Desconcertada. Nuestro orgullo de pandemia
opinion
Pararme frente a una caja de herramientas me resulta más desafiante que enfrentarme alguna ecuación matemática irresuelta por décadas. No distingo una pinza de una tenaza ni un tornillo de un clavo y sé que hay varios tipos de destornilladores pero jamás podría decir cuál es cuál. Mis ex solían sintetizar mi ignorancia con precisión y –por supuesto– algo de malicia: “Vos sí que no servís para nada práctico”.
“Para arreglar las cosas están los servicios técnicos y yo no le quito el trabajo a nadie… más aun que no sobra”, respondía yo a cada puntada verbal. El intercambio de ironía enmarcaba una realidad inocultable: nunca me preocupé por aprender las tareas más prácticas y necesarias, desde cocinar o lavar bien los platos (mal sí me sale) hasta inflar un neumático o cargar nafta.
Todo eso se terminó el 19 de marzo de 2020. Como el resto del mundo antes o después, los argentinos fuimos arrastrados, desde ese día en adelante, por un curso rápido de encierro, aprendizaje y autosuficiencia.
En mi vida de pandemia hubo poco encierro y hasta menos aprendizaje. Mi rutina laboral apenas cambió, en todo caso se intensificó. Con algunas excepciones, todos los días iba a la redacción y las horas de trabajo se ampliaron y lo ocuparon todo, salvo el momento del sueño.
Mientras yo, como siempre, me hundía en las noticias que oscurecen al mundo con la certeza de un sueldo a fin de mes, mis amigos y mi familia cambiaban por la fuerza o por voluntad propia, algunos con extraordinarias muestras de versatilidad, entrega y tenacidad.
Mis amigas Ale, Loli y Valentina no pisaron la calle durante los primeros 65 días de la cuarentena. Salieron más flacas, más fuertes y más felices de lo que habían entrado.
Mi amiga Agus pagó y paga los sueldos de sus empleados aun cuando su empresa de turismo haya perdido prácticamente su razón de ser y sus ingresos.
Mi amiga Silvina no dejó de pasar ni un día por el hospital donde trabaja.
Mis sobrinos Vicky y Pedro cumplieron su sueño de estudiar y vivir afuera.
Con mi familia a algunos cientos de kilómetros, tampoco tuve que aprender a convivir cada segundo y compartir cada respiro con parejas, padres, hermanos, ni tuve que desesperarme con las clases digitales o las angustias de los hijos.
Mis propias pandemias, en todo caso, fueron las de la soledad y la de la quietud. De un día a otro, me quedé sin abrazos, sin risas, sin compañía para el llanto, sin charlas, sin kilómetros para correr o pedalear, sin largos para nadar. Para todo, el remedio fue el mismo: una cinta de correr, endorfinas contra la soledad y la quietud. Tres semanas después de comenzado el confinamiento, era ya evidente que la actividad física seguiría siendo la enemiga de turno de las autoridades sanitarias. Harta de pararme frente a la TV y ensayar rutinas que nunca me habían atraído, pasé días comparando precios y calidad con ansiedad y expectativa.
El momento en el que recibí la confirmación de compra fue el más feliz hasta ese día de pandemia. Fue también fugaz. “¿¡Y quién me la va armar!?,” se me ocurrió de repente y la alegría se esfumó. El portero del edificio no estaba y, por las restricciones, los vendedores solo se comprometieron a dejar la cinta en la puerta del edificio. Los siguientes dos días, hasta que llegó la máquina, fueron de elucubraciones: cómo subiría una cinta que pesa tanto como yo hasta casa, cómo la entraría sin romper las paredes, cómo lograría armarla y hacerla funcionar. Pocas veces algo me desveló tanto, pocas veces también había ansiado y necesitado tanto algo. La cinta arribó una tarde justo cuando yo volvía de la redacción. Así, maquillada, peinada, con tacos y traje, producida para la TV, empezó la tarea más complicada de mi vida. Subirla fue difícil, pero me las arreglé; con una frazada la arrastré, primero hacia el ascensor, después hacia el escritorio de casa.
Una vez allí, llegó la ayuda providencial. “Pasame el manual por fotos, me llamás con video y la armamos juntos. Yo te dirijo y vos lo hacés. Vas a poder”, me tranquilizó mi hermano Juan. Desembalar, ordenar las piezas, alinear las tuercas, tornillos y cables, controlar que estuviera todo, ajustar a fondo, calibrar. Atención, concentración, precisión y manos firmes. Todo era nuevo y desafiante. El proceso fue lento e incluyó insultos y pequeños fracasos.
Pero mi fugaz momento de gloria en soledad llegó. Enchufé, prendí y la cinta empezó a deslizarse. Con mis lágrimas, los aplausos de mi hermano, el maquillaje corrido y el traje transpirado, me subí a la máquina y levanté los brazos como únicamente hago cuando Racing sale campeón (sí, claro, lo hice muy pocas veces).
Un año y dos meses después, correr, andar en bici o nadar ya no son pecados epidemiológicos para el Gobierno y el aire libre no es un lugar prohibido. La cinta sigue en el escritorio de casa aunque sola y quieta, como yo en la cuarentena. Y ahí quedará, no importa su desuso, no importa su imposible valor decorativo, no importa lo trivial de la compra. Es el recordatorio de que cuando el presente nos atraganta y el futuro se deshace, hay un lugar, un gesto, una acción, una decisión que nos rescatan y nos renuevan. Es, como los cambios de mis amigos y familia, nuestro orgullo de pandemia.
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