La Nación Economía: La épica del pasado abandona al kirchnerismo

La épica del pasado abandona al kirchnerismo

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Detrás de las encuestas que muestran a los jóvenes y la clase media esforzada más lejos del Frente de Todos y más cerca de Juntos por el Cambio, se entreteje un problema estructural del kirchnerismo, novedoso e inesperado, que se agranda con el paso de las semanas y los meses. Se trata de una doble dificultad creciente. Por un lado, la pérdida de capacidad del kirchnerismo para usar el pasado y construir una épica que enamore a su electorado y, con ella, lograr cohesión social y electoral: el kirchnerismo y el uso político del pasado es una bolilla definitoria en la construcción de su poder y perduración. Hoy suma un nuevo capítulo y no parece tan alentador.

Indios, brasileños, selvas, barcos y descendientes transmutados en afroamericanos son un indicio claro de los manotazos para armar una narrativa fallida. El presidente Alberto Fernández insiste con una incapacidad destacable para dar con un relato convincente sobre el pasado que resuene vibrante en el presente, ordene a sus votantes, sume voluntades y asegure el triunfo electoral. Se trata de la imposibilidad de construir certezas en un presente que acorrala a la administración de Fernández justo cuando el kirchnerismo se topa con el pasado como obstáculo. En cada referencia al pasado, Fernández se enreda en una trenza de fracasos retóricos que en lugar de cohesionar a sus votantes los manda derecho al rincón de la incomodidad o la vergüenza ajena. Las redes sociales se convierten en una carnicería.

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Y al mismo tiempo, la otra dificultad, también llamativa y también novedosa, para construir una expectativa de futuro basado en el discurso de la ampliación de derechos con la que el kirchnerismo viene persuadiendo históricamente. La pérdida de legitimidad del kirchnerismo a la hora de enhebrar los hilos del discurso en torno a la ampliación de derechos se comprueba cada día, cada semana, y es la gran novedad de la gestión de Fernández y Cristina Kirchner.

La fuerza política que se concibió a sí misma como la gran reparadora de injusticias de todo tipo convive desde hace casi un año y medio de gestión con la vulneración de derechos básicos sin reconocer su responsabilidad.

Los ejemplos se apilan y son de varios tipos. Los últimos en la lista, la vista gorda con relación a Nicaragua y los desmanes del presidente Daniel Ortega o el caso de Formosa, otra vez en el ojo de la tormenta a partir de los serios cuestionamientos por la violación de derechos humanos en esa provincia por parte de Michelle Bachelet en su rol de alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, y la exaltación que el presidente Fernández y el kirchnerismo vienen haciendo de la figura del gobernador Gildo Insfrán, considerado “uno de los mejores políticos y seres humanos” por el Presidente.

La vulneración de derechos de siempre tiene que ver con la fabricación de más pobreza y más inequidad. En ese punto, el kirchnerismo también viene restringiendo derechos.

Cualquier pretensión de superioridad progresista por parte del kirchnerismo se vuelve hoy discutible. La enunciación retórica pero entusiasta o la promoción de instituciones o herramientas legales necesarias en torno a la ampliación de los derechos de identidad, de género y reproductivos ya no son suficientes como respuesta a la demanda de la juventud y ciertos sectores de las clases medias. Las calles y las aulas están vacías y la pandemia se lo traga todo. El legado kirchnerista y su narrativa ya no parecen suficientes para sostener la pretensión progresista.

Paradojas

Cuando en 2012 se debatió el proyecto de ley que consagró el derecho al voto de los adolescentes de 16 y 17 años, el kirchnerismo fue su principal impulsor. El entusiasmo del oficialismo de entonces por el voto de los menores de edad despertó suspicacias: buena parte de los jóvenes nacidos y criados durante el kirchnerismo abrazaron a esa fuerza política. Habilitarles el voto podía implicar una ventaja competitiva para Cristina Fernández.

Las elecciones legislativas de 2017 son un caso interesante en ese sentido. En la provincia de Buenos Aires, en las elecciones de senadores, Cristina Kirchner perdió a manos del candidato de Cambiemos, Esteban Bullrich. Sin embargo, el voto joven estuvo del lado de la actual vicepresidenta. En las presidenciales de 2019, en octubre, una encuesta de la consultora Trespuntozero mostraba que 7 de cada 10 jóvenes estaban más cerca de la fórmula de Alberto Fernández-Cristina Kirchner que de cualquier otra.

