, pericia y paciencia, ancladas en objetivos compartidos. En urgencias y metas que son demandadas por una mayoría ciudadana abrumadora.
Abundantes ejemplos
Desde sus inicios como nación, la Argentina recurrió a pactos. Desde el tratado de Pilar, en 1820, pasando por el de San Nicolás, en 1852, hasta llegar al de Olivos, en 1994. Ninguno fue fácil; tampoco ajeno a controversias. Y los anteriores a 1852, constituyeron promesas asaltadas por las guerras civiles argentinas. La sanción de la Constitución en 1853 fue un hito, pero un tanto rengo, al menos hasta que Buenos Aires se sumó a ella, en 1860. El de Olivos continúa en su matriz fundamental, pero nunca fue ajeno a críticas.
Lo cierto es que el país apeló a grandes acuerdos para abordar sus controversias más sensibles: su Carta Magna, la distribución de las rentas de la Aduana del puerto de Buenos Aires o la navegación de sus ríos interiores. Ahora estamos frente a una nueva propuesta: el “pacto de mayo”. Que se posponga, como parece que va a ocurrir, no es malo o un fracaso en sí mismo: sólo es parte del proceso de su confección en un país tan a flor de piel, tan dividido por amor a la discordia y por impotencia intelectual. Siempre y cuando la naturaleza de su contenido sea consistente, no una enumeración de frases vacías de contenido.
Por lo que se observa, parece más esto último que un consenso destinado a perdurar en el tiempo. Atado a la sanción de la “ley bases”, algo potencialmente loable puede convertirse en un nuevo papel en el viento, otro gran título para un libro finalmente nunca escrito.
La historia política de nuestro país es una cantera apropiada para buscar de qué materia están hechos los consensos y no, como nos gusta regodearnos, sólo los desacuerdos o las crisis. La Argentina tiene, en este y otros aspectos, mucho que decirnos. Claro, si alguna vez abandonamos esa pretensión fundante, que cada partido en el gobierno exhibe con imprudencia.
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