Comentario del documental de Mon Laferte: una estrella resiliente, hecha bien de abajo
El documental Mon Laferte, te amo, disponible en Netflix hace unos pocos días, es más sobre la vida que sobre la obra de la cantante chilena residente en México.
Es un relato crudo de su parábola ascendente, con mayor énfasis en su superación personal que en los estímulos artísticos que moldearon su expresión.
El modo narrativo de la realización es efectivo, aunque en tramos puede llegar a considerarse efectista. Intercala archivo frondoso de una niñez – adolescencia que estuvo atravesada por el abandono, la violencia y el abuso, más allá de que las sonrisas captadas en fotos de época sugieran otra cosa, con chispazos de un tiempo presente pleno.
Pleno es pleno, ya que en él Mon transiciona de un embarazo avanzado a una primera maternidad comprometida, que incluye dar la teta en camarines. Y todo en un contexto de adoración absoluta de las multitudes por ella, que se traduce en chispazos breves de shows en vivo ofrecidos en venues de Ciudad de México como el teatro Metropolitan o el Palacio de los Deportes.
Vale insistir, entre una y otra cosa prevalece una narrativa de sorteo de trampas ásperas que otra de revelaciones de influencias estéticas. Es una apuesta valiente por parte de Mon, bien traducida por las directoras Camila Grandi y Joanna Reposi Garibaldi. No obstante, puede desilusionar a aquel espectador expectante por conocer por qué esta artista canta lo que canta y cómo depuró su arte hasta convertirse en una sacerdotisa psicodélica del pop canción en Latinoamérica.
Mon Laferte y la huella de su abuela
Con una estética tornasolada, en la primera mitad del documental se la ve a Mon retornando a la modesta casa de su abuela en Viña del Mar, donde vivía su familia (padre, madre, hermana y ella) junto a las de sus tíos, en un ambiente machista y violento, según su propio testimonio.
Luego, entre zigzagueos de flashbacks y referencias a un presente cotidiano meditativo, ella y la cámara se dirigen a la población Rocío de la Esperanza, en el sector de Gómez Carreño de la ciudad en la que habita el Monstruo. Llegan allí después de que Mon contara que fue su abuela la que resultó determinante para que ella fuera cantante y, sobre todo, compositora; la doña era una extrovertida vocalista, además de la persona que le sugirió “Búscate uno con plata”.
Esa no era una alternativa viable en el monoblock donde Mon se estableció con su familia, y donde por primera vez tuvo la posibilidad de contar con un “radiocasete”. Esa fue otra epifanía que definió su profesión, aunque en el filme no revela con qué tipo de canciones se encontró ni qué artistas conoció a partir del uso de ese aparato.
Por el contrario, en ese momento Mon decide ir a fondo con la sordidez que la acompañó en su camino a la adultez. Y entonces se vienen relatos sobre el abandono repentino de su padre, la depresión irreversible de su madre y las interrupciones de la secundaria y de la inocencia.
Es que acuciada por la pobreza, Mon vivió a sus 13 de la calle, de cantar en bares y de lo que le propusiera su nueva pareja, un hombre 20 años mayor que la manipuló y abusó durante casi un lustro. De ese tiempo, recuerda haber “olido a moneda” porque eso era lo que conseguía después de trabajar en bares y otros espacios nada glamorosos.
Mon Laferte, la migrante
El segundo tramo del documental no está precisado, pero puede trazarse a partir del viaje de Viña a Santiago, la capital en la que consigue mostrarse en un concurso de talentos en el que fue acosada por un productor. En ese punto, la retrospectiva la muestra cantando una popularizada por Luismi, desafiando a uno de los jurados y armando los detalles de su decisión de emigrar a México.
México es mucho más amigable, ya que le permitió tener sustento a partir de trabajo sostenido primero en Veracruz y luego en Ciudad de México como cantante de covers, y a partir de ahí, sentir que había trabajado una base de fans. Mon rescata haber absorbido cierta vibración under, alternativa, sensación que se abona con el muestreo de performances electrocutadas en bares y de otras más pastorales en plazas.
Pero el novio de entonces, al que valora en tiempo real, la engañó y el dolor la llevó a reflotar viejas oscuridades hasta entrar en un espiral narcótico – alcohólico – suicida del que pudo salir de a poco.
“Sentí que volvía el rechazo del que había escapado… Me di cuenta que sentía depresión de muchos años”, confiesa en el inicio de un microrelato en el tono de Trainspotting.
“No me bañaba… Me volví un ser oscuro, horrible, sucio denso”, cuenta para certificar que nunca se había permitido llorar sus horrores como lo hizo en ese momento, del que despertó de repente gracias al consejo de una amiga. “No vas a pensar en César (su novio) ni en viejos fantasmas sino en otra cosa que no será catastrófica. Y ese día, aférrate a eso”, dice que le dijo esta persona.
Siguió el consejo y eso hizo que se activara su determinación y su talento para grabar Mon Laferte, vol. 1, su disco debut, con electricidad robada de un negocio vecino. Con la obra publicada en plataformas gratuitas llegaron los llamados, los ofrecimientos, la alta figuración y la fama. También, el aplomo de tener muy en claro de cómo se llegó hasta ahí.
Porque se podrá señalarle cosas a Mon Laferte, pero no que no se hizo de abajo. Al fin y al cabo, Mon Laferte, te amo va en tándem con Autopoiesis, su octavo disco que toma el título del término acuñado por los biólogos chilenos Francisco Varela y Humberto Maturana en la década de los ‘70 para definir el proceso de automantenimiento de las células. “Cuando estaba haciendo este álbum se instaló en mí esa palabra y quise llevarla a este trabajo de una manera metafórica”, explicó Mon.
“Me gusta creer en la idea de un renacimiento constante y convencerme de que, a pesar de las adversidades de la vida, tengo la capacidad de seguir reinventándome”, añadió.
Lo dicho, Mon Laferte, resiliente y con el ímpetu de sanar viejas heridas, no de salarlas.
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