Inteligencia artificial: los apocalípticos y los resignados
Emergen en la actualidad dos corrientes de pensamiento respecto a los vertiginosos avances de la inteligencia artificial y sus efectos en los indispensables equilibrios de la humanidad.
En el primero están los apocalípticos como Geoffrey Hinton, el creador de la tecnología que está detrás de aplicaciones como Chat GPT y que abandonó Google este año alegando motivos de conciencia. Hinton expresó su pesar por el trabajo realizado e incluso se comparó con Oppenheimer, uno de los responsables de la bomba atómica que dedicaría el resto de su vida a luchar contra la proliferación de su propia creación.
En el centro de su pesimismo está sobre todo la desinformación y el ataque al pensamiento crítico. Hinton predice que la inteligencia artificial inundará Internet con fotos, videos y textos falsos hasta el punto en que el ser humano común simplemente no podrá descubrir dónde está la verdad. Este ciudadano comenzará así a construir convicciones sobre un pantano de mentiras y manipulaciones que favorecerá, en particular, el autoritarismo político.
En el lado opuesto están los resignados como Jürgen Schmidhuber, otro de los padres de esta nueva era tecnológica. Para el científico alemán, la actual carrera hacia la inteligencia artificial por parte de gobiernos, empresas y universidades es imparable, haciendo absolutamente inviable el clamor de algunas voces por una especie de moratoria colectiva. Como todas las rivalidades, nadie quiere ni se rendirá.
Schmidhuber argumenta además que «en el 95 % de los casos, la inteligencia artificial sigue tratando de hacer que la vida humana sea más larga, saludable y fácil» y que el mejor antídoto para el 5% restante son las mismas herramientas de inteligencia artificial, pero desarrolladas con buenas intenciones.
Lo cierto es que, desde un punto de vista político e incluso histórico, hay incongruencias en las posiciones de los apocalípticos y de los resignados. Con raras excepciones, ninguna tecnología es moralmente neutral. Una pistola puede usarse tanto para matar como para prevenir un crimen.
Asimismo, los fundamentos científicos de la bomba atómica están en la base de la energía nuclear, que representa cerca del 10% de la energía producida a nivel mundial.
La inteligencia artificial no es, por tanto, ni el buen salvaje de Rousseau ni el lobo hobbesiano. No implica ningún fatalismo ontológico. No está predestinada para el bien o el mal. En última instancia, su aplicabilidad depende de la conciencia del usuario, que puede incluso boicotearla.
Lo cierto es que, desde un punto de vista político e incluso histórico, hay incongruencias en las posiciones de los apocalípticos y de los resignados. Con raras excepciones, ninguna tecnología es moralmente neutral.
Ahora bien, el verdadero problema es otro: la posible pérdida del control humano sobre la producción de tecnología, una especie de autodeterminación de la inteligencia artificial.
La idea de que estos avances son incontrolables y que el poder político solo puede mirar desde la banca también es inconsistente. Por el contrario, los decisores políticos, electos o designados, tienen enormes responsabilidades en esta materia, principalmente a dos niveles: en primer lugar, en términos de regulación, particularmente en los foros multilaterales.
En efecto, los tiempos exigen una coalición de países democráticos con el mandato de tratar este delicado tema, so pena de generar una fragmentación regional que sólo favorecerá a los malintencionados.
En segundo lugar, a nivel de educación. Pasan los siglos y ella sigue siendo el mejor antídoto contra la propaganda, online u offline. El mejor y más eficaz seguro contra la ignorancia. Y en este campo no se necesita una coalición internacional. Basta un entendimiento patriótico nacional.
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