“Vivido y Recordado”, en memorias más de la política que de la diplomacia
cultura
Ha sido un acierto de Guillermo Jacovella titular su libro de memorias, de aparición reciente (Dunken), como Vivido y Recordado. Abarca una larga época de trajines propios y de lo que el autor acopia de otras experiencias públicas en los últimos setenta años. Examina hechos y comportamientos de protagonistas, centrales o secundarios, de ese tiempo de tanta transformación de la Argentina. Salgamos en silencio a la calle, echemos un vistazo en derredor nuestro, y se disipará cualquier duda que tuviéramos.
Ha hecho bien, además, en aclarar en el subtítulo que las vivencias a las que pasaría revista referían, en orden nada arbitrario, a la política y a la diplomacia. Primero, la política. Jacovella deviene de una familia tucumana. El padre, Tulio, y el tío, Bruno, se destacaron como inteligencias concomitantes con un nacionalismo no de élite, como aquel tan gravitante en las décadas inaugurales del siglo XX, casi de vuelo virreynal, sino con el nacionalismo católico de sesgo populista que se dejó seducir por la revolución de 1943 y el magnetismo atrevido del coronel Perón.
Ya en el poder, Perón sobresalió de entrada entre el grupo de conspiradores germanófilos que había derrocado al presidente conservador Ramón Castillo; pero, como casi todos ellos, se convenció con tardanza, acaso porque los sentimientos prevalecieron esa vez sobre la perspicacia, de que los aliados vencerían al eje nazi-fascista y ganarían la Segunda Guerra Mundial. Todavía pagamos el costo de eso.
En segundo lugar, la diplomacia. Jacovella se entregó a esta no siempre por entero, sí con cauta devoción, desde que se incorporó a la Cancillería en 1965, hasta la despedida, al cumplir 70 años. El adiós se produjo cuando comenzábamos a padecer el primer gobierno de Cristina Kirchner. No dudo de que lo que queda de la manada de viejos cofrades en el servicio exterior, esos que identifican a Jacovella por el espíritu refinado y atento a exigentes manifestaciones culturales, han de aprobar, como espejo genuino de la vida pública del autor, la fuerza vital que ha dispensado en sus memorias a la política por sobre la diplomacia.
En el desempeño diplomático Jacovella ocupó la posición de un individualista celoso de sus prerrogativas, y llegado el caso, puntilloso en cuanto a decisiones sobre detalles a los que por naturaleza confería más relieve que otros pares. Hombre libre de adscripciones a los grupos de “la casa”, según la jerga interna del Palacio San Martín, y desentendido de intrigas colectivas, ha conservado en última instancia el común sentimiento de pertenencia y espíritu del cuerpo diplomático profesional.
Se infiere así del libro por el trato desdeñoso con los embajadores políticos, beneficiarios del codiciado botín que se reparten los sucesivos gobiernos argentinos al llegar al poder. Participa, pues, de una conceptualización crítica compartida, aunque no invariablemente con igual honestidad, por los diplomáticos de carrera. El caso los involucra a todos en un asunto que marca diferencias abismales con la tradición de Itamaraty de confiar la política exterior del Brasil, cargo por cargo, sólo a la vieja escuela de especialistas. Jacovella no escatima brulotes ad hoc al pormenorizar sobre el decreciente nivel de los embajadores políticos.
El autor sorprende cuando dice que Jorge Casal, designado en Moscú por el ministro Nicanor Costa Méndez durante la presidencia de facto del general Juan Carlos Onganía, “fue sin duda el embajador más completo” que él haya conocido en nuestra diplomacia. Probablemente los más entre sus colegas discreparán con ese señalamiento y antepondrán el nombre de otros diplomáticos relevantes, como fueron Carlos Ortiz de Rosas o Lucio García del Solar, al de ese embajador graduado en arquitectura y que estaba investido del vago ropaje nacionalista con el que también se presentaba Costa Méndez en los años mozos.
