Chorizo mata salame
¿Oncativo o Colonia Caroya? La disyuntiva se presenta a escasos minutos de comenzar cualquier charla vinculada a la tradición del salame en la provincia de Córdoba.
Aunque el porteñocentrismo que nos atraviesa como argentinos enfocaría primero en Tandil a la hora de pensar en lugares que son sinónimo de este embutido, para quienes nacimos en esta parte del país la referencia es otra.
Córdoba, provincia en la que la migración italiana se concentró especialmente, es un paraíso en términos de fabricación artesanal de chacinados. Si hasta el famoso salame de Colonia Caroya ya institucionalizó una receta y una denominación de origen que lo convierte en producto típico a nivel mundial.
En los últimos años, varias notas de La Voz han indagado respecto de ambas tradiciones. Incluso se llegó a hacer un “análisis sensorial” de ambos exponentes del salame cordobés.
Las diferencias básicas serían: el de Colonia Caroya, con receta de origen friulano que incluye ajo macerado con vino blanco, tiene más carne de vaca que de cerdo y se estaciona en sótano; el de Oncativo, de origen piamontés y más especiado, revierte la fórmula y pondera la carne porcina. Dato clave: en el norte cordobés, el picado es grueso, mientras que en el departamento Río Segundo se tiende al fino o medio.
Pero, como en todo aquello en lo que está involucrado el gusto, el debate es infinito y se actualiza según las experiencias particulares de cada quien. Por eso, si me preguntan, yo no dudo en afirmar que no hay salame como el que se come habitualmente en el departamento San Justo. Y lo digo con conocimiento de causa.
En un nuevo capítulo de una saga autobiográfica y familiar ya desandada, evoco a La Francia –el pueblo del que vienen las familias de mis padres, ellos, mis hermanos, mis tíos y mis primos– para intentar transmitir un sabor (y una tradición) que para mí no tiene punto de comparación con ninguna otra.
“Chorizo”
Pasó mucho tiempo hasta que entendí que no todo el mundo estaba acostumbrado, como siempre sucedió en mi casa, a comer chorizo. En una picada de noche de verano, en un sándwich después de volver del colegio, en una cena invernal de café con leche con tostadas y fiambre, en la entrada habitual de cualquier mesa familiar de fin de semana.
Para mí, fue algo habitual desde niño. Y también pasaba en la casa de mis tíos y tías o en la de mi abuela. De a poco, a medida que fui conociendo otros hogares y costumbres, empecé a caer en la cuenta de que era como una especie de tesoro familiar, un privilegio para el paladar y las papilas gustativas, y para nada algo común y corriente.
También hubo señales claras, evidentes. Como cuando mi amigo Edi –hoy un meteorólogo de referencia– fue por primera vez a mi casa y comió uno de las sándwiches de salame, queso y manteca que mi mamá inventaba en cuestión de segundos. Al día de hoy, la referencia evoca un instante decisivo a nivel gastronómico, uno de esos “antes y después” que ocurren cuando nos encontramos con algo que nos vuela la cabeza. Sé que cuando él lea esto se va a acordar del mismo sabor en el que yo estoy pensando mientras lo escribo.
Otra de las pruebas concretas de mi sentir extranjero en mi propia ciudad tiene que ver con el nombre de la cuestión. Como dije, mi familia y yo comemos chorizos, no salames. Sí sé que es confuso y que el chorizo también es el que se compra (o se hace) para cocinarse en la parrilla o como parte de un guiso. En nuestro caso, le decimos chorizo. Y si hace falta, aclaramos que es “seco”; pero, más allá del nombre, el salame es, en definitiva, un chorizo puesto a secar.
No lo elegí, y probablemente no pueda defender demasiado el uso de un término que aporta más confusión que certeza. Lo cierto es que para mí no hay dudas: la picada se hace con pan, queso y chorizo. El “salame” me encanta, amo descubrir sus variedades y sus recetas diferenciadas según la historia de sus comunidades de origen. Pero si pienso en qué significa para mí ese embutido a base de carne, grasa y unos pocos condimentos, no dudo ni por un instante que estamos hablando de chorizos.
Con todo este bagaje, podrán imaginar que ante cualquier posibilidad de degustar un ejemplar de este producto sagrado de la técnica y la artesanía, mis sentidos se agitan y una especie de radar se activa. Ahí sí que ya no me importa cómo quieran decirle; sólo les pido que me dejen probar ese pedazo de cielo.
Paladar negro
He tenido la suerte de aprovechar mi oficio periodístico para elevar mi estándar de calidad. Desde productos con denominación de origen en Colonia Caroya a embutidos de alta calidad en presentaciones de festivales folklóricos o viajes de prensa a otras provincias argentinas. También, por la propia sinergia familiar, han llegado a mi casa o a las de mis hermanos ejemplares dignos de pelear cualquier campeonato nacional.
Sin embargo, hay un sabor que para mí es “el” sabor. Recuerdo perfectamente cuando volvíamos de la casa de mi abuela con varios chorizos empaquetados en diarios viejos, o cuando mi cuñado viajaba a San Francisco y “de paso” buscaba un encargo de mi hermana. En La Francia había varios productores artesanales y era cuestión de elegir según la preferencia, pero el que era una fija en mi familia era “el Chichi” Morisod.
No podría especificar su receta o alguna pista concreta para llegar a esa sensación gustativa. Tengo en la punta de la lengua el leve picor, el toque condimentado y el mix (para nada liviano) de carnes y grasa. Intento profundizar los recuerdos, las texturas, los colores, el contorno irregular. Pienso y vuelvo a pensar… y se me hace agua la boca. Más allá de los detalles, si vuelvo a una de las tantas veces que me tocó elegir una de esas rodajas y darles una mordida con decisión, creo que es lo más parecido a la epifanía que tuvo el chef Anthony Bourdain cuando probó las ostras por primera vez.
Desde hace unos años, mi primo Franco, que tiene casi un año más que yo y es productor rural, empezó a hacer sus propios chorizos y tiene todo para convertirse en un experto en la materia. Cuando me lo contaron, me entusiasmé de inmediato. ¿Qué mayor privilegio para un fanático como yo que la posibilidad de tener a alguien cercano que va encontrando su receta con el correr de los intentos?
Desde la primera vez, el sabor fue sorprendente y estaba claro que había conocimientos suficientes en la familia. Pero hace poco, cuando mi mamá trajo la última tanda que probé, se notó el refinamiento de las proporciones y el mapa de condimentos cada vez más logrado. Lo que a mí me terminó de convencer, no obstante, es que desde el primer bocado viajé directamente a los sabores de mi infancia. Como cuando en la mesa aparecían los chorizos del “Chichi” y todo era una fiesta.
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