La Voz del Interior @lavozcomar: Bendito y maldito anónimo

Bendito y maldito anónimo

Me senté en la mesa de granito del patio con la libreta de calificaciones de la escuela. Mis notas eran malas. Estaba seguro de que mi papá no me la iba a firmar. La última vez lo había hecho por lástima y fue tajante: “Si no mejorás, chau escuela, de patitas a trabajar con tu mamá en el bar”.

Sentí pánico. No quería perder a mis amigos ni los recreos para jugar a la pelota. La garganta se me cerró y tragar aire fue tan difícil como chupar un mate con la bombilla tapada. Me largué a llorar; no quería vivir más. Pensé en treparme al paredón de Vietnam y estrellarme de cabeza contra el piso.

Mi mamá apareció de golpe. Escondí la libreta para que no viera las notas, pero ni siquiera me advirtió a su lado. Quedó mirando fijo en dirección a la pajarera. En sus manos tenía un papelito doblado por la mitad y también se largó a llorar. No lloraba de miedo como yo, sino de rabia.

–¿Qué te pasa, mami?

–Nada –me respondió, aspirando un sorbo largo de aire y sorprendiéndose de que estuviera a su lado.

–¿Por qué llorás?

–Por nada, Nenuchín, por nada –me contestó, expulsando hasta la última gota de aliento.

Pocas veces la había visto llorar. Me resultaba raro que siempre lo hiciera con ese misterioso papelito en la mano y en el mismo lugar. La dura mesa de granito parece que tenía propiedades extrañas: reflejaba el sol como espejo, rebotaba la lluvia, pero era una esponja a la hora de absorber lágrimas y penas.

Mi mamá venía bajoneada desde la noche anterior. Había discutido con mi papá en la cena hasta que los gritos inundaron la casa.

–No tenés vergüenza. Me hiciste quedar como una cornuda y una estúpida.

–¿De qué estás hablando? ¡Estás loca! –había reaccionado mi papá, desprevenido.

–Está todo aquí –le reprochó, con el papelito en la mano.

–¿De qué estás hablando? ¡¿Ese es el maldito anónimo?!

–Ya no aguanto más. No tenés perdón de Dios –respondió, blandiéndole el papelito con una marca del Zorro ante sus narices.

Mi papá se lo arrebató y con un paneo relámpago trató de leer en cuatro segundos unas 10 líneas que mi mamá se las recitaba de memoria como si fuera el Padre Nuestro desde hace más de mil años. Nervioso y temblando de bronca, no pudo descifrar todos los renglones sobre el papel arrugado y envejecido salpicado con manchas de tinta fuente. Detectó errores de ortografía, palabras en piamontés y parecía escrito como si una persona diestra hubiera usado la zurda para no delatarse. Le saltó a la vista “ojo con la otra” y una firma a las apuradas cayéndose del papel: “Tu ángel y protectora”.

Le devolvió el papel a mi mamá y también se desquitó chantándole la marca del Zorro en la cara.

–¿Quién te mandó esto? Le creés a cualquiera. Seguro que fue alguna de tus amiguitas, celosa de que vinimos a San Francisco.

–No desvíes la conversación. No puedo vivir así. ¿Con quién me estás engañando?

–¿Sos o te hacés? Te hablan del pasado y me atacas cinco años después.

–¿Con quién me pusiste los cuernos?

–Estás de remate. Jamás te traicioné.

Mi mamá guardó el papelito pensando que lo necesitaría para librar otros rounds en el futuro. Lo escondió dentro de su libretita amarillo limón, entre estampitas de vírgenes, alabanzas y papelitos sueltos con sus vergüenzas y mortificaciones más profundas.

Supe de la existencia de la libretita una vez que se la olvidó sobre la mesita de luz adonde me envió a buscar una estampita. Estaba abierta, y cuando me dispuse a abrir el anónimo, entró como una tromba y me sacó rajando. Muchas veces en sus peleas se refería a ese anónimo como uno de los detonantes por los que debieron abandonar Eustolia. Aunque lo había traído de allá, por alguna estrategia decía que el cartero se lo había entregado poco después de afincarse en San Francisco.