Pero este año llega con novedades. Una encuesta de Analogías mostró que el 73,5% de los jóvenes de entre 16 y 29 años considera que el Gobierno desplegó pocas o ninguna acción para acompañar a los jóvenes en sus desafíos laborales y educativos. El último gran aglutinador de las voluntades de jóvenes y vastos sectores de las clases medias que el kirchnerismo, y el presidente Fernández, interpretó con agudeza fue la lucha por la legalización del aborto y los derechos de las mujeres. Por eso la preferencia de los jóvenes en 2019. Pero el año pasado, cuando finalmente se consagró como derecho, fue una isla perdida en un océano de derechos en baja.

El panorama es otro. Jóvenes sin escuela o universidad a la que ir, sin trabajo o en trabajos mal pagos y desprotegidos, de familias con hambre o con enormes desafíos para afrontar los gastos diarios, sin voz ni espacios donde expresar sus penurias y reclamar por sus derechos, privados del contacto con los pares, culpabilizados por las olas de contagios.

La explosión de la participación política y de la militancia adolescente y juvenil fue una marca de los tiempos kirchneristas en su desembarco y consolidación. En esa apuesta colectiva, los jóvenes construían una aventura futura. Ese futuro ya no está. Las aulas y las calles se quedaron sin el ruido de la juventud embanderada detrás de una causa que aliente o, como mínimo, cobije el kirchnerismo. La última fue la lucha por la legalización del aborto. Las noches se vaciaron también de adolescentes y jóvenes. El presente como obstáculo y el vacío de futuro impactan en los votantes jóvenes. También en la clase media que la pelea todos los días.

Para esa clase media que conjuga su existencia con el sueño de la movilidad social el presente es el peor de los mundos. Ese movimiento de la existencia soñada es siempre hacia arriba en la escalera social y hacia delante, hacia el futuro, no importa la escala de ese futuro. La crisis económica y la crisis sanitaria se convierten en un muro infranqueable. La cotidianeidad ya casi no ofrece ni siquiera las pequeñas oportunidades del futuro del consumo planificado, de viajes, electrodomésticos, salidas, el gasto diferido en cuotas y, mucho menos, de sacar un crédito y comprar una vivienda. La inversión en ladrillos es el refugio más obvio contra las inclemencias de las crisis políticas y económicas en una clase media poseedora de poca sofisticación en el manejo de inversiones. Hoy esa posibilidad está casi vedada.

Ni consumo hacia el futuro ni el futuro de un horizonte más amplio que supone el sueño educativo. La impotencia y la frustración marcan la vida cotidiana de la familia argentina.

Si el problema de Fernández es su incapacidad para encontrar las palabras que delineen un pasado inspirador de futuro, el problema de la vicepresidenta Cristina Fernández es otro: más dúctil para moldear una palabra persuasiva a partir de la historia o con la biografía personal en función de una narrativa que convenga a las necesidades actuales, las electorales en este caso, su mayor desafío es la matriz conceptual. En ese sentido, el peronismo modelo 2021 es un kirchnerismo que atrasa.

En la búsqueda por volver a atraer a los jóvenes a su zona de influencia, la vicepresidenta apela ahora a la “libertad” y la “felicidad”. Las dos banderas no son nuevas. En sus años de presidenta, la felicidad era un horizonte de expectativas al que apelaba. Una cita como ejemplo, de 2012: “El mejor homenaje que le podemos hacer a Eva es militar incansablemente por la felicidad del pueblo y la grandeza de la patria”.

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Como en el caso de la referencia a la “libertad” en su último discurso en La Plata, la felicidad es una instancia colectiva y sacrificial. Es un momento ejemplar del pueblo y no una conquista privada que en la suma de las libertades y las felicidades individuales, y en balance de las propias y ajenas, lleva a una felicidad general, sin pretensión de grandeza. Un sondeo de Taquión de mayo mostraba que el 84% de los jóvenes de entre 16 y 24 años tienen sentimientos negativos respecto del futuro, como “preocupación” o “miedo”. Más del 85% se irían del país. El voto adolescente fue la ampliación de derechos electorales de mayor alcance desde que se logró el voto femenino. Hoy más de un millón de adolescentes de entre 16 y 18 años está habilitado para votar. Y un tercio del padrón tiene menos de 29 años. El oficialismo de Fernández enfrenta su reticencia sin chances de ofrecer un pasado que los enamore y menos todavía una presente que expanda sus derechos.

El impacto electoral de una conformación –crisis, pandemia, angustia social, desasosiego de la familia trabajadora, desazón de los jóvenes, descreimiento político– tan única está por verse. Por de pronto, las encuestas marcan este hito de una juventud no tan proclive a la promesa kirchnerista y a su autopercepción progresista ampliadora de derechos.

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