La Nación Economía: La falta de contratos, una carencia urgente de nuestra economía

La falta de contratos, una carencia urgente de nuestra economía

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De las tantas carencias de nuestra economía, quizás la más urgente sea la falta de contratos. Sin ellos no hay confianza, y sin ella no hay inversiones ni progreso. No alcanzan el capital ni la educación ni el talento, para producir más si no se pueden hacer los contratos que se quieren y, si una vez firmados, no se pueden exigir.

Repasemos la actualidad, que no es tan distinta a la de las últimas décadas: no hay libertad contractual para celebrar alquileres, contratos de trabajo, contratos con divisas, para exportar o para importar, ni para vender servicios de internet, cable, telefonía, ni alimentos, servicios médicos, electricidad, gas, petróleo, transporte aéreo o terrestre.

Y los contratos que se logran realizar, luego el Estado se niega a hacerlos exigibles: por largos períodos de emergencias repetidas no son ejecutables ni las hipotecas, ni los desalojos, ni los contratos de servicios públicos, ni los préstamos, ni los depósitos. Así, los contratos dejan de ser ley para las partes, por decisión del Estado.

Es una ausencia doble, entonces, de libertad y de exigibilidad. Una ausencia que paraliza, que lastima, que no permite que las personas nos dispongamos a invertir nuestros ahorros, ni los esfuerzos, ni mucho menos los sueños de progreso y bienestar.

Para evitar esta parálisis debiéramos convencernos de que la intervención estatal de los contratos no debe ser una herramienta de las políticas distributivas. Estas debieran limitarse a usar utensilios como los impuestos y los subsidios.

De esta manera se puede ser más o menos distribucionista, pero no se altera la ecuación económica de los contratos que permiten que una parte ofrezca a otra sus ahorros, sus servicios, su talento, y los ponga trabajar para el bien de todos.

Si hay personas a quienes les falta vivienda, atención médica, trabajo, comida –que las hay y muchas– el Estado puede planificar subsidios conforme a su presupuesto. Pero cuando se alteran los contratos, se actúa toscamente, beneficiando a más partes que las necesitadas y perjudicando a estas más que a otras, a la postre. Pues si, por ejemplo, se afectan los alquileres mediante una ley que dispone contratos o precios inconvenientes para los locadores, estos retraerán su oferta en el futuro, dejarán de construir y finalmente alquilar será accesible para muy pocos. Y lo mismo ocurre con cualquier producción de bienes o servicios: si existe desconfianza sobre los contratos por los que se regirán, se generará escasez y carestía. Es inevitable.

Ya alertó de este peligro el juez Antonio Bermejo en 1922, en su disidencia en el caso Ercolano c. Lanteri de Renshaw, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Pero su advertencia, aunque enormemente lúcida, cayó en oídos sordos desde entonces, una y otra vez.

Es, claro, una cuestión cultural. La sociedad no está dispuesta a defender ni la libertad ni la exigibilidad contractual. Es la opinión pública la que permite una y otra vez frustrar el respeto a los contratos. El voto, en definitiva, no castiga a quienes desde el Estado repetidamente tocan contratos, o los dejan como letra muerta. Por más que la defensa de los contratos se pueda deducir de la Constitución Nacional, como lo hizo Bermejo, esta es parte de nuestra cultura, y no a la inversa.

Hace falta entonces que lleguemos a creer que los contratos son una parte imprescindible del proceso de inversión y del progreso. Que sin ellos, sin la libertad de formularlos y del apoyo estatal para exigirlos, no podremos recobrar la confianza para volcar aquí los esfuerzos y los ahorros, como se hace en otras partes del mundo donde se ha alcanzado esa sabiduría cultural.

¿Como lograrlo? No lo sé. Pero es seguro que si no se logra no se alcanzará nunca a las naciones que lo han comprendido. Seguiremos jugando el campeonato B o C; pero nunca iremos a jugar a primera división, como estamos acostumbrados a hacerlo en muchos deportes, en los que nos sentimos orgullosos de nuestra camiseta.

Hoy, desafortunadamente, nos parece normal que no se paguen las deudas del Estado; que haya controles de precios de todo tipo; que haya impuestos o alícuotas nuevas casi en forma constante; que los acuerdos tarifarios se rompan una y otra vez; que se suspendan juicios en forma masiva; ¿y qué hemos ganado?

Podríamos tener crédito, público y privado; podría haber una masiva construcción privada de viviendas; veríamos crecer todo tipo de exportaciones y de importaciones; habría más empleo; más transporte; todo eso si hubieran contratos, que no los hay.

¿Por qué no probamos con contratos esta vez, porque sin ellos ya lo hemos intentado?

El Estado debiera dar el ejemplo, y hace lo contrario: es el primero que interviene los contratos privados y el que no cumple con los propios. El que hace un micro manejo de los impuestos y de las alícuotas y de los controles de precios y de plazos; para ir matando toda flor que muestre su color.

En vez de ser el soporte, la garantía y la fuerza de los contratos, el Estado es su enemigo principal: los debilita, los interviene, los congela, los altera, los desprecia, los recela. Todo eso sin pausa.

La pesificación de los contratos en dólares, en 2001, fue quizás la apoteosis del intervencionismo. Como argentino, daba vergüenza explicar a los extranjeros que sus contratos debidamente firmados no valían ya nada. Que donde decía dólares, debía leerse pesos, devaluados. Que no había consuelo para esa violación en nuestro suelo. Sus contratos eran hojas de papel, caídas y amarillas, como las de los árboles en otoño. Había entonces que recurrir penosamente a los tribunales para quizás rescatar allí algún ajuste parcial. Y después de esa vergüenza vinieron las despedidas a todos los inversores que habían confiado en nuestro país.

En menor medida ocurre lo mismo con cada inversor, argentino o extranjero, que decide confiar en otra hoja escrita y firmada en nuestro suelo, para prestar sus ahorros o sus esfuerzos en algún proyecto que ilusione. El proyecto puede fallar, todos lo saben, pero lo que no debiera fallar es la ley o los tribunales. Estos están llamados a ser el sostén, la infraestructura, de los contratos y no su enemigo traicionero, que espera a la vuelta de la primera circunstancia para mostrar la daga que lleva siempre escondida.

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