La primera vez que lo leyó, vomitó hasta el alma. Y cuando lo quiso releer, ya no pudo, porque las manos le temblaban como hojas de eucaliptos en tormenta del sur. Luego, llegó a un punto que ya no sabía si lo leía cuando estaba celosa o si se ponía celosa de tanto leerlo. Por muchos años había repasado y clasificado mentalmente a todas sus amigas, primas y vecinas, para saber si eran “la otra”. Nunca pudo descubrir a la sospechosa. Eso la atormentaba todavía más, porque siempre confiaba en su instinto. Se sabía detallista y se creía el mejor de los sabuesos.

También se devanó los sesos tratando de descifrar a la autora del papelito. La quería enfrentar para preguntarle por “la otra”. También para pegarle un palazo por la cabeza, por haberla mortificado tanto tiempo. Muchas veces llegó a pensar que hubiera sido mejor pasar por estúpida a saberse cornuda.

Un día, sintiéndose ultrajada como trapo de piso y que el anónimo la persiguiera como su sombra, se desahogó con mi prima Griselda.

–Tía, por favor –trató ella de consolarla–, es un anónimo. Si fuera tu ángel y protectora, te hubiera dado el nombre y chau pichu.

–No me deja vivir. ¿Quién será?

–¿La otra o la que te escribió?

–La que mandó el anónimo, Griselda; si llego a ella, me dirá quién es la otra.

–Tía, olvidate, es mentira. Seguro que alguien te quiso hacer un mal de ojo y como no supo, te escribió el anónimo para joderte la cabeza.

–¿Vos creés?

–¡Qué se yo! De repente fue tu cuñada.

–Callate, que lo pensé. Nunca me quiso; siempre me celó por su hermano.

–Enfrentala. Andá y preguntale. No te mortifiques más. Tirá ese bendito papelito. No podés vivir así toda tu vida.

Decidida a enfrentar a quien creía había redactado el anónimo, esa noche diseñó un plan infalible para que mi papá la llevara ante la presunta autora del anónimo: vacío a la plancha con vino tinto, pan tostado con mantequilla de ajo como para voltear a un rinoceronte, y puré de batata con aceite de oliva. De fondo, dejó que Gigliola Cinquetti cantara hasta hartarse y puso seis cucharadas soperas de azúcar derritiéndose a fuego lento sobre una sartén.

–Llevame a hablar con tu hermana –soltó mi mamá con miedo a que mi papá saltara como resorte–

quiero saber de una vez por todas si ella me mandó el anónimo.

–¿Cuándo? –la sorprendió mi papá, medio anestesiado por el efecto del ajo y porque el aroma del azúcar quemado le demolía todas sus defensas.

–¡Mañana mismo! –enfatizó mi mamá, para no dejar escapar el envión y dibujando una sonrisa tan amplia como las vidrieras de las Grandes Tiendas Excelsior.

Le daba miedo tener que enfrentar a mi tía, pero quería resolver el misterio. Necesitaba la verdad.

Recorrieron los 50 kilómetros hasta la casa de mi tía Rosita, en el campo en Eustolia, sin dirigirse una sola palabra, cada uno enfrentando a sus propios miedos. No sabían cómo reaccionaría mi tía, quien había heredado el carácter duro de su mamá, la nona Chinta. Lo más probable era que negara a rajatabla la acusación y dejara el futuro tan incierto como el pasado. Mi papá seguiría siendo sospechoso toda su vida y mi mamá, víctima y fiscal al mismo tiempo, deambularía hasta en la eternidad con sus cuernos a cuestas.

–¡Qué sorpresa! –los recibió mi tía con sonrisa de oreja a oreja, aunque al segundo la desdibujó– ¡qué cara de velorio que traen! ¡Qué pasó!

–La Tota quiere preguntarte algo –rompió mi papá, tratando de alejarse del problema.

–Pasemos y nos tomamos unos mates –dijo mi tía con cara más adusta, tratando de adivinar por donde vendrían los tiros.

–Rosita, no quiero ir con rodeos –empezó mi mamá mirando hacia el piso–, pero me tengo que sacar una espina que tengo clavada en el pecho.

–¿De qué espina me hablás, Tota?

–Siento que nunca me quisiste. Que te robé a tu hermano.

_Pero Tota… Es verdad que siempre fui muy sobreprotectora de mi hermanito, pero no es que no te quiera. Con el tiempo entendí que lo mejor para ustedes era irse a la ciudad. Eso ya pasó.

