Desconcertada. Yo fracasé, ¿y qué?
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Pocos éxitos son más objetivos que los del deporte. Un equipo de fútbol, de hockey, de básquet vence si mete más tantos que su adversario; un atleta gana si corre más rápido o salta más largo que los otros competidores; un tenista se impone si se lleva más sets que su rival; un montañista triunfa si alcanza la cumbre.
La medida del éxito es tajante, siempre lo fue, y sobre ese límite tan claro se construyeron siglos de épicas, reales o ficticias, de vencedores y vencidos. De vez en cuando, sin embargo, algunos se atreven a desafiar esa frontera entre el éxito y el fracaso.
Un fracaso inauguró mis aventuras de montañista, no un fracaso deportivo, tampoco laboral, sino sentimental. Con el corazón roto y los ojos hinchados de tanto llorar, una mañana del invierno de 2015 me levanté y decidí que compensaría mi traspié romántico con lo más difícil que se me podía ocurrir en ese momento.
“Voy a subir el Aconcagua”, me dije. No hubo ningún debate interior, ningún margen para preguntarme qué haría con mi vértigo, cómo dormiría en una carpa en temperaturas bajo cero si yo detestaba el frío y el camping y, fundamentalmente, cómo escalaría una montaña de casi 7000 metros cuando los únicos cerros que había alguna vez trepado apenas superaban los 2000 metros.
No importaba nada de eso. Estaba segura de que una cumbre borraría la huella del desamor y de que mi determinación ciega y mis décadas de dos horas de entrenamiento diario me permitirían alcanzarla. Allí fui, entonces, en febrero de 2016, después de algunas expediciones a cerros más bajos para ganar algo de apresurada e insuficiente experiencia.
La primera cachetada a la soberbia llegó precisamente el primer día, con un ligero apunamiento. Poco a poco, mi cabeza y mi cuerpo se recuperaron y comenzaron a ganar fuerza. Pasaron los días y los campamentos, el cansancio, el frío y la suciedad se acumularon tanto como el malestar de la altura. El aire quemaba al entrar; la cabeza se partía sin piedad, las náuseas crecían, y la deshidratación y la ansiedad por hacer cumbre a toda costa amenazaban el resto del camino.
Sin embargo, seguí, alentada por guías y por mi amigo Martín, hasta que, de tanto vomitar, tuve que parar. Faltaban unos cientos de metros, apenas un puñado de cuadras en medida urbana, pero mi cuerpo y mi cabeza se negaron a continuar. Hasta allí llegué, mucho más lejos de lo que se me había ocurrido jamás. No hubo cumbre, pero sí felicidad y lágrimas.
El regreso a la ciudad no borró la alegría, más bien la potenció, mi sonrisa era tan permanente como mi sensación de logro. Días después del retorno, en una reunión, esa sensación tembló. Entre las preguntas de varias personas de cómo había sido la experiencia, un amigo muy cercano me dijo: “Todo bien pero vos no hiciste cumbre, y estabas entrenada. Yo conozco a un chico que llegó a la cumbre y nunca hizo deporte”, me dijo y acto seguido empezó a describir la gesta de ese hombre.
Mi amigo, que no había subido más que puentes y escaleras en su vida pero que estaba muy convencido de cuál es la medida del éxito, me explicó cómo era ascender el Aconcagua a mí, que acababa de estar ahí, con todo mi sufrimiento y toda mi alegría a la vez.
Millones de ávidos espectadores incurrimos en ese mismo tic la semana pasada cuando Simone Biles le anunció al mundo que se bajaba de las principales competencias de Tokyo 2020 para cuidar su salud mental. Muchos gimnastas de la opinión rápida y del sillón advirtieron que la prodigio norteamericana no había logrado soportar la presión y que había fracasado.
¿Podemos acaso saber qué pasa por la cabeza de una deportista llamada a ser “la atleta olímpica de todos los tiempos”, de una gimnasta para la que se inventan puntajes porque los que existen no alcanzan, de una chica de 24 años que es capaz de provocar renuncias en organismos internacionales con un tuit o de generarle millones de dólares a las cadenas de TV? Quien tenga ese poder se debería llevar, como premio, alguna de las 35 medallas ganadas por Simone en mundiales y juegos olímpicos.
A Biles poco le importó que tantos decretaran tan rápidamente su derrota. No tenía por qué. Solo un día antes de que comenzaran los juegos, en plena práctica, la gran maga de la gimnasia logró, por segunda vez en su vida, lo que nunca una mujer pudo y pocos hombres alcanzaron. En su entrenamiento, hizo el doble salto de Yourchenko, una serie de piruetas y giros de tal potencia que, si el aterrizaje no es perfecto, son capaces de quebrar el cuello o los tobillos.
Cuando no lleva puntaje, cuando no se apega a una medida, el éxito deja de ser, para muchos, éxito. Pero si la pequeña acróbata puede burlar la gravedad, también puede mofarse de las supuestas derrotas. Apenas unos días después de su renuncia, Biles se sobrepuso a los miedos, la inseguridad, las críticas, y regresó a la barra.
Su medalla fue de bronce y le sirvió para mostrar que, ante la determinación y la gracia, el fracaso puede ser tan fugaz como el éxito.
Fugaz fue también la posibilidad de fracaso de Sifan Hassan. La deportista neerlandesa estuvo a dos segundos de eso en Tokio y, como Biles, se levantó y siguió para convertirse en la gran historia de superación de estos juegos. En la última vuelta de la calificación para la final de los 1500 metros, se tropezó con otra atleta, se paró, apuró el paso y pasó a las 10 rivales que iban adelante. No solo ganó esa competencia sino que, unas horas más tarde, se alzó con la medalla de oro en los 5000 metros.
Sifan no fracasó al caer, eso fue un accidente. Sifan fracasó, según ella, en Río 2016, donde salió quinta en los 1500 metros. Su derrota de ayer derivó en la victoria de hoy, el fracaso despejó la senda de la superación.
Mi fracaso como montañista fue bastante más obstinado y duradero que el de Hassan y Biles. Tardé ocho montañas y seis años en alcanzar mi primera cumbre. Y, como el triunfo del fracaso engendra éxitos, en enero volveré finalmente al Aconcagua, que está siempre en el mismo lugar, ese en el que desemboca el camino de la determinación y la capacidad de levantarse.
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