Retrato de familia planetaria
opinion
Hace exactamente 55 años, el 23 de agosto de 1966, la sonda Lunar Orbiter 1 enviaba a la NASA la primera imagen del planeta desde la Luna. Es extraño pensar que una foto capaz de forzar un cambio de perspectiva semejante para la humanidad no involucrara un ojo terrestre capaz de conmemorar la enormidad del efecto de su sencillo “clic”. Es, en esencia, la primera vez que descubrimos el punto de vista extraterrestre.
La misión de la sonda no era poner en perspectiva esa “pequeña fase en una vasta arena cósmica”, como diría Carl Sagan, pero lo hizo de todos modos. Las cinco sondas Lunar Orbiter no podían detenerse a mostrarnos ese hasta entonces imposible contraplano en nuestro diálogo con el Sistema Solar porque su verdadero trabajo era fotografiar la superficie de la Luna de modo que los ingenieros de la NASA determinaran dónde podrían alunizar las misiones Apolo.
Es hasta ridículo descubrir que –aunque solo tres años después de esa foto en granuloso blanco y negro, ojos humanos registrarían esa misma perspectiva desde la superficie del satélite– no existía por entonces la tecnología capaz de producir una foto con la resolución completa a partir de la información enviada por la sonda (¡un total de 1,2 GB!). El resultado en alta definición recién se daría a conocer en 2008. El destino de cada uno de estos laboratorios fotográficos espaciales no fue la gloria sino la caída: estaban programados para estrellarse contra la superficie de la Luna de modo de no poner en riesgo el tránsito de los astronautas de las misiones Apolo.
Aquella primera foto fue conocida como “Earthrise 1966” para distinguirla de su sucesora más famosa y definitiva –“Earthrise” a secas, o “Salida de la Tierra”– una imagen en colores y por sobre todo, con la trascendencia adicional de que fue tomada por un fotógrafo, el astronauta William Anders, en órbita a bordo del Apolo VIII, en 1968. Apenas dos años separan ambas imágenes unidas por una inusual perspectiva: aquella que tendrían quienes vinieran a nuestro encuentro desde el espacio exterior.
Contra las creencias de Anders, quien afirmó célebremente que “hicimos todo este trayecto para explorar la Luna pero en su lugar descubrimos la Tierra” , cada reencuadre posterior de nuestro planeta –a medida de que las sondas espaciales han podido ampliar este pretendido gran angular cósmico hasta incluir nuestra galaxia y otras mucho más lejanas– no ha logrado otorgarnos ni un poco de perspectiva.
Que no creamos en las pruebas no quiere decir que dejen de existir. Por eso, más de dos décadas después, el propio Sagan movería cielo y tierra desde la NASA para lograr la tercera y última imagen que conforma este retablo cósmico. Captada durante la misión del Voyager 1, en una de las más emocionantes acciones conjuntas de la ciencia y la poesía, “Retrato de familia” podría ser definida, si quisiéramos cancherearla, como una performance site specific del sistema solar. El 14 de febrero de 1990, a 6000 millones de kilómetros de ese punto azul pálido en el que nos encontramos (y ensamblada a partir de 60 fotografías distintas) la sonda se despidió mirando hacia atrás para registrar, antes de apagar sus cámaras para siempre, a Neptuno, Urano, Saturno, Venus, la Tierra y Júpiter.
Sagan sostenía dos ideas contradictorias con admirable elocuencia: sabía que la astronomía es una ciencia humillante para con nuestras veleidades de progreso y también que fotos como aquella podían instarnos a creer que tal evolución es tan posible como urgente. “Nuestro planeta no es más que una solitaria mota de polvo en la gran envoltura de la oscuridad cósmica –afirmaba en Un punto azul pálido, el libro que surgió de ese proyecto fotográfico increíble y puede leerse como summa saganica–. Y en nuestra oscuridad, en medio de esa inmensidad, no hay ningún indicio de que vaya a llegar ayuda de algún lugar capaz de salvarnos de nosotros mismos”.
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