Apuesto y exitoso seductor en los salones mundanos adscriptos a la diplomacia de su tiempo, Casal suscita aquel recuerdo privilegiado en un libro de memorias nada privado de una prosa mordaz. Es sal y pimienta para todo lector curioso de entresijos personales y será motivo de incómodo retrato para personajes con los que Jacovella arregla cuentas en años altos de la vida. Dice de Casal, en cambio, que “era de una orgullosa discreción, lo que lo hacía un extraño en nuestra diplomacia, donde solían sobresalir los más presuntuosos y componedores con los poderes de turno”. Puede que sea este un comentario más desafiante de lo oportuno a ojos de quienes apreciaban, acaso con ánimo más festivo que sentencioso, la capacidad surfística del autor para deslizarse sobre las aguas procelosas de la Cancillería en tiempos -¡cuándo no!- de incertidumbre.
Subyace, en las más de 400 páginas de Vivido y Recordado, la admiración por Tulio. Padre de azarosas aventuras empresarias, de vida nocturna compartida con músicos, artistas y escritores, y con suficiente arrojo en los conflictos políticos que lo entreveraban. Figura polifacética, con tiempo hurtado a otros menesteres para personificar una suerte de homme á femnes que el hijo no trepida en registrar. Después de alguna experiencia de gobierno próxima a Perón durante la revolución de 1943 -subsecretario de Vivienda, en el Ministerio de Trabajo a cargo del futuro presidente-, Tulio Jacovella se fue alejando del líder autocrático. Ya con Perón “preso de una irrenunciable megalomanía”, funda en 1953 la revista Esto Es.
Recuerdo que en la temprana adolescencia hallaba en las páginas de esa publicación uno de los pocos rincones informativos con tintes desafectos –modestos, en principio- a una dictadura rampante en sus años postreros. En 1954, en medio del enfrentamiento abierto entre Perón y la Iglesia, Esto Es satisfacía las expectativas de un amplio espectro de lectores. Terminó por ser clausurada a raíz de haber dedicado a mediados de 1955 la tapa a un affaire resonante: los vejámenes y asesinato, a manos policiales, de un médico comunista de Rosario, Juan Ingalinella.
El relato de aquellas peripecias periodísticas se dilata en las gestiones de pacificación política que Perón dejó prosperar en aquel tiempo, bien que nada convencido de su valor final. Eran alentadas desde las páginas de Esto Es. Tal vez una de las más relevantes haya sido la que derivó en la entrevista de Eduardo Paz, tucumano que hablaba en nombre de un grupo conservador, con el ministro del Interior, Angel Borlenghi, primero, y luego, con este y Perón. En esa ocasión, Paz entregó a Perón un documento cuya autoría Jacovella adjudica a Felipe Yofre y Adelmo Montenegro, y que produjo controversias que se prolongaron por años en el conservadurismo.
Los vientos tormentosos de la política estaban preparados, al promediar los años cincuenta, para encauzarse en una dirección distinta. Jacovella hace notar de qué modo se espesó aún más la atmósfera tan sofocante por la colisión entre Perón y la Iglesia, al estallar un escándalo inaudito: la presencia cotidiana en la residencia presidencial de Nelly Rivas, una chica de 14 años, cerca de un presidente de casi 60 años. El episodio se convirtió a juicio del memorialista en un nuevo capítulo del “extravío” de Perón, que fue aprovechado al máximo, no sólo contra este sino también contra la joven, por los militares que lo derrocaron. Con todo, cabe preguntarse lo que hubiera repercutido de haber sido un hecho contemporáneo de los albures de Roman Polanski, Woody Allen, el príncipe Andrés, y ahora Bob Dylan, entre otros heridos y contusos en primera clase.
Después de la muerte de Eva Perón, el presidente resultaba irreconocible hasta para algunos de sus allegados inmediatos. Jacovella cita al ministro Alfredo Gómez Morales admitiendo que “Perón había disminuido notablemente su capacidad de trabajo”. Esto Es reaparece con la revolución triunfante de septiembre de 1955. No pasa mucho tiempo antes de que la revista plantee si “la revolución hará antiperonismo con métodos peronistas”. A comienzos de 1956 el gobierno militar la interviene. Es el comienzo del fin.