–Sí, pero yo hablo de esto –dijo mi mamá, y tiró el papelito, que flameó hasta caer patas arriba sobre la mesa.

Mi tía abrió los ojos grandes como lechuza, mi papá miró para arriba encomendándose a todos los santos y mi mamá puso cara de “esta no te las esperabas”. Mi tía se puso los lentes, levantó las cejas como hacían todos los Trotti y leyó por unos segundos tan interminables como los que tardaba John Wayne de morir desangrado al final de las películas.

–¿De dónde sacaste esto, Tota? –dijo exultante mi tía, como si hubiera encontrado un diamante.

–Me has herido mucho todo este tiempo –expresó mi mamá, a la espera de que mi tía confesara.

–Esto no es tuyo. Nunca te lo mandé. ¡Devolvémelo!

–No te hagás… Me lo dejaste sobre el mostrador. Te puedo perdonar, pero no que hayas jugado conmigo tratándome de estúpida por tantos años. Al menos decime quién es la otra.

En ese momento fue mi papá el que se sintió estúpido. Le reclamó a mi mamá por haberle mentido. Recién ahí supo que el anónimo no lo había recibido en San Francisco sino años antes, en Eustolia.

–Tota. Me mentiste siempre. Yo era soltero en esa época.

–Da lo mismo. Me engañaste aquí o en San Francisco o en La Quiaca. Ese no es el punto. Lo que no tolero es que me hayan plantado tanta cizaña con este maldito anónimo. Así que mejor callate.

–Rosita, dejate de rodeos y confesá la verdad –prosiguió mi mamá, volteando hacia mi tía.

–Tota. ¡Entendé, por Dios! No te lo dejé sobre el mostrador. Lo perdí.

–¡¿Cómo que lo perdiste?!

–Sí, lo perdí y anduve desesperada un montón de años buscando este bendito anónimo para que no lo viera mi mamá.

–¡Qué tiene que ver la nona Chinta en todo esto!

–Ese anónimo se lo dejaron debajo de la puerta a mi mamá y lo agarré antes de que lo viera. Parece que mi papá tuvo algo por ahí.

–¡¿Me estás jodiendo!?

–Lo agarré porque si mi mamá se enteraba, era capaz de molerlo a escobazos.

–¡No puede ser! –dijo mi mamá, mostrándose preocupada por la nona, aunque por dentro celebraba como si se hubiese quitado la soga del cuello.

–Fijate, Tota. Este papel es más viejo que la escarapela, hasta tiene palabras en piamontés y ustedes los jóvenes ya ni hablan el piamontés.

Mi mamá quedó abstraída. En 10 segundos pensó todo lo que había llorado y las veces que se había hartado sobre la mesa de granito con sandías enteras y bizcochitos a la grasa para consolar su angustia. Mi papá se desinfló sobre la silla como si hubiera tragado dos tarros de cloroformo y pegó un bostezo sonriente que se le vio hasta el esófago.

–¡Qué tal! Al final no soy una cornuda, pero me siento la estúpida más grande del planeta.

–Ves que yo tenía razón –dijo la tía Rosita, y los tres se descomprimieron a carcajadas limpias.

Mi mamá le tomó las manos a mi papá, le chantó un beso y sintió una sensación rara en todo el cuerpo. Pensó que sería bueno detener el auto debajo de los paraísos antes de regresar a San Francisco.

Cuando ella primereó para salir, mi papá se dio vuelta hacia mi tía y le disparó un tiro con una pistola imaginaria, como cuando de chicos jugaban a los cowboys. Sopló el caño y gesticuló un “gracias” silencioso, más grande que una hectárea.

Después de parar debajo de los paraísos, llegaron a casa y nos preparamos como siempre ocurría tras cada reconciliación. Fuimos con nuestras mejores ropas a la pizzería Colón a festejar con pizza, pebetes y panchitos.

Volvimos medio apurados. Mi papá la venía manoteando debajo de la pollera y mi mamá se defendía con un “no seas loco; te ven los vecinos”.

Cuando llegamos a casa, mi papá dijo que se debían despertar temprano y volaron hacia el dormitorio. Notándolo muy contento, me apresuré antes de que cerrara la puerta. Le alcancé mi libreta de calificaciones. Sabía que en ese estado de contentura, firmaría cualquier cosa.

Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “El corazón de la casa y las cuatro estaciones”.

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