Moda. Una cuestión de estatus
la nacion revista
Solo ya en su madurez, Jacqueline de Ribes, aristócrata francesa de una elegancia inconmovible, se permitió cumplir el sueño de la casa de modas propia. Hasta entonces, el rechazo de su familia había sido categórico, un mandamiento negativo. Su marido, vizconde en cuanto al rango por entonces y banquero, prefirió partir a la caza el día de la presentación de su primera colección, mientras que tras el desfile, su madre, condesa y traductora de literatura anglosajona, fingió asombrarse –Vous aimez ça, vous?! – de que un cronista de Vogue apreciara cortésmente el esfuerzo de su hija. Falsa sorpresa que ponía a la transgresora en su lugar. La señora respondía así, irónicamente, a la devaluación implícita de estatus que significaba para ella la transformación de la vizcondesa en couturière, un oficio nomás, aunque se lo calificara d’art. Un zoom repentino me trasladó de 1983 a la Belle Époque de Proust y sus duquesas idolatradas.
Veinte años después de aquel episodio y ya en este milenio, cuando su marca ya no existía y yo la entrevistaba en tanto que emblema, quizá el más deslumbrante, de un mundo que se iba yendo a grandes pasos, Jacqueline de Ribes señalaba aún los prejuicios y las restricciones de las familias monárquicas –su adjetivo– como la suya o, mucho más severa, que consideraban a los modistos solamente como otros más entre sus tantos proveedores y no aceptaban que una mujer se dedicara al comercio.
Elegancia pura: una muestra dedicada a Jacqueline de Ribes, un ícono de estilo genuino
Pero todo aquello, coincidimos, pertenecía a aquel espacio, el pasado, al que no se puede regresar. Vivíamos ya una nueva época de la moda, en la que se premiaban y promovían actitudes, opciones, la ostentación, el exceso ornamental, el erotismo, al extremo opuesto de aquella elegancia articulada con imaginación que la Condesa de Ribes defendía y encarnaba. Me pareció que se distanciaba, serena y ágil a sus setenta y cinco años, de cierto mundo que ya no la concernía. Me mostró, gran privilegio, algunas impresiones, de grandes dimensiones, que Richard Avedon acababa de enviarle. Eran los retratos históricos, en blanco y negro, que el fotógrafo mayor de la moda había tomado, en 1955, de una joven Jacqueline que se iba adueñando del estilo que había en ella.
Avedon murió aquel mismo año, sellando un período con su partida, y once años después el Met de Nueva York dedicaba enteramente una de sus notorias muestras a Jacqueline de Ribes, artista del estilo. En esta columna anticipamos el evento, augurando que la presencia de la homenajeada serviría de espléndido contrapeso a los looks desatinados de las divas pop que allí se pavonerían. Pero la señora eligió quedarse en Francia, enlutada por un feroz triple ataque del terrorismo islámico en París y sus alrededores.
En tiempos recientes las noches inaugurales del MET poco han tenido que ver con esa misma noción de estilo que la muestra ponía en relieve, pero mucho sí, con el exhibicionismo XXL de la megaindustria del espectáculo.
Otras elecciones estéticas sustituyen hoy los refinamientos elitistas de la Condesa, sin negarlos ni pretender remplazarlos, e incluso convocándola a ella como presencia tutelar. Uno de los signos distintivos de estos nuevos círculos es la discreción, el perfil bajo; otro, la reticencia a identificarse como clan o camarilla o colectivo. La individualidad de la apariencia ha de ser lo que nos distinga unas de otros a la vez que nos acerque y nos iguale. No hay estatus más valioso que el que vos te das.
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