Inés de los Santos. La mujer que reinventó la coctelería en la Argentina
revista brando
Era una joven de 15 años recién cumplidos. Una chica popular que usaba el pelo atado con una colita. Era canchera y rebelde. Se rateaba de la escuela, estudiaba apenas para aprobar. Ya tenía las entradas para ver el recital de Keith Richards en su primera presentación en Argentina, un 7 de noviembre de 1992 en Vélez. Tenía también su ticket para los Guns N’Roses, con dos fechas en diciembre en el estadio de River. Pero nunca iría a esos recitales. Una noche de octubre, cruzó la avenida 9 de Julio mirando para el lado equivocado y un auto le pasó por encima. Voló 30 metros y su enterito blanco, de moda a principios de los 90, se tiñó de sangre.
“Nunca perdí el conocimiento”, recuerda Inés De Los Santos, la gran bartender de la Argentina, autora de libros, protagonista en la TV, creadora de bares propios y ajenos, que este año abrió Cochinchina, y que hace apenas un mes fue elegida dentro de las 100 personas más influyentes del mundo de las barras por la revista británica Drinks International. “Recuerdo mirar al Obelisco desde el asfalto y pensar: estoy muerta”. Eso duró un minuto o dos. Pronto entendió que no, que vivía, escuchó los llantos de sus amigas, luego la ambulancia, el traslado al hospital de La Boca, de ahí al Cemic, la fractura expuesta de una pierna, la rodilla destrozada de la otra. “En la derecha me operaron, me pusieron unos clavos enormes, luego me volvieron a operar para sacarlos. Guardé esos clavos por mucho tiempo hasta que un día me pregunté para qué carajo los tenía y los tiré a la mierda. La rodilla izquierda me la operaron seis veces, no tenía los ligamentos cruzados ni los laterales, los meniscos estaban pulverizados. Estuve seis meses en cama, sin poder moverme. Mientras que mis amigas habían alquilado una limusina para ir al recital, yo vi desde el televisor del cuarto del hospital cómo Axl cantaba con un slip blanco sobre el escenario”.
Ser bartender es un trabajo físico que implica estar muchas horas de pie, recorriendo el pequeño espacio de una barra, agachándose para levantar bolsas de hielo, estirándose para alcanzar una botella, sacudiendo los brazos al ritmo de la coctelera. Desde afuera se ve fácil y divertido, pero también es exigente y requiere buen estado corporal. Muchos bartenders abandonan la profesión por el intenso dolor en los hombros y codos, en la cintura y en las articulaciones de las manos. Después del accidente, y por varios años, Inés vivió con cierta paranoia respecto de esa fragilidad del cuerpo. Caminaba con temor por las calles, subía con cuidado las escaleras. Hija de una psicóloga, empezó a ir a terapia. “La rodilla nunca más quedó bien, me cambió el cuerpo. Hoy debería operarme, ya algún día lo voy a hacer. Hubo veces en mis primeros años de trabajo que fui a la barra en muletas”, cuenta.
–Después de un accidente tan fuerte, ¿por qué elegiste un trabajo tan físico?
–Cuando lo decís así suena feo, lúgubre, pero la verdad es que el mundo de las barras me divertía mucho. Y me sigue divirtiendo. Siempre busqué pasarla bien. Me cago de la risa en el bar, me gusta la noche, observar a la gente, verlos interactuar. Y, cuando te divertís, el dolor se olvida”.
Contra la marea
Hay cierto inconformismo dentro de Inés De Los Santos que parece llevarla siempre cuesta arriba. Cuando algo se pone de moda, elige un camino paralelo. Si el mundo apunta a los speakeasies y a la coctelería clásica a lo Mad Men, ella elige terciopelos y clericó. Hija de una familia de clase media profesional, al terminar el secundario se esperaba que eligiera una carrera universitaria. Y así lo intentó: empezó Diseño de Imagen y Sonido, pero no pudo seguir. Por un aviso en un diario empezó a trabajar de camarera. “De chica con mi mamá salíamos mucho al teatro, al cine, y antes o después siempre a un restaurante. Desde los buenos a los populares de Av. Corrientes. Y yo era curiosa, pedía siempre el plato que no conocía, quería probar cosas nuevas”, cuenta.
