Capitalismo y valores democráticos
El discurso de Pericles en su célebre oración fúnebre, en el apogeo de la democracia ateniense, nos proporciona una lección de civismo.
“Nuestra administración favorece a la mayoría y no a la minoría: es por ello que la llamamos democracia. Nuestras leyes ofrecen una justicia equitativa a todos los hombres por igual… pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del mérito”.
Pericles hace énfasis en la importancia de distinguir la gente de valía para las tareas públicas, y que en esta responsabilidad la pobreza no es un impedimento. También precisa que la libertad nunca debiera transgredir las leyes y que lo más importante son los valores predominantes.
Estado y democracia
El contrato social implica una forma de superación de la anarquía y la búsqueda de la paz y el bienestar. Este se corporiza en la conformación del Estado como centro de un orden en el relacionamiento de los individuos. Este ordenamiento no significa, como ya lo planteó Jean Jacques Rousseau, que el contrato social que pudiera estar establecido no sirva para resguardar privilegios e injusticias legalmente instituidas. La Revolución francesa da cuenta de esa crítica.
La democracia exige una lucha permanente por su perfección como sistema social inclusivo y justo, y para esto se requiere probidad moral y capacidad intelectual de sus representantes y de sus jueces. Sin esta condición, el Estado queda a la deriva.
Es obvio que nuestra experiencia no ha transcurrido dentro de esos carriles, ya que lo que siempre está en jaque es el sistema republicano. Sostengo que la efectiva división de poderes es lo que garantiza los principios de libertad e igualdad ante la ley. Sin esa división, el Poder Ejecutivo avasalla.
Dos concepciones
El discurso neoliberal vuelve a tomar vigencia a raíz del fracaso de las administraciones que tomaron al Estado como panacea concibiéndolo como fuente determinante del progreso. Los amantes del Estado omnipresente, al igual que los amantes de la libertad irrestricta de los mercados, conducen al mismo destino: la desintegración social y la anarquía. Unos en nombre de la eficiencia, y otros en nombre del pueblo.
La experiencia menemista y la del kichnerismo son aleccionadoras respecto de lo que señalo.
En ambos casos: situaciones límites en lo que se refiere a la pobreza, la falta de empleo y de esperanzas. Muchos argentinos sin confianza en el país.
Qué necesitamos
Hacen falta líderes conscientes de la complejidad y de contradicciones de intereses que necesitan ser resueltas desde la experticia y la autoridad moral. Esto requiere gobiernos que definan objetivos vinculados a recursos, procesos y tiempos. Objetivos que requerirán de un consenso para poder vincular las acciones de corto plazo con las de largo plazo. Visiones que, aunque audaces, se asienten en posibilidades concretas y en el desarrollo de un modelo de comunicación que no subestime a la sociedad. Sin continuidades en los fundamentos de una visión consensuada, seguiremos sin futuro.
Está claro que estoy cuestionando los discursos que expresan un monopolio de la verdad y no como una expresión siempre inconclusa de aprendizajes y profundas reflexiones sobre los obstáculos por superar. No podemos soslayar el hecho en que así como el mercado es ineficiente para regular el mundo de la economía por sí solo, el gobierno del Estado también lo es, y de ello surge que exige representaciones lúcidas para corregir rumbos. Dos campos interconectados y a la vez semiautónomos.
La conducción del Estado hace a la identidad, la defensa de los intereses de la mayoría y la visión de progreso en sus políticas públicas. La creatividad, la imaginación y el espíritu emprendedor dentro de un marco de respeto por la ley corresponden al sector privado.
Capitalismo, democracia y valores
Adam Smith escribía, en los albores del capitalismo, que el funcionamiento eficiente del modelo capitalista no es independiente de una filosofía moral y de los valores vigentes en la sociedad. Es claro que si estos fueran difusos, la conducción del Estado se corresponderá con esa falta de claridad. Entonces podría suceder lo siguiente: que los funcionarios pidan y acepten sobornos; los jueces pongan sus decisiones al servicio de quienes les retribuyan favores; los docentes pongan las notas atendiendo a la importancia social de los padres o a sus contribuciones; líderes sociales que se aprovechan de las necesidades de los pobres, etcétera.
Lamentablemente, un cuadro que una parte de la población piensa que no estaría alejado de una realidad de carácter anómico. Esto significa degradación.
Si bien los mercados difieren del ideal de Smith, la recomposición de las elites políticas se torna fundamental. La sociedad requiere de una revolución educativa que abarque las conciencias. El desafío atañe a todos, pero la juventud y las universidades de “tradición reformista” debieran encabezar la lucha por un cambio de cultura y una visión acorde con el siglo.
* Doctor en Ciencia Política (UNC-CEA)
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