La difícil misión de vender futuro
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Los sondeos iniciales sobre la opinión pública que ya están recibiendo los dirigentes y precandidatos de casi todas las fuerzas políticas ofrecen más motivos para la preocupación que para el entusiasmo. No se trata de las primeras encuestas de intención de voto circulantes tras la oficialización de las candidaturas, que constituyen más un entrenamiento o una herramienta para las operaciones políticas y para justificar aportes encubiertos, antes que una referencia certera o un insumo preciso para la toma de decisiones.
Los estudios que auscultan humor y preferencias sociales son mejores predictores del voto y muestran coincidentemente que el desencanto, la frustración, la desesperanza, el miedo y el enojo dominan las emociones y el pensamiento de los votantes argentinos. Una confirmación de casi todas las hipótesis y un desafío difícil de resolver para las principales fuerzas políticas establecidas.
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Fuera de los núcleos duros de votantes, la mayor incógnita de la dirigencia oficialista y opositora es en estos días cómo se comportarán esos electores que escuchan con irritación y miran de reojo a la política o que directamente prefieren ignorar sus voces, por hartazgo. La duda que anida en cada comando es si votarán en contra de sus listas o si decidirán no ir a votar. Obviamente, prefieren la segunda opción, que termina elevando el piso de cada espacio. Aunque no pueden estimularla a riesgo de que los que no vayan sean los que a último momento podrían darles su voto. Por resignación o porque creen elegir el mal menor.
Los candidatos se encuentran ante la difícil misión de venderle futuro a una sociedad a la que hace 10 años la realidad viene cancelándole sistemáticamente las expectativas de mejoría y superación o, al menos, de permanencia en el precario lugar en que se encontraba. Las clases medias, golpeadas por el estancamiento y la recesión, y los jóvenes votantes, que no recibieron el usufructo de los años míticos del kirchnerismo, sino las consecuencia de otra década perdida, constituyen la terra incógnita de los estrategas políticos de esta campaña.
Los últimos escándalos, que son de las pocas noticias políticas que penetran en esos sectores, fueron combustible para la desazón. El rating lo encabezan la revelación de los irritantes e injustificables encuentros sociales en la quinta de Olivos mientras la mayoría de los argentinos estaban confinados por la cuarentena más larga del mundo, y el inadmisible tratamiento que le dieron al tema algunos dirigentes de Juntos por el Cambio. Entre ellos se desatacan dos diputados de la Nación a los que su dedicación a la tribuna tuitera parece haberles hecho olvidar, como a otros, que integran un poder del Estado cuyo título comienza con el calificativo de “honorable”.
Casi a la par de esos estrépitos se ubican las disputas en el seno de la coalición opositora, aunque estas llegan solo a los que todavía conservan algún grado de interés por la política, es decir, de ilusión. Son los que se conoce como los votantes blandos. Nada menos que quienes definen una elección apretada o que pueden acortar distancias. Los que en comicios legislativos, como estos, están en condiciones de otorgar o impedir mayorías legislativas.
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A esos votantes intenta atraer o retener el Gobierno, no solo potenciando con regocijo el ruido interno opositor y aprovechando los regalos que recibe para disimular sus errores y escándalos. Esas son tareas defensivas. La igualación (para abajo) sirve, pero no alcanza. Lo dice el manual electoral que acaban de recibir los precandidatos frentetodistas.
Para la ofensiva cuenta con las herramientas que le da el control del Estado sobre dos de las cuestiones más sensibles para la sociedad hoy: la salud y la economía. Ya no hay dicotomía. Así, acelera el operativo de vacunación antes de las elecciones y decreta la mayor liberación de las restricciones pandémicas desde hace un año y medio. Aunque la inmunización completa no sea masiva, y a pesar de que los casos apenas han bajado del umbral de los 10.000 y que la contagiosísima variante delta acaba de empezara a circular comunitariamente. Las elecciones incitan a correr riesgos. Es parte de la venta de futuro, de la instalación de que lo peor ya pasó. El decisionismo político suele confiar en su capacidad para cambiar horizontes, aunque a veces confunde escenarios con escenografías.
En el plano de la economía, es consecuente. Los subsidiados planes de consumo lo explicitan. Lo mismo que la liberación de las negociaciones paritarias. O los anuncios de planes de empleo para jóvenes. O las rebajas fiscales para sectores medios. El futuro es hoy. Mañana se verá. La sustentabilidad económica no siempre es compatible con la sustentabilidad política. Más cuando nadie cree en el mañana.
En la dimensión política, se impone la moderación en todos los planos, aun hasta la sobreactuación. A eso se suman las listas únicas en los principales distritos que permiten construir la narrativa de la unidad y el orden interno oficialista. El acto de anteayer de relanzamiento encubierto del albertismo (que nunca nació, pero nunca muere), con imprecaciones a la moderación y a evitar peleas y divisiones confirma esos propósitos tanto como la fragilidad escenográfica de los matrimonios por conveniencia. El tiempo poselectoral pronostica tormentas. Solo se trata de diferirlas. La procrastinación es un tratamiento de amplio espectro, sirve para gobernar y para ganar elecciones.