A los padres la idea de que trabajase en gastronomía no les gustó. Y, aunque Inés no era de las que obedecían, el mandato familiar influyó en su carrera. “No podía no estudiar, tenía que ponerle un marco teórico a mi deseo, a mis ganas de estar en gastronomía. Así empecé a meterme en todos los cursos posibles, de ceremonial y protocolo, de idiomas, de servicio”. Le gustaba la cocina, pero no quería soportar el derecho de piso que era tradición por aquellos años, eso de pelar mil kilos de papas mientras la maltrataba un cocinero. Un día tuvo su epifanía, el momento eureka que contó en infinitas entrevistas y que merece ser contado una vez más. En uno de esos cursos a los que iba apareció Julio Celso Rey, uno de los grandes bartenders clásicos de la Argentina vintage, que brilló en las barras de los años 70. Un señor de saco y camisa de color blanco, corbata negra, con un bigote finito y oscuro. Él le mostró algunos cócteles, entre ellos el Old Fashioned, pintando el vaso por dentro con una brillante capa de azúcar embebida de Angostura. Inés se enamoró de ese momento, de la técnica y del trago, que desde entonces sigue siendo su favorito. “Cuando empecé gastronomía me sentía un sapo de otro pozo. Y no tenía idea de cuál podía ser mi pozo. Celso Rey me lo enseñó. Descubrí algo que nadie hacía en ese momento, algo que era elegante, rico y que requería conocimiento. Significaba entrar a un lugar inhabitado y eso era lo que más me gustaba. Además, había mucho viento a favor. La coctelería empezaba a transformarse en todo el mundo, no solo acá. En Argentina vivíamos el uno a uno, con mil botellas a mano y mucho consumo”. Para quien podía verlo, ese era el momento justo y el lugar justo. Inés lo pudo ver.
La obsesión al poder
En lo laboral, Inés De Los Santos es seria y exigente, pero también le gusta la fiesta y el alcohol (aun cuando hoy tome muchísimo menos que en el pasado). A veces, cuando sale con amigas, se pone una peluca y juega a ser otra. Siempre está al mando porque sabe a dónde dirigirse. De carácter fuerte, confiesa que antes, en lo laboral, podía ser tirana con sus empleados, hasta que un día entendió que eso no servía. Tal vez las cosas salían bien, pero era a costa de sufrir. Hoy elige armar equipos de trabajo donde priman el respeto y la confianza, sin que esto signifique perder esa obsesión por el detalle. Tiene una de esas miradas que lo escudriñan todo, desde una copa apenas rajada a una botella con polvo en la etiqueta. Una mirada que atemoriza a muchos.
“Es brutalmente honesta y directa. Y por eso es confiable. Es también talentosa, inteligente. Si un día me casara –y con una mujer– debería ser con ella”, dice Germán Martitegui, colega y amigo con quien compartió largas noches. “La gastronomía te mata o la sobrevivís. Ella la sobrevivió de la mejor manera. Nos conocimos casi de adolescentes, hacíamos 250 cubiertos en una noche, luego salíamos a bailar y de ahí nos íbamos a un bar a seguir charlando y bebiendo y terminábamos sentados en la calle, en la vereda, a cualquier hora, con una botella de single malt en la mano. Con el tiempo, todos nos fuimos asentando, pero su talento está intacto. Yo sé que tengo un carácter fuerte, ella también lo tiene. Es de las pocas personas que se pueden plantar delante de mí para decirme que modifique algo. Ahora me está ayudando con la barra de Marti”, cuenta el cocinero, en referencia a su nuevo restaurante, que se rumorea está por abrir antes de fin de año. “Hace unos días estábamos en el local, me miró y me dijo: «No, acá tenés que achicar la cocina para agrandar la barra, así no va». Todos los que estaban me miraron a ver qué contestaba yo. Pero a Inés le reconozco mucha autoridad, basada en su talento. Al final me ganó, me sacó dos metros de la cocina”.
La carrera de Inés De Los Santos está marcada por grandes hits que, por momentos, la catapultaron a la fama y por otros menos estridentes que también le enseñaron mucho. A los 18 años se fue tres meses a Nueva York. Con toda su ingenuidad a cuestas pensaba comerse el mundo. “Ni siquiera sabía que había algo como una green card que era necesaria para trabajar. Fue un viaje corto, pero estar allá y sin un centavo me enseñó mucho del mundo”. Luego su gran aprendizaje vino de la mano de Gran Bar Danzón, el bar y restaurante comandado por la dupla de Luis Morandi y Patricia Scheuer, a quienes todavía hoy considera sus tíos gastronómicos. Inés entró a Danzón en 1999, con 21 años, y se quedó hasta 2005, como jefa de barra. “Fue un momento de mucho enriquecimiento, de manejo del estrés, atendíamos a miles de personas, era el lugar donde había que estar. Ahí logré sacarme prejuicios de encima. Cuando estás detrás de una barra y entra alguien enseguida te hacés una película de esa persona, la encasillás en algún lado. Y descubrí que no, que lo que creés de una persona muchas veces no tiene nada que ver con la realidad. También pasé en Danzón la crisis de 2001, donde todo se vino abajo de golpe, pero a la vez el bar seguía lleno, venían todos los gringos a gastar fortunas. No teníamos ni mercadería, me acuerdo de que Luis se iba con la camioneta a buscar por todos los almacenes para tener algo que seguir vendiendo”.
