Abrazo de gol, muy lejos de casa
Cuando surgió la posibilidad de viajar a Colombia a comienzos de julio, la Copa América no apareció en mi lista de prioridades para tener en cuenta.
Todo se había dado un poco “a los tumbos”, sin demasiada planificación de por medio. Bahía, mi pareja, viajaba por trabajo y podía abrir la fecha de retorno del pasaje. Ahí entraba yo y mi chance de sumarme a un viaje que meses atrás ni siquiera era una idea. De repente, 10 días en el norte de Sudamérica pasaron a ser algo inminente.
En medio de los preparativos finales antes de partir, la Scaloneta inició su marcha camino al bicampeonato de América. Luego de los dos primeros partidos (y victorias), llegó el momento y una coincidencia que no había calculado: durante el vuelo que me depositaría en Colombia, Lautaro Martínez alcanzó cuatro goles en tres partidos y la selección ganó el grupo con puntaje perfecto.
Vi el resumen ya instalado en Bogotá, donde para mí empezó realmente la Copa América. Después de dos días exploratorios atravesados por el ritmo de fin de semana largo, llegó el martes y la capital colombiana comenzó a mostrarnos su cara más cotidiana. Sin embargo, un detalle futbolero modificaba esa supuesta rutina de comienzo de semana “corta”.
Esa noche iban a jugar la selección cafetera y Brasil. No era un cruce eliminatorio; sólo definían posiciones en su grupo y rival en la próxima fase, pero había mucha pica en el ambiente. Desde temprano, las camisetas amarillas (también azules y negras) tomaron por asalto el criterio general de vestimenta. Como en las tribunas del Campín cuando juega la “selección Colombia”, pero en el medio del caos urbano. Niños, adolescentes, adultos mayores, hombres y mujeres, oficinistas de traje y gente de a pie: todos como parte de algo más grande.
Ese día vimos el partido y gritamos el gol colombiano como si fuera propio. Imposible no entusiasmarse al menos un poco con el clima general. Pero en los sucesivos días, en comentarios y postales varias, comprobamos que esa pasión estaba por encima de cualquier otra. Jugaba la selección y Colombia entera (o casi) se paralizaba. Desde entonces, no puedo dejar de imaginar qué pasaría si ganaran un Mundial. Es algo que definitivamente quiero ver antes de dejar esta vida.
Sabor local
Siguió la Copa, siguió el viaje. Llegamos a Salento, parte del llamado “eje cafetero” y cuna del árbol nacional (la palma de cera), el día previo al partido de cuartos de final entre Argentina y Ecuador. Ya imbuidos en el espíritu copero y contagiados por el fervor local, uno de los objetivos que nos pusimos al llegar a ese pequeño pueblo cercano al famoso Valle de Cocora fue encontrar un lugar para poder ver a la selección.
Si bien hay turismo internacional, los horarios y el ritmo son los de una pequeña comunidad, y esa noche lluviosa las calles lo confirmaban. Eso no impidió que divisáramos un televisor con la previa del partido en un pequeño almacén con unas cuantas mesas.
Un argentino se había instalado ahí con don César, el dueño, y dos parroquianos de pocas palabras y un trago tras otro. Cuando pasamos relojeando la pantalla con interés, nos hizo señas y nos convocó a sumarnos. Nos recomendó un puesto de arepas, fuimos por provisiones y volvimos a nuestro inesperado refugio futbolero.
El partido transcurrió con el nerviosismo de una instancia en la que no queda otra que ganar o ganar, sobre todo luego de constatar que Ecuador no era un rival sencillo. Nuestro circunstancial amigo argentino hablaba. Le gustaba el fútbol, pero las ganas de charlar podían más. Uno de los otros hombres, sentado al frente nuestro, balbuceaba algunas ideas y buscaba complicidad. De cada frase, apenas un par de palabras llegaban a entenderse. Poco importaba; a él se lo veía sonriente y con ojos achinados. Todo fluía, menos el equipo argentino, que estaba trabado.
Antes de que terminara el primer tiempo, otro vecino se acercó al negocio y se sumó a la platea. Cerveza en mano, comenzó a hablar de apuestas y probabilidades, de cuánto debería haber invertido en ese pálpito que no había seguido y de cómo era evidente que Ecuador le podía complicar el partido a los nuestros. El “hijueputa” en cada frase convirtió la escena en un fresco de pueblo. Aunque el partido nos tenía atrapados, cada tanto volvíamos a caer en la cuenta de que estábamos en un pequeño pueblo del departamento de Quindío.
De hecho, en una noche cualquiera don César hubiera cerrado sus puertas con ese clima. Poco quedaba dando vueltas después de las 20 en medio de una llovizna que no cesaba del todo. Pero esta vuelta, con el partido como excusa, el pequeño despacho resistía. Cervezas, cigarrillos, bocadillos. A la orden.
Grande, “Dibu”
Llegó el gol argentino, hubo tranquilidad en el ambiente por un rato y hasta un penal errado por nuestros rivales, pero todo se tensionó cuando Ecuador empató sobre el final y la palabra “penales” apareció con letras gigantes frente a nuestros ojos.
Nos habíamos dado cuenta de que el delay de la transmisión hacía que el grito de festejo argentino desde un bar cercano llegara primero que la imagen del televisor. No íbamos a soportar eso con los penales, así que saldamos nuestra cuenta con don César, pasamos rápidamente por el baño de su casa y fuimos una calle arriba hacia el lugar en el que todo sucedía un instante antes.
Estaba a punto de arrancar la definición, pero compramos una cerveza (carísima) por cortesía. Levantamos la vista y lo primero que vimos fue a Lionel Messi mientras erraba su penal. Sentimos su misma decepción a varios miles de kilómetros de distancia y hubo segundos de perplejidad. ¿Y si esta vez el hechizo iniciado en la Copa América de 2021 se rompía?
Por suerte, desde hace tiempo también jugamos con uno más, “el Dibu”. El arquero marplatense apareció para empardar la serie ahí nomás, en el primer penal ecuatoriano. Todo igual que al comienzo. El abismo se había alejado un poco y la adrenalina bullía con ganas de más. A pesar de todo lo logrado en esta etapa inédita en la selección, queríamos seguir ganando.
Pateó Julián y la clavó al ángulo; otra inyección de confianza. Y cuando, en el segundo intento de Ecuador, Emiliano Martínez volvió a sacarla con mano cambiada y bailecito frente a la tribuna, la explosión fue definitiva. Todavía faltaba para ganar la serie, cosa que sucedió un par de penales más tarde. Pero esa segunda atajada del “Dibu” se sintió como un triunfo anticipado.
De hecho, no recuerdo con precisión lo que vino después de ese momento. Un abrazo inesperado con un desconocido (obviamente argentino y futbolero) se llevó toda mi atención. Eran sus gritos los que llegaban antes que la imagen al televisor de don César. Lo había visto cuando entramos y después de la primera atajada de nuestro arquero, que festejamos en sintonía y con efervescencia.
Cuando llegó la que sería la jugada definitiva, algo nos imantó y fundió nuestros cuerpos en un grito de gol compartido, que en este caso fue grito de atajada. Fue un abrazo de esos que se dan en la cancha: ciego, instintivo, supremo. Fue también una señal de que algunas pasiones, por más inexplicables que sean, logran hacernos sentir en casa estemos donde estemos.
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