Comentario de Sonido de la libertad: el héroe americano
La lista puede ser extensa: pasan tantas cosas que no deberían pasar, que, si hubiera que ceñirse a representar los males que aquejan a todas las sociedades contemporáneas, el cine tendría que convertirse en un arte subordinado a conjurar las desgracias que están a la vista para moldear la conciencia del transeúnte ante lo intolerable: que por cada cuadra alguien esté durmiendo a la intemperie durante la noche debería bastar para la indignación, si no fuera que una filosofía social ordena tal experiencia y el ciruja es visto entonces como un otro que no califica como tal y ni siquiera despierta piedad. A los miembros del elenco estable de la degradación ya nadie los mira.
Sonido de la libertad llega a las salas con una historia previa de la que se predica una tibia censura y una mayoría silenciosa que le ha dado su consentimiento adjudicándole el epíteto de ser “la gran película” de nuestro tiempo. De más está decir que aquello que denuncia (la trata de niños, el contenido de abuso sexual infantil y la esclavitud de menores) constituye una aberración sin más.
El solo hecho de saber, como informa la película de Alejandro G. Monteverde, que recientemente se publicaron 22 millones de fotografías de abuso sexual infantil debería estremecer. No es el único dato que prodiga la película, y nunca está de más informarse sobre la materia.
Si se trata de cine, o de cómo el cine moldea la sensibilidad y la inteligencia de los espectadores, el análisis de una película pasa por intentar dilucidar qué ocurre en la articulación de la estética y la política. Nadie podría cuestionar las motivaciones del héroe que interpreta Jim Caviezel. El verdadero Tim Ballard supo entrever los límites de las instituciones y se extralimitó para restituirles la libertad a muchísimos niños que fueron secuestrados y luego explotados sexualmente.
El imaginario de Ballard, como lo propone la película, no es otro que el del héroe solitario, acá sostenido además por la fe cristiana, que desoye la burocracia y asume el compromiso espiritual con su tarea. Es un imaginario que no depende estrictamente de la misión. El mismo tipo de operación espiritual puede a veces servirle al héroe americano a conducir un ejército en una guerra de dudosa legitimidad o a tantas otras empresas que mancillan los ideales del país que, como dice la propia película, consume más contenido de abusos en el mundo.
En efecto, si existe una ostensible debilidad en Sonido de la libertad reside en su retórica, obsesionada con identificar al héroe como un insigne miembro de nuestra especie, a los latinoamericanos como corderos o bestias y a la decadencia del mundo como una lógica directa de haber abandonado los caminos del Señor.
En esta sociología seudoilustrada y reduccionista, propia de una película de Rambo u otros títulos menos conocidos y más chapuceros, el gran cine que hizo de la indignación una estética (El gran dictador, Ladrón de bicicletas, Crónica de un niño solo, Rosetta y tantas otras películas auténticamente humanistas) se asfixia plano tras plano, más allá de que acá lo que importa, como se dice, es el mensaje.
Habría que añadir a los convencidos acríticos que la forma también es un mensaje, y que las elecciones formales del señor Monteverde no son muy lejanas al universo simbólico que suele pactar con el orden que se pretende denunciar.
La estética es un régimen de la sensibilidad que jamás deja de ser el vehículo de una ideología. En el cine, la forma de enunciar es también parte de cualquier denuncia lúcida y auténtica.
Para ver “Sonido de la libertad”
EE.UU., 2023. Dirección: Alejandro Monteverde. Intérpretes: Jim Caviezel, Mira Sorvino, Bill Camp, Javier Godino, José Zúñiga, Cristal Aparicio, Yessica Borroto Perryman, Eduardo Verástegui. Duración: 130 minutos. En cines.
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