Después de Danzón llegaron las grandes luces, la fama, las notas en revistas y diarios. Entre 2005 y 2008, Inés formó un dream team junto a Germán Martitegui (en la cocina), Aldo Graziani (en los vinos) y Juan Santa Cruz (de anfitrión) en Casa Cruz, el lugar elegido por el jet set porteño, el ícono de la exclusividad, de los Dom Perignon y de los cócteles a base de cognac XO. Un restaurante que marcó, de manera irreversible, la noche porteña: “No podría decir que la pasé bien en Casa Cruz. En la barra me divertía, tenía un equipo de bar fenomenal, pero todo el resto era muy difícil, había demasiado rigor y destrato. Todos se creían mil y las reuniones de personal eran un infierno. Yo me iba a dormir mal, me dolía la espalda, el hombro… Ahí tuve síndrome vertiginoso, algo que con mi médica creemos que comenzó con una infección en el oído y que me exigió mucha rehabilitación”.
Inés precisaba escapar y encontró el mejor lugar donde hacerlo: pasó un verano en el flamante Setai, un espacio armado por el francés Jean Paul Bondoux en una playa uruguaya, bien lejos del mundo. Allí no solo pudo relajarse, sino que encontró el amor junto a Pascal Bernard (en ese momento, mano derecha de Jean Paul), con quien convive desde hace más de una década y es el papá de su hija, Cora, que hoy tiene 8 años. “Cuando volví de Uruguay me tomé un año. Era la primera vez en mi vida sin laburar. Después arranqué con Julep, el catering de coctelería para eventos. Sentí que era algo que faltaba en Argentina. Y, a la vez, quería correrme del trabajo de la barra de todos los días, claramente precisaba salir de ahí. Por primera vez en mi vida estaba enamorada y con pareja estable. Quise darme el tiempo de explorar eso, de ser una persona normal, de estar en la cola de un supermercado, algo que no me pasaba desde que había cumplido los 18 años. ¡Para mí, tener una tarjeta de cliente fiel de supermercado era toda una emoción! Después quedé embarazada y también elegí manejar mis tiempos para poder estar con mi hija”.
Lo que Inés llama vida normal no lo es tanto. Desde que se fue de Casa Cruz se embarcó en proyectos de enorme prestigio, que le enseñaron la coctelería, la gastronomía y el negocio que hay detrás desde otros lugares, adoptando nuevos roles. No solo por el catering Julep, que se convirtió en el elegido en fiestas multitudinarias y exclusivas, sino que también escribió dos libros para Editorial Planeta, lanzó su propia línea de bebidas (Isla) y fue consultora y asesora de barras y bares, incluidos el diseño y la capacitación para ese proyecto de lujo inigualable que fue Único, el restaurante de Mauro Colagreco en Shanghái (China). “Eso fue una locura. Yo estaba embarazada, pero no lo sabía. Me sentía mal y pensaba que era el jet lag, la comida, la bebida. El restaurante abría en el edificio más lujoso del barrio más lujoso de Shanghái, no podía fallar. Y yo tenía que enseñarles a los empleados chinos de qué trataban las bebidas y la cultura de Latinoamérica, en jornadas de más de 10 horas, yendo a mercados y dándoles clases en un aula. Chinos que jamás habían pisado América”, recuerda. En el camino se sumaron viajes a destilerías y bodegas, por Argentina y el mundo, siempre yendo a más, queriendo aprender y conocer. “Soy una nerd de las bebidas”, admite.
Talento y humor
“Ella me manda fotos de actores sin camisa por WhatsApp. Y, como quiero responderle, ahora tengo que buscar otras para también mandarle a ella”, se ríe Narda Lepes. “Nos conocemos hace mucho. Lo primero que rescato es la amistad que nos une, pero enseguida aparece el respeto laboral que nos tenemos. Nos consultamos todo el tiempo. Solo una vez trabajé con ella; hicimos un asesoramiento para el Instituto de la yerba mate y fueron meses de investigación, de viajes, generando ideas y propuestas. Lo que más me gusta de Inés es que a veces podemos pensar de manera similar y a veces de manera opuesta, pero siempre nos sirve hablar entre nosotras. Yo no tomo mucho alcohol, así que mi relación con ella es fuera de la barra. Viajamos juntas, nos reímos, tenemos esas mismas ganas de salirnos del recorrido y buscar algo más, de pronto ir a visitar a un tipo que hace unas ollas de barro en algún lugar de Colombia o alguien que cultiva alguna cosa rara”.