El relato de la unidad, no obstante, ofrece algunas grietas palpables y de alto riesgo. El caso de Santa Fe es el más estridente (u obsceno). La confrontación entre dos listas que se disputan el adn oficialista, aunque solo una tenga reconocimiento de maternidad y paternidad, en una provincia estragada por el crimen ligado al narcotráfico, es una afrenta a la sensibilidad y la inteligencia, que excede a sus habitantes y electores. Pocas situaciones pueden exponer mejor (o peor) la distancia entre la realidad de la dirigencia política y la del ciudadano común.
Opositores, en reparación
Para la oposición, el comienzo de la campaña electoral no pudo ser menos edificante. No es opinión. Lo confirman los focus groups hechos a pedido de varios precandidatos de Juntos (pero no tanto). Entre sus adherentes y sus potenciales votantes causó profundo rechazo la disputa político-personal que protagonizaron Facundo Manes, Lilita Carrió y Gerardo Morales. Aunque no fueron los únicos. En público y en privado hubo varios otros que atizaron las brasas.
Los mucho más que desubicados tuits y declaraciones de los diputados Fernando Iglesias y Waldo Wolff sobre las visitas a Olivos durante el aislamiento también hicieron su aporte al malestar de votantes y de dirigentes cambiemitas. A lo inapropiado, por discriminatorio y violento, de sus intervenciones se sumó la ignorancia de la regla napoleónica que ordena no interrumpir al adversario cuando se está equivocando. Mejor no repetir los calificativos escuchados que les destinan a ambos en JxC.
La evidencia del daño que se estaban autoinfligiendo propició una ola de diálogos telefónicos o presenciales durante la semana pasada de los que participaron Morales, Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal, Mario Negri, Carrió, Manes, Diego Santilli, Alfredo Cornejo, Patricia Bullrich y, a la distancia, Mauricio Macri. También el incombustible Enrique “Coti” Nosiglia, entre otros. La ausencia de liderazgos consolidados y el cruce de intereses y de influencias a veces confrontadas según los distritos obligan a infinidad de conversaciones con multiplicidad de interlocutores.
En una campaña que será corta no solo por el tiempo que resta, sino también por la acotada disposición a la escucha de los electores, urge a la dirigencia cambiemita a restañar heridas y recomponer la imagen que ofrece. Todo eso sin los numerosos recursos que provee el control del Estado nacional. Corriendo de atrás y con lastre, se llama la obra.
Las conversaciones mantenidas se propusieron acallar a los pendencieros, bajar los decibeles de la confrontación para ponerla en un plano civilizado, ordenar el discurso y no perder de vista que para los votantes de ese espacio el adversario es el oficialismo. El objetivo es no solo hacer que las primarias atraigan y no ahuyenten aún más a los votantes, sino que la campaña no provoque daños irreparables. Las internas en 17 de las 24 jurisdicciones son un escenario que demuestra la fragilidad que atraviesa a la oposición, aunque sus dirigentes prefieran mostrarla como ejemplo de vitalidad democrática.
“Estamos trabajando para que después de las PASO pueda hacerse una foto en la que estén todos los dirigentes y precandidatos. Los que ganaron y los que perdieron”, explica uno de los principales referentes del espacio. La foto es una metáfora. Lo que importa es que el día después la unidad se mantenga más allá de las formas. Sin el aporte de los perdedores, para los ganadores será aun más difícil la elección general. No solo en la crucial provincia de Buenos Aires. Los votos se cuentan de a uno, igual que se suman los senadores, diputados y concejales.
La precariedad de las relaciones y la desconfianza que atraviesa más de un vínculo obligan a redoblar los esfuerzos. Por ahora, los precandidatos Manes y Vidal son los que concentran los mayores reproches.
Al primero se lo acusa de ser más duro con sus adversarios internos que con el kirchnerismo. Las manifestaciones de encono personal con Macri, Larreta y Vidal que se le han escuchado, mucho más potentes que sus diferencias políticas con Cristina Kirchner, por ejemplo, propician los resquemores y fundamentan las críticas que le lanzan.
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En el caso de la exgobernadora le siguen cuestionando su decisión de haber dejado la provincia de Buenos Aires. Consideran su cambio de distrito la raíz del desorden y de las disputas en el decisivo territorio bonaerense. Comparte las críticas con su jefe-socio Rodríguez Larreta, a quien le reclaman no haberse puesto al frente antes y con más eficiencia. Los extensos diálogos directos que mantuvo con dirigentes con los que suele hablar solo de temas puntuales son una admisión del impacto de esas objeciones tanto como un intento de reparación. Es lógico, sostener su objetivo presidencial entre dos fuegos (amigo y enemigo) es demasiado arriesgado.
Oficialistas y opositores están conminados a resolver el presente, mientras su pasado todavía los golpea, interna y externamente. Justo cuando una sociedad lo que reclama es futuro.
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