In memoriam, 1789. Epitafio para la idea de la revolución
ideas
El 14 de julio de 1789, un grupo de revolucionarios asaltó la Bastilla. Unos días más tarde, el 4 de agosto, la Asamblea Constituyente abolió solemnemente el Antiguo Régimen y enterró el orden social anterior. El primer acontecimiento se impuso como fecha para la celebración. No lo hizo por su relevancia comparada: lo hizo porque es un símbolo. Al recordarlo, ¿participamos de una celebración, de una conmemoración, de una evocación o de la actualización de un legado?
Entre 1770 y 1815, un ciclo revolucionario surcó la historia occidental. En Estados Unidos, en Europa y en las colonias españolas de América Latina, ese ciclo compartió diversos principios; pero también divergió por el lazo que anudó con el pasado y por las concepciones acerca de cómo gobernar la nueva sociedad. La originalidad que distingue a la Revolución francesa radica en la notable dificultad para “terminar” la revolución y en la inédita decisión de romper radicalmente con el pasado.
En Francia, el ciclo Monarquía Constitucional – República – Imperio se repitió dos veces: en 1791-1792-1804 y en 1814-1848-1851; recién la instauración de la III República (1875) confirió a la política francesa una estabilidad solo interrumpida por la invasión alemana en 1940. La inaudita pervivencia de instituciones y tradiciones movilizó un vasto esfuerzo destinado a conferir inteligibilidad a la Historia. Era preciso explicar ese irreverente e insolente gesto de reconstruir la sociedad, en la certeza de que la nueva sociedad podría prescindir de su pasado. Esa ilusión nutrió una interrogación que se plasmó en el despliegue de la “filosofía de la historia”, típica del siglo XIX.
Conferir inteligibilidad a la historia también exigió comprender una pregunta que atormenta: ¿por qué el pasaje del Antiguo Régimen a la nueva sociedad tuvo que atravesar el Terror, es decir, un momento liberticida en nombre de los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad? Incansablemente, ese interrogante se repitió en la mayor parte de las revoluciones durante más de un siglo. Revolución y terrorismo se comportaban como hermanas gemelas.
La “idea revolucionaria”, surgida en el ciclo revolucionario, cuyas consecuencias y geografía excedieron los contornos hexagonales, se expandió en todas direcciones y tiempos. Dos siglos después, su crepúsculo marcó, al unísono, el triunfo de la idea democrática y el hundimiento de la experiencia comunista. A la luz de estos eventos, François Furet concluyó que “la única fundadora del mundo moderno es 1789 y no 1917”. La Revolución rusa, que se desplomó en 1989, no culminaba la francesa; el mensaje universal de los Derechos del Hombre y de la abstracción democrática no había sido una ilusión burguesa.
Los recientes acontecimientos en Cuba lo ratifican. La consigna “Patria y Vida” no busca profundizar la revolución. El lema es claro: “¡Ya se acabó! Ya se venció tu tiempo …”.
Con la clausura de la posibilidad de que 1917 y todas las revoluciones que se inspiraron en ella completaran 1789, una parte de la Historia se cerró. Paradójicamente, el ocaso de la idea de revolución permite redescubrir el legado de una sociedad igualitaria opuesta a todo privilegio y las libertades individuales que siempre estuvieron en ella. Despojada del tipo de futuro que antes prometía, se convirtió en un zócalo de memoria.
El fin de la revolución, por otro lado, diluye uno de los ejes que vertebraron nuestra capacidad de comprender el tiempo histórico –como lo hizo durante más de dos siglos– y desmorona la convicción –surgida en el ciclo revolucionario– de que era posible engendrar un Hombre Nuevo a partir del Estado. Aún más, expulsa la imagen previsible del futuro que nos envolvió durante tanto tiempo: cálida y acogedora, arropó a muchos; terrorífica e inhospitalaria, atemorizó a otros muchos. Es una gran novedad: la imagen del futuro nutrió nuestra visión de la historia y de un porvenir que ya no puede ser cernido ni anticipado por ninguna utopía, por ninguna distopía.
La idea revolucionaria pereció como modalidad privilegiada del cambio social, desplazada por el mensaje democrático que incluía. Pero ese consenso democrático nos deja huérfanos de aquella imagen del porvenir que, de ese modo, reencuentra la dimensión azarosa que la revolución había querido domeñar. Es el fin de una historia. Pero, precisamente, de una historia pensada como su contrario, es decir, como un tránsito temporal del que se conocía el sentido, pero no los detalles y que, por eso, podía unir pasado y futuro. Hemos perdido esa certeza.
Sin ella, la política y el azar dan cuenta de la fútil alucinación de la política moderna de haberse impuesto la tarea de “conducir” la historia. La historia redescubre un sentido esencialmente narrativo, a la espera de una mejor comprensión de su nuevo rol. Nuestra concepción del tiempo de la historia fue enhebrada con la Revolución francesa, en la certeza de que era posible descubrir una inteligibilidad a la ruptura inesperada que la revolución había provocado y con la convicción revolucionaria de que era posible rehacer el pasado a voluntad. Frente al ocaso acendrado de esa convicción y, en particular, del desplome del futuro “encantado”, es difícil no abrumarse. Ahora que la revolución terminó, ahora que nos preserva con su legado, estamos frente a un desafío mayúsculo: lidiar con la incertidumbre constitutiva de la democracia.
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