En palabras de Narda, Inés sabe tener un perfil alto. “Nunca patina, sabe lo que quiere y lo que tiene que hacer. Cuando decide algo, es porque antes lo investigó. Se toma cualquier trabajo de manera profesional. Esto va más allá del trago, tiene un profundo conocimiento del servicio, con un nivel de detalle y sutilezas que lo cambia todo. Nunca te va a tirar una idea para que otros se encarguen, sino que va a ir al fondo, se involucra y cumple su palabra. Para mí, contar con Inés, que es una par, que tenemos una edad similar, que somos dos mujeres, es muy importante. Hay conversaciones que solo puedo tener con ella”.
Nueva apuesta
Luego de ese tiempo de supuesta normalidad hogareña, en los últimos tres años Inés parece haber subido nuevamente al carro de la gastronomía y apretado el acelerador a fondo. A fines de 2018 se sumó a Fernando Trocca en Orilla para crear el bar del lugar: imaginó las paredes de terciopelo verde, la barra, la iluminación, las mesitas, los tragos. En 2019, llegó el turno de la sucursal en Miami, reproduciendo la esencia de la casa porteña. En 2020, la pandemia significó una fuerte crisis personal, en la que se vio obligada a mantener la estructura de un catering en un contexto donde fiestas y eventos quedaron cancelados por tiempo indeterminado. Ahí creó Tomalo en Casa, una tienda online de cócteles preembotellados con envío a domicilio, que repartían ella misma y Pascal en auto por toda la ciudad. También la pandemia canceló el plan de un bar personal que estaba ideando en la zona de La Imprenta, en Belgrano. “Iba a ser un lugar muy íntimo, casi escondido en un primer piso, todo muy elegante. Estábamos por arrancar y dimos marcha atrás”, cuenta.
Pero salió una nueva oportunidad: un enorme local en una de las zonas más álgidas del polo gastronómico de Palermo. Y, con la amplitud y exposición del local, llegó también una nueva idea, en la vereda opuesta a la intimidad: si todo se caía a pedazos, si todos estábamos deprimidos, era necesario abrir un lugar que permitiera escapar del oscuro signo de los tiempos. Un bar que sea un viaje en sí mismo. De eso se trata Cochinchina, la apertura más ambiciosa en Buenos Aires de los últimos años. “Un cruce entre Oriente y Occidente, por eso el nombre. Es irte a la Cochinchina, a esa colonia francesa de Vietnam al otro lado del mundo. La coctelería es siempre un cruce: cuando te hago un Manhattan, te pongo un bitter creado en el Caribe, un whiskey de Estados Unidos, un vermouth de Italia”.
Hoy, en Cochinchina, es posible beber un Martini Umami, el mejor Dry Martini de Argentina, que mezcla gin con hongos, algas y especias, acompañando la cocina de Máximo López May. Desde un banh mi (tradicional sándwich vietnamita) a una costilla vacuna cocinada por 15 horas en salsa agridulce. Todo en un ambiente recargado de elementos, entre lo exótico y lo parisino, divertido y exagerado.
“Cuando la ven de afuera, mucha gente no termina de entender a Inés. La ven como a alguien dura, seria, firme y estructurada, y está bien que vean eso, porque ella es así. Pero también es una mujer sensible, supercariñosa y muy generosa, que siempre va a estar para ayudarte y para transmitir su conocimiento, algo que le apasiona. Te critica sin callar nada y acepta las críticas sin enojarse”, dice Tato Giovannoni, quien también fue parte de la gran revolución de las barras en Argentina. “Desde su aparente seriedad, tiene un humor tremendo. Con ella lloré como con nadie y con ella me reí como con nadie. La conozco desde Danzón, desde 1999, y sigue siendo la misma. Con los años, con la hija, un poco se aflojó, como nos pasa a todos, y es más fácil conocerla hoy. Pero sigue siendo 100% Inés De Los Santos”.
Inés supo imponerse en un mundo masculino, abriendo caminos cada vez más transitados. “De chica, yo tenía unos 8 años, la edad de mi hija Cora hoy, y le pregunté a mi mamá por qué había un día de la mujer. Ella me respondió que era así porque el resto de los días eran de los hombres. Crecí entre feministas y lesbianas, en seminarios y charlas que me aburrían, pero que siempre algo me dejaban. Es algo que llevo muy adentro”, dice.
Es Inés De Los Santos: una mujer poderosa que ama pararse detrás de la barra y servir un cóctel perfecto. Que ama el whisky, aunque a veces pasen semanas sin probar una gota. Que es obsesiva del detalle y del trabajo. Y que siempre eligió divertirse.
https://www.lanacion.com.ar/revista-brando/ines-de-los-santos-la-mujer-que-reinvento-la-cocteleria-en-la-argentina-nid29082021/
Compartilo en Twitter
Compartilo en WhatsApp
Leer en https://www.lanacion.com.ar/revista-brando/ines-de-los-santos-la-mujer-que-reinvento-la-cocteleria-en-la-argentina-nid29082021/