Guillermo Jacovella estudiaba Derecho cuando su padre incursiona una vez más en el periodismo; es el turno de la revista Mayoría. En los tres años siguientes, entre 1957 y 1960, Mayoría alentará al neoperonismo, que procuraba abrirse paso desde diversos frentes, todos coincidentes, como el de Vicente Saadi, en succionar sangre del peronismo puro, en días con Perón, bandera y vincha proscriptos. Tulio apuesta por Juan Atilio Bramuglia, el primer canciller de Perón, que había cesado en 1948 en el cargo después de haberse opuesto un año antes al famoso viaje de Eva Perón a Europa.
Las páginas de Mayoría cobran dimensión especial a partir del número 8. Inicia, en forma de folletín, la publicación de un libro que no encontraba editor, como ha ocurrido ahora, por otras razones, con la obra objeto de este comentario: Guillermo Jacovella la ha publicado a sus expensas, en edición con excesivos errores debidos a la ausencia de una corrección competente, pero con un contenido de tal calidad prosódica e interés histórico, que resulta incomprensible que lo hayan perdido las editoriales de renombre en el mercado a las que fue ofrecido.
Aquel libro publicado en folletín era Operación Masacre. Se trataba de la reconstrucción en primicia de las ejecuciones sumarias, en un basural de José León Suárez, de una veintena de hombres, la madrugada del 9 al 10 de junio de 1956 en que estalló la contrarrevolución peronista. Las había obtenido en confidencias de un sobreviviente Rodolfo Walsh, hermano de un aviador de la Marina sublevada en septiembre de 1955, con una hermana monja y dos primos hermanos por demás conocidos: María Elena, escritora, y Septimio Walsh, clérigo que por décadas sería la voz persuasiva de la Iglesia en cuestiones determinantes de la educación y apertura y funcionamiento de casas de estudio.
Guillermo Jacovella había conocido a Walsh en la redacción de Esto Es como un fervoroso admirador del cuento policial, y en particular del detectivesco sacerdote Metri, creado por un sacerdote de carne y hueso, Leonardo Castellani. La prosa feroz de este en la polémica embelesaba a la derecha católica. Jacovella insiste en algo que sabíamos: el compromiso original de Walsh con la revolución de 1955, y en la explicación de eso, que habíamos olvidado, de quien moriría en 1977 bajo las balas de la represión militar a la subversión y el terrorismo alentados desde Cuba: “…porque acababa de derrocarse un sistema que burlaba las libertades civiles, que negaba el derecho de expresión, que fomentaba la obsecuencia por un lado y el desborde por el otro”. Un antiperonista recalcitrante no podría haberlo dicho de manera más descarnada que el escritor cuyo nombre perdura en el nombre de una de las facultades de la Universidad Nacional de La Plata.
Como estudiante de la UBA, Jacovella se sintió atraído por las ideas del Humanismo, movimiento sobre el que influía el magisterio de dos intelectuales franceses, con enseñanzas de matices diferenciados: Jacques Maritain, hacia el liberalismo, y Emanuel Mounier, con la hondura social que conmovería a Ernesto Sábato al regresar de su infortunada experiencia comunista de los años treinta.
En la carrera de abogacía de Jacovella se interpuso el intervalo impuesto por una beca del Instituto de Cultura Hispánica, estudios en Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid y el arrobamiento por las clases de filosofía que dictaba en un claustro privado Xavier Zubiri, “el entonces maestro de las inteligencias más lúcidas de ese tiempo”. Jacovella retornó al país al cabo de unos años para concluir los estudios en la UBA y rendir examen de ingreso en la Cancillería. Superó algunas bolillas “negras”, deslizadas por funcionarios radicales, gracias a la gestión amistosa de Celestino Gelsi, ex gobernador frondizista de Tucumán, ante el canciller Zavala Ortiz.
Como Jacovella llegaría al rango de embajador sin que hubiera razones para imputarle ninguna concomitancia con el radicalismo y sí, en cambio, una relativa comprensión política e intelectual por el fenómeno franquista en España, es interesante anotar una de las definiciones rotundas del libro. Concierne a la reconstrucción de la semblanza del presidente Arturo Illia, desgastada desde el primer día de su gobierno en el imaginario público por una campaña periodística encarnizada, “sobre todo -dice Jacovella- por el astuto y peligroso Jacobo Timerman”. Esa campaña estuvo enderezada a asimilar el ritmo presidencial al de la lenta torpeza de una tortuga, a pesar de que “el país estaba experimentando una gran recuperación económica”.
Los años de diplomático en Moscú, durante la embajada a cargo de Casal, confirmaron en Jacovella las peores prevenciones sobre lo que podía esperarse de la vida cotidiana bajo el comunismo. Cundían situaciones con el trazo grueso de las caricaturas. Un día, llegaron a la sede argentina funcionarios de la Enciclopedia Soviética a fin de reemplazar de la biblioteca, sin que nadie lo hubiera requerido, unos tomos de la colección por otros, de edición posterior. El canje se debía a la constante revisión que el régimen sometía a su propia historia. Jacovella compara esa experiencia con otra de tono mucho menor, pero de impulso político no más altruista por parte de una facción política vernácula, como la supresión dispuesta por Kirchner del prólogo de Nunca Más, escrito por Sabato, para reemplazarlo por otro de su peculiar preferencia.
Mayoría volvió a editarse en noviembre de 1972, justo cuando Perón, acuciado por el presidente Lanusse a probar “si le da el cuero”, volvió por unas semanas al país. En ese último ciclo, con formato y continuidad de diario, Mayoría se editó hasta días antes del golpe de 1976. El peronismo había accedido al poder con las elecciones de marzo de 1973. Detrás de la untuosa personalidad del presidente por cincuenta días, Héctor Cámpora, los duros del progresismo (“hijo bastardo de la izquierda”, escribe el autor) se esforzaban por copar el movimiento justicialista.
La asunción de los nuevos funcionarios del Palacio San Martín encontró a Jacovella en un atalaya de primer orden para seguir los acontecimientos que en menos de dos meses torcerían de rumbo por completo. El flamante canciller, Juan Carlos Puig, con quien había compartido tareas vinculadas con el Derecho del Mar, le pidió que lo acompañara como jefe de su secretaría privada. No fue poco el asombro de Jacovella, el día que se formalizaban las designaciones, al ver entrar en la Cancillería una columna, encabezada por Eduardo Luis Duhalde, al grito de “el que no salta es un gorilón”. ¿Cómo podía ser eso, se preguntaba, si a Duhalde lo había conocido en la facultad como estudiante antiperonista?
Todo puede ser. Incluso, que gentes responsables de hacer volar gentes por el aire se conviertan por arte de magia en campeones de derechos humanos. Al consejero Enrique Vieyra, “culto y excéntrico aunque de convicciones liberales”, y hermano de la mujer del almirante Emilio Massera, lo caracteriza por una enemistad sonora con el “diabólico personaje” que sería el jefe de la Armada. Al padre Carlos Mujica, que permaneció con sus villeros en la Plaza de Mayo el 1° de mayo de 1974 cuando los Montoneros se retiraban disgustados con el duro discurso de Perón contra esos “imberbes”, lo entierra resueltamente en el panteón de las víctimas de asesinatos de la izquierda peronista y no, según lo que procuraron aquellos que se creyera por la repercusión negativa del hecho, como un asesinato de la Triple A. En cuanto a Antonio Cafiero, le asigna una responsabilidad de marca mayor: haber sugerido a Isabel Perón la designación del general Jorge Videla como comandante en jefe del Ejército, en lugar del general Alberto Cáceres, que comandaba el Cuerpo I y era “claramente leal al gobierno”.
Las misiones en la embajada en Brasil, confiada a fines de los sesenta al general Osiris Villegas, en circunstancias tensas en la relación entre militares brasileños y argentinos que estuvo lejos de mejorar; ante la UNESCO, junto a Víctor Massuh, embajador “cortés pero distante”; en el consulado general en Madrid, en los años de Alfonsín, y la embajada en España, durante la presidencia de Menem, y por fin, el consulado en Miami y la embajada en Bélgica, constituyeron hitos de una trayectoria cuya exposición en Vivido y Recordado refleja situaciones que conviene conocer al estudioso de la política y la diplomacia argentinas. ¿Algo para aconsejar a los jóvenes que se preparan para entrar en nuestro servicio exterior?
En lo esencial, nada nuevo. Sólo la evocación lacónica de las palabras de Talleyrand al despedir a los embajadores que salían para cumplir misiones estables en el extranjero: Faites aimer la France. En nuestro caso: Hagan querer a la Argentina.
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