Córdoba en distintas edades
En la Córdoba de mi infancia, llevábamos una vida más simplificada. Ya sea a pie o en bicicleta, partíamos para la escuela, el club del barrio o el supermercado que quedaba a 10 cuadras de casa y volvíamos con el canasto colmado y con mercadería colgando de ambos lados del manubrio de la bici, para equilibrar el peso. Había menos tráfico y menos ruido, más niños jugando en la vereda, más vecinos tomando fresco al atardecer del verano, menos arrebatos, más escuelas y menos shoppings, menos basura, menos contaminación y definitivamente no hallabas limpiavidrios, niños ni naranjitas en cada barrio, en cada esquina, en cada semáforo.
En la Córdoba de mi adolescencia, algunas cuestiones comenzaron a cambiar. Si bien la expresión “violencia de género” no estaba de moda aún, tenías que estar atenta a los pecaminosos que pudieras encontrarte en bicicleta, en moto o en el propio colectivo, y coordinar que alguien te esperara en la parada, pasadas las 8 de la noche o cuando se pusiera el sol.
Según pasan los años
En la Córdoba de mis estudios universitarios, me tocó vivir la aterrada etapa de aquel violador serial que operaba en la zona de Nueva Córdoba y alrededores, un hombre que fue interrumpido por la Policía, pero que, en caso de haber sido el verdadero delincuente, nunca recibió su merecido castigo. El predio de la UNC tenía más verde, menos edificios y menos vehículos, no albergaba ninguna feria y era algo más eventual advertir algún vagabundo por el parque.
En mi Córdoba de la adultez, las distancias son grandes y los tiempos para llegar al trabajo son tediosos, los paros y los piquetes forman parte de lo que tenemos que lidiar como ciudadanos comunes, y el olor de las cloacas desbordadas, las personas que duermen en la calle, los edificios con grafities y las casas deterioradas nos decoran la ciudad.
Otros factores se perpetúan desde hace muchos años, ya que desde que tengo uso de razón cualquier golpecito de lluvia se traduce en calles inundadas por toda la ciudad, caos vehicular, patentes perdidas, ramas y postes caídos. Los cortes de luz durante las tormentas eléctricas, las olas de calor o durante los meses estivales en general son una constante a la que los vecinos nos hemos resignado. Toda vez que te sientas en un bar o un restaurante al aire libre debés sentir esa incomodidad, la impotencia y la tristeza que te aprieta el estómago cuando alguna persona o un niño te reclaman dinero o comida.
Presente difícil
En mi Córdoba de la maternidad, tengo pánico de que mi hijo se electrocute en la plaza del barrio, y me sacuden todo el cuerpo los casos de gatillo fácil, la circulación de droga, las peleas a las salidas de los colegios o los casos de bullying cada vez más frecuentes y con consecuencias irreversibles.
Con tan sólo 7 años, mi hijo menor ha presenciado cuatro robos en las calles de Córdoba, en pleno Centro, en un barrio residencial y hasta en la emblemática Cañada, que tanto caracteriza a nuestra cultura cordobesa. Siento que el corazón de mi país se ha deteriorado y ya no me genera el orgullo que mi tonada delata.
¿Cómo es posible que hayamos perdido tanta calidad de vida en los últimos 20 años? ¿Alcanza o soluciona algo refugiarse en un barrio cerrado, para no ver ni sufrir el estado de abandono que tenemos en la ciudad? ¿Cómo hacemos que esta realidad cambie?
De abajo hacia arriba, tenemos que marcar a nuestros funcionarios públicos cuáles son las prioridades: seguridad, justicia, educación, salud, pilares básicos de cualquier sociedad sana. Los actuales mecanismos institucionales para reclamar no funcionan con agilidad ni constancia, pero tampoco se puede salir a la calle por cada demanda, por cada injusticia.
Basta de parches; necesitamos soluciones de fondo, necesitamos inversión, mejorar el bienestar de los ciudadanos. No pedimos mucho más. Que la Córdoba de mi infancia no quede en la memoria, porque se transformará en el tormento de quienes no pueden marcharse y en la vergüenza de quienes tengan la posibilidad de emigrar.
* Doctora en Política Pública
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