Caramelos de menta
Enero de 2006. Un viaje familiar nos llevará por la península ibérica. La idea es conocer cinco destinos: España, Portugal, Gibraltar, Marruecos y Andorra. Se trata de un viaje por nuestra cuenta que contempla distintos medios de transporte: trenes, buses de larga distancia, cruces en ferry.
Hacemos base en Algeciras. Puerto clave por su posición estratégica. En los planes figura visitar el Peñón de Gibraltar. Enclave curioso si los hay. La falta de espacio explica que, en horarios establecidos, la gente pueda atravesar a pie o en vehículos la pista del aeropuerto como si se tratara de una avenida.
La ciudadela se extiende como puede al pie del peñón. Callecitas estrechas y sinuosas, muchas de ellas peatonales con impronta británica nos invitan a descubrir tiendas de suvenires regenteadas por familias de origen indio. No pudimos ver ningún ejemplar de los clásicos y traviesos monos que habitan allí desde hace siglos.
Escuchamos hablar en llanito, el spanglish de Gibraltar. Fachadas color pastel, puertas con arcos, ventanas con persianas verdes y azules. En algunos rincones uno puede sentirse transportado a un pueblo genovés. Se extrañan las calles estrechas de Andalucía con casas encaladas y las casas victorianas de impronta británica.
Al día siguiente, decidimos tomar el ferry que nos llevará a Marruecos. Salimos del puerto de Algeciras rumbo a Ceuta, enclave español en la costa africana. La mañana pinta desapacible, ventosa y gris. El cruce del estrecho de Gibraltar es rápido. Nos lleva poco más de media hora. Llegamos a Ceuta. Hacemos migraciones para ingresar a territorio marroquí.
Nos espera el guía que hemos contratado. Luce una chilaba de invierno, una túnica de lana bien abrigada y el tarbush, gorro de forma cónica pero plano arriba, de color rojo carmesí, de esos que usaba el Mono Relojero. Se presenta y nos pide los pasaportes. Se trata de confiar y punto. Al cabo de interminables minutos, regresa con los documentos sellados.
Nos lleva caminando hasta el vehículo que utilizaremos en el tour: una de esas clásicas combis Volkswagen de la década de 1970; en este caso, pintada de colores sobrios: azul y gris plata. Somos los únicos turistas del día.
Camellos en el camino
El guía se llama Salami y domina cuatro idiomas. Es momento de partir con dirección a Tetuán. La combi se adentra en territorio marroquí. Nos damos cuenta por las banderas que aparecen cada tanto, por los carteles en árabe y en francés, por los transeúntes y por el parque automotor.
El cielo plomizo de enero y el paisaje humedecido alteran la postal esperada. Camino a Tetuán divisamos a dos personas que cuidan a dos camellos al borde de la ruta. Se trata de dos hermosos ejemplares debidamente decorados con borlas de colores. Están echados en el suelo, en medio de charcos. Mi hija mayor se adelanta y nos advierte que ni loca se sube a estos animales. Pruebo con mi hijo menor.
–Acercate. No creo que se pare –trato de convencerlo para obtener una foto para el recuerdo.
Mi hijo accede y se acomoda en la montura. No contamos con la rápida reacción de uno de los criadores, que le ordena al animal que se incorpore. Acata la orden de inmediato y en cuatro movimientos bruscos consigue que su pasajero, un niño cordobés de 9 años, me clave los ojos, completamente indignado.
–Tranquilo. No creo que camine –procuro salvar la situación con un nuevo vaticinio.
Error. El criador le da otra orden al animal y este marcha tres o cuatro pasos. Mi hijo vuelve a mirarme como diciendo “Me mentiste, ma”. Aprovecho para sacar fotos, mientras le pedimos al guía que dé por finalizada la experiencia. Nueva orden del criador, y mi hijo aterriza sano y salvo. Furioso, pero ileso. Subimos a la combi. Me deshago en disculpas con él.
Seguimos camino. Aprovechamos para preguntarle de todo al guía. Queremos saber si todavía se habla francés. Queremos conocer detalles de la vida de las mujeres en la sociedad. Cómo y cada cuánto votan. El rol de la familia real. Despertamos la curiosidad del guía, que no duda en preguntarnos:
–Disculpen ¿ustedes son periodistas?
–No. Somos docentes. Profesores de Geografía –le contestamos.
–¡Docentes! ¡Qué honor para mí!
Debo reconocer que pocas veces en la vida nos pasó que alguien reaccionara con tanto respeto y admiración. Nos conmueven sus palabras. Redoblamos la apuesta. A preguntar se ha dicho. Salami se siente más confiado. Y nos brinda todo tipo de información.
El arte de regatear
Llegamos a Tetuán y comenzamos a recorrer su increíble medina, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Un conjunto de callecitas estrechas, un laberinto donde es muy fácil perderse, un sinnúmero de puestos de especias, frutos secos, esencias aromáticas, aceitunas. Talleres de artesanos que trabajan el cobre, curten pieles, tejen tapices. Mezquitas, casas y callejones en desnivel.
Es un concierto abigarrado y caótico de colores y aromas. La vida bulle en cada rincón en esas callejuelas estrechas. Nos llaman la atención la cantidad de puertas de todo tamaño y condición. Salami nos explica que cuanto más ornamentada es, indica la posición económica de los moradores de la vivienda.
Mientras recorremos la medina, aparece un vendedor ambulante de carteras de cuero artesanales. Me hace señas y me ofrece una. Le digo que no, que gracias, en francés. Desconozco la existencia de una regla de oro. He respondido y por lo tanto he habilitado al vendedor a que me persiga por toda la medina. Él ha interpretado que estoy dispuesta a ejercer el milenario arte del regateo. Arte que jamás he tenido ni tendré el placer de dominar.
El muchacho tiene buenas piernas y no ceja en su intento. Le pido a Salami que le explique que no estoy interesada en comprar. Inmediatamente le pega cuatro gritos y el muchacho se escabulle por el callejón.
Salami se ve obligado a develarme un secreto.
–Si usted no está interesada en comprar, directamente no responda. Es así. Y punto.
El tour incluye la visita a una fábrica de alfombras. Subimos unas escaleras estrechísimas. Nos están esperando. El local está lleno de rollos de todo tamaño y color. Desde una ventana se aprecia una terraza donde tiñen las piezas. Nos llevan a un sector preparado para que elijamos con comodidad.
Nos sirven té de menta en unos vasitos de vidrio finamente tallados. Los primeros sorbos resultan demasiado dulces para nuestros paladares. Y comienza el show de las alfombras. El primer problema es el tamaño. Aclaramos que vivimos en Argentina. Que queremos algo más transportable.
Nos muestran por lo menos 10 piezas. Una más bella que la otra. Salami oficia de intérprete. Tras un intenso regateo, nos quedamos con un tapiz accesible en precio y tamaño.
Excelente calidad
Seguimos camino. Es hora de almuerzo. En un salón con mesas redondas, nos sirven un exquisito cuscús de pollo y verduras en un tajine, el clásico recipiente de barro cocido compuesto por un plato hondo y una tapa de forma cónica donde se cocina este plato. La música nos envuelve.
Es hora de seguir camino. Tánger nos espera. De nuevo en la ruta, el cielo amenaza con tormentas. En plena hora de siesta, Salami le pide al chofer que se detenga. Se baja y les compra a dos campesinos un atado de rabanitos. Sube a la combi. Nos convida su particular snack. Declinamos con respeto.
No sabemos si de tanto hablar, o qué, pero nuestro guía está disfónico y con carraspera. Reviso en mi cartera y encuentro unos caramelos menta cristal. Se los ofrecemos. Salami los acepta gustoso. No bien prueba uno, nos dice:
–¡Qué rico! Este caramelo es de excelente calidad.
Lamento no tener más. Tánger nos recibe en medio de un chaparrón aparatoso. No importa. La ciudad todavía remite a los años de esplendor que quedaron retratados en el cine.
Es la última parada antes de regresar a Ceuta. Hemos estado menos de ocho horas en el norte de África. No son las ocho horas las que anidan en la memoria. Nos despedimos de Salami. En su bolsillo quedará algo de nuestra Córdoba bajo la forma de un puñado de caramelos de